18 noviembre 2006

Programa Nº 39: El misterio del Padre y el Hijo

Muy buenas noches. Les habla Daniel Iglesias. Les doy la bienvenida al programa Nº 39 de “Verdades de Fe”, transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo, Tacuarembó y San José y también a través de Internet. Los animo a enviarme sus comentarios o consultas al teléfono (035) 20535. Estaré dialogando con ustedes durante media hora.
El programa de hoy estará referido al misterio del Padre y el Hijo. Abordaremos este tema comentando el Libro III de la obra de San Hilario de Poitiers titulada De Trinitate. San Hilario vivió entre los años 310 y 367. Su obra De Trinitate, formada por doce libros, es una exposición de la verdadera fe sobre la Trinidad, en contra de la herejía arriana, que negaba la divinidad del Hijo. Analizaremos el libro III, cuyo tema principal es el misterio de la unidad y la distinción entre el Padre y el Hijo. Dividiremos este libro en las siguientes cuatro secciones:
· En la primera sección San Hilario aborda el misterio del Padre y del Hijo a partir de las nociones de la eternidad del Padre y la generación o nacimiento del Hijo. Esta última noción es la clave de su pensamiento teológico.
· En la segunda sección Hilario presenta los milagros como manifestaciones visibles del poder y la sabiduría de Dios, que suscitan la fe en el nacimiento del Hijo.
· En la tercera sección el autor realiza un excurso sobre la mutua glorificación del Padre y del Hijo, que ilumina el misterio de su unidad.
· En la sección final, Hilario realiza una exhortación a la fe. El entendimiento humano, incapaz de abarcar el misterio de Dios, debe reconocer sus límites y confiar en la palabra de Dios.

En la primera sección del libro San Hilario reflexiona acerca del misterio del Padre y del Hijo a partir de Juan 14,10:
“Resulta oscura para muchos la palabra del Señor cuando dice: Yo en el Padre y el Padre en mí. Y no sin razón, pues la naturaleza de la inteligencia humana no capta el sentido de esta frase...; es necesario que no existan en solitario aquellos de quienes tratamos... Hace falta que se conozca y se entienda lo que significa: Yo en el Padre y el Padre en mí;... de modo que lo que parece que la naturaleza de las cosas no permite, lo alcance el razonamiento a partir de la verdad divina”.
San Hilario subraya con insistencia la incapacidad de la criatura para comprender el misterio divino. De este modo su doctrina se opone frontalmente a las corrientes filosóficas que tendían a reducir ese misterio a los límites del entendimiento humano. Reconocer la finitud de la razón humana no impide a San Hilario hacer teología, profundizar el mensaje revelado por medio de la razón.
La inhabitación del Padre en el Hijo y del Hijo en el Padre sirve a Hilario para fundamentar la unidad de naturaleza y la distinción de las personas divinas. Hilario procura siempre que su oposición al arrianismo no lo lleve a caer en el modalismo o sabelianismo, herejía que afirmaba la existencia de una única persona en Dios, con tres formas o modalidades distintas de manifestarse. El Dios cristiano “no existe en solitario”.
En su acercamiento al misterio del Padre y el Hijo, Hilario se basa en la Revelación y utiliza el principio de la “analogía de la fe”. No se debe tratar de interpretar textos bíblicos aislados; se debe considerar todo lo que nos dice la Sagrada Escritura acerca del Padre y del Hijo:
“Y para que podamos comprender con más facilidad esta dificilísima cuestión hace falta que conozcamos primero al Padre y al Hijo según la doctrina de las Sagradas Escrituras; si partimos de las cosas conocidas y familiares, la exposición será más clara.”
San Hilario enumera los atributos de Dios Padre: es trascendente, inmanente, inmutable, invisible, incomprensible, perfecto y eterno. Al destacar no sólo la inmanencia sino también la trascendencia de Dios, Hilario descarta la imagen de Dios del panteísmo.
Luego el autor pasa a hablar del Hijo:
“Éste, el Padre ingenerado, ha engendrado de sí antes de todo tiempo al Hijo, no a partir de ninguna materia ya existente...; no lo ha hecho de la nada...; [ni] como una parte suya que se haya dividido, separado o extendido”
La generación del Hijo tuvo lugar “antes de todo tiempo”. Por consiguiente el Hijo es eterno, al igual que el Padre. Arrio afirmaba que el Hijo, por ser creatura, no era eterno, sino que había sido creado por el Padre, en un determinado momento, con vistas a la creación de todas las cosas.
El Hijo no fue creado “a partir de ninguna materia ya existente”, porque todo fue hecho por medio del Hijo. Tampoco fue creado de la nada, porque el Padre engendró al Hijo de sí mismo. Ni tampoco se puede hablar del Hijo como de una parte del Padre, porque “en él reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente” (Colosenses 2,9).
El siguiente párrafo resume la doctrina de San Hilario sobre el nacimiento del Hijo:
“En un modo que no se puede ni entender ni expresar, antes de todo tiempo y de toda edad, procreó al Unigénito de la sustancia ingenerada que hay en él, y le dio a este Hijo nacido de él, por medio de su amor y de su potencia, todo lo que es Dios. Y así, el Hijo es unigénito, perfecto y eterno, del Padre ingenerado, perfecto y eterno”.
Si bien San Hilario afirma que el Hijo Unigénito es procreado de la sustancia ingenerada del Padre, al parecer evita usar el término “consubstancial” (homoousios), palabra clave del Credo del Concilio de Nicea, cuya interpretación había dado lugar a numerosos equívocos. Hilario enseña la misma doctrina del Credo de Nicea, pero valiéndose de otras palabras. En cambio Hilario se expresa de un modo muy similar al Concilio de Nicea al referir los atributos del Hijo a los atributos del Padre:
“Dios de Dios, espíritu del espíritu, luz que proviene de la luz”.
Luego el autor cita a Juan 10,38 (“El Padre en mí y yo en el Padre”) para establecer la unidad y distinción de estas dos personas divinas. La relación de generación es lo que a la vez une y distingue entre sí al Padre y al Hijo. Hay una distinción en la unidad. Esta distinción proviene de la relación de origen entre el Padre y el Hijo:
“todo el Hijo ha nacido de todo el Padre... El uno procede del otro, pero los dos son una sola cosa. No es que los dos sean el mismo, sino que el uno está en el otro, y no hay en uno y otro una cosa distinta. El Padre está en el Hijo, porque el Hijo ha nacido de él; el Hijo está en el Padre, porque de ningún otro tiene el ser Hijo”.
San Hilario sintetiza lo dicho en esta primera sección en las siguientes dos ideas:
· Por una parte, el hombre debe reconocer a Dios como Dios y no tratar de encerrarlo dentro de los límites de la naturaleza humana:
“No menospreciar a Dios en cuanto a su poder,... no equiparar nada al Padre ingenerado”.
· Por otra parte, se debe rechazar toda forma de subordinacionismo:
“no empequeñecer al Hijo a causa de la fuerza misteriosa de su nacimiento,... confesar al Hijo como Dios porque viene de Dios”.

En la segunda sección del libro, San Hilario presenta el ejemplo de los milagros.
El poder de Dios, que supera la razón humana, se manifiesta visiblemente en los milagros de Jesús, los cuales son un fundamento firme de la fe cristiana. Dios, previendo nuestra insensatez para juzgar acerca de las cosas divinas, venció nuestra audacia con el ejemplo de los milagros, signos que suscitan perplejidad e invitan a creer en Jesucristo. El ejemplo de los milagros de Jesús nos instruye acerca de su inefable nacimiento y suscita la fe en su divinidad.
“Así pues, queriendo el Hijo suscitar la fe en este nacimiento suyo, puso ante nosotros el ejemplo de sus obras... En el ejemplo de los milagros está la demostración para que creas que Dios puede hacer aquello cuyo modo de realizarse no puedes comprender.”
Para ilustrar su pensamiento, San Hilario comenta varios milagros de Jesús en particular:
El milagro de la conversión del agua en vino en las bodas de Caná es una transformación incomprensible en la que actúa la omnipotencia divina:
“Aunque el poder que Dios tiene es tal que es incomprensible al modo de razonar de nuestra inteligencia, no obstante, la fe está segura de él por los efectos que muestran su realidad... En un día de bodas en Galilea se hizo vino a partir del agua... El modo como ocurre el hecho engaña a la vista y a la inteligencia, pero se experimenta la fuerza de Dios en lo que se ha hecho.”
El milagro de la multiplicación de los panes conduce a una conclusión similar. El poder de Dios supera las capacidades del pensamiento y los sentidos humanos:
“El milagro de los cinco panes suscita una admiración semejante... Ni el pensamiento ni los ojos pueden seguir el proceso de una acción tan visible. Existe lo que no existía, se ve lo que no se entiende, queda sólo el creer que Dios todo lo puede.”
La concepción virginal de Jesús muestra la incongruencia de querer comprender racionalmente la generación eterna del Hijo de Dios. Si el hombre no puede comprender el misterio del nacimiento del Hijo en la carne de la Virgen María, mucho menos podrá acceder al misterio de la procesión del Hijo en el seno del Padre. Si Dios pudo hacer que María concibiera a Jesús sin intervención de varón, también puede engendrar de Sí mismo al Hijo.
La aparición de Cristo resucitado a sus discípulos congregados en el cenáculo, para confirmar la fe del Apóstol Tomás en las mismas condiciones que éste había puesto, muestra la condescendencia del Señor, que manifiesta su poder invisible para librarnos de la duda y la incredulidad. San Hilario rechaza la actitud de los que se erigen en jueces de los misterios divinos, negando los hechos que no pueden comprender e inventando falsos razonamientos sobre las cosas invisibles, en lugar de atenerse a la palabra de Dios. Su mentira es vencida por la autenticidad del acontecimiento milagroso. La debilidad de la inteligencia humana no justifica el rechazo de los milagros ni el del misterio del nacimiento eterno del Hijo unigénito de Dios:
“No niegues que él se puso en pie en medio de ellos porque, a causa de la debilidad de tu inteligencia, no puedas entender cómo entró aquel que estaba en medio. No quieras desconocer que el unigénito y perfecto Hijo ha nacido como Dios del Padre ingenerado y perfecto por la simple razón de que el poder en virtud del cual se ha dado este nacimiento exceda la inteligencia y el lenguaje de la naturaleza humana.”
El Hijo es inefable como el Padre por ser su unigénito. Para llegar a comprender al Padre es necesario comprender al Hijo, que es su imagen.
Los que niegan la fe proclamada por la Iglesia en Nicea son prudentes según el mundo y necios para Dios. Los argumentos de los que niegan la generación del Hijo concibiéndola como una partición del Padre no provienen de la fe cristiana sino de la adhesión a ciertas doctrinas filosóficas:
“Hay muchos prudentes según el mundo... que, cuando oyen que hay un Dios nacido de Dios... nos contradicen como si afirmásemos cosas imposibles; y se adhieren a las conclusiones de ciertas ideas...”
San Hilario condena esta “sabiduría del mundo” citando a Isaías y a San Pablo. Cristo crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles, es en verdad fuerza y sabiduría de Dios. La sabiduría de este mundo nada vale frente al poder de Dios, manifestado en los milagros de Jesús.
La creación entera da testimonio del poder y la sabiduría de Dios. La falta de fe, que nos lleva a desconfiar de la palabra de Dios, nos impulsa a destruir el mundo creado por Dios. Si pudiéramos, nos ensañaríamos con furor mortal contra todas las obras de Dios. Afortunadamente nos contiene nuestra finitud.
“Además, todas las obras del mundo nos podrían servir de testigos para que no creamos lícito dudar acerca de las cosas de Dios y de su poder. Pero nuestra falta de fe arremete contra la misma verdad y atacamos con violencia para destruir el poder de Dios.”

Ahora haremos unos minutos de pausa para escuchar música.
INTERVALO MUSICAL
Continuamos el programa Nº 39 de “Verdades de Fe”, transmitido por Radio María Uruguay. Los invito a llamar al teléfono (035) 20535 para plantear sus comentarios o consultas.
Nuestro programa de hoy está dedicado al misterio del Padre y el Hijo. Continuamos comentando el Libro III de la obra de San Hilario de Poitiers titulada De Trinitate. En la primera parte del programa analizamos las dos primeras secciones de este libro. En esta segunda parte analizaremos las últimas dos secciones del mismo.

La tercera sección del libro trata sobre la glorificación del Padre y el Hijo.
San Hilario expone la finalidad de la encarnación del Hijo de Dios, cuya misión consistió en cumplir la voluntad del Padre que lo envió:
“Movido por su preocupación por el género humano, el Hijo de Dios se hizo hombre... para darnos testimonio de las cosas divinas... y para anunciarnos a Dios Padre...; así cumplió la voluntad de Dios Padre, como él mismo afirma: “No he venido a hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado”(Juan 6,38)”.
El resto de la sección es un rico comentario a Juan 17,1-6:
“Padre, viene la hora; glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique; como le diste potestad sobre toda carne, para que a todo lo que le diste dé él vida eterna. Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo. Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste. Y ahora glorifícame, Padre, junto a ti mismo con la gloria que tuve junto a ti antes de que el mundo existiese. He manifestado tu nombre a los hombres que me diste.”
Llegada la hora de la pasión, el Hijo le pide al Padre que lo glorifique para que a su vez Él pueda glorificarlo. San Hilario se pregunta cómo entender esto. ¿Cómo quien debe dar gloria a otro puede pedirle la gloria que él mismo ha de darle?
San Hilario muestra su desconfianza hacia los razonamientos filosóficos y la sabiduría humana en relación con su capacidad para esclarecer este misterio divino:
“Comparezcan los sofistas del mundo y los sabios de Grecia y traten de encerrar la verdad en las redes de sus silogismos. Pregunten de qué manera, de dónde y por qué. Y cuando se queden dudando escuchen: “Porque Dios eligió lo necio del mundo” (Primera Corintios 1,27)”.
Esa petición de gloria que a su vez ha de ser devuelta, muestra que hay una reciprocidad en el dar y recibir la gloria. La mutua glorificación del Padre y del Hijo evidencia su unidad en la naturaleza divina:
“la petición de la gloria que se ha de dar y, a su vez, se ha de devolver... muestra en uno y en otro la misma fuerza de la divinidad, ya que el Hijo pide ser glorificado por el Padre y éste no desdeña la glorificación que viene del Hijo. La unidad de poder del Padre y del Hijo se demuestra por la reciprocidad del dar y recibir la gloria.”
En el lenguaje corriente, la palabra “gloria” significa el reconocimiento u honor que recibe una persona a causa de su peso, riqueza o importancia. En el lenguaje teológico, la gloria debe ser entendida como los sentimientos o la actitud que provocan en otros la grandeza y la fuerza del amor divino.
San Hilario distingue la filiación divina del Hijo de la nuestra. El Hijo es Hijo de Dios por naturaleza; los cristianos somos hijos de Dios por adopción. De este modo Hilario se pronuncia contra el adopcionismo:
“Éste es el Hijo propio y verdadero por su origen y no por adopción, en realidad y no de nombre, por su nacimiento y no por creación.”
El Padre glorifica al Hijo cuando le da todo poder, haciéndolo principio vivificador, pero a su vez el Padre es glorificado por las obras del Hijo. La glorificación debe ser entendida como don mutuo. Quien alaba al Hijo alaba necesariamente al Padre, de quien todo lo tiene. La gloria que el Hijo da al Padre es la manifestación y la comunicación del amor y la bondad del Padre a los hombres:
“por medio del Hijo es glorificado en nosotros,... y es glorificado porque el Hijo ha recibido de él poder sobre toda carne para dar a ésta la vida eterna... Y así, cuando el Hijo recibió todas las cosas, fue glorificado por el Padre. Y, por el contrario, el Padre es glorificado cuando todas las cosas se hacen por medio del Hijo.”
Comentando Juan 14,28 (“El Padre es mayor que yo”), San Hilario reconoce que puede hablarse de una cierta superioridad del Padre con respecto al Hijo:
· Por su origen, dado que el Padre es ingenerado y el Hijo es engendrado.
· Por la misión del Hijo, dado que el Padre es el que envía y el que hace su voluntad y el Hijo es el enviado y el que obedece la voluntad del Padre.
Pero inmediatamente San Hilario reacciona contra las herejías subordinacionistas, que interpretan erróneamente Juan 14,28 y otros textos similares:
“que el honor del Padre no disminuya la gloria del Hijo.”
Al comentar Juan 17,3 (“Ésta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo”), San Hilario subraya que la vida eterna consiste en el conocimiento del Padre y del Hijo, iguales en cuanto a la divinidad.
En la encarnación, el Hijo de Dios asumió la naturaleza humana sin perder la naturaleza divina. Pero el Hijo era Dios y estaba junto a Dios antes de la creación del mundo y de su encarnación. Comentando Juan 17,5 (“Y ahora glorifícame tú, Padre, junto a ti mismo, con la gloria que tuve junto a ti antes que el mundo existiese”), San Hilario destaca que ahora el Hijo hecho carne pide al Padre que la carne empiece a ser para el Padre lo que era la Palabra.
“Pide para aquello que asumió la elevación a aquella gloria que él no ha abandonado.”
Al final de esta tercera sección, el autor muestra la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Dios ya se había manifestado en el Antiguo Testamento por medio de los patriarcas, Moisés y los profetas, pero el verdadero conocimiento del Padre nos lo da el Hijo encarnado, Palabra por excelencia que revela el rostro del Padre.

La última sección del libro trata del conocimiento de Dios.
Esta sección es una invitación a la fe en la generación eterna del Hijo. La obra más importante del Hijo fue la de manifestar el nombre del Padre. Dios no se revela en Cristo como creador sino como Padre del Hijo unigénito. Jesús no se proclama creador del mundo sino Hijo que revela a los hombres el misterio del Padre:
“ésta fue la obra más importante del Hijo, que pudiéramos conocer al Padre... Recuerda que no se te ha manifestado que el Padre es Dios, sino que se te ha manifestado que Dios es Padre.”
San Hilario insiste en la verdad de los nombres divinos: El Padre es verdaderamente Padre del Hijo; y el Hijo es verdaderamente Hijo del Padre. Desnaturalizar el significado de las palabras Padre e Hijo equivale a anular toda la historia de la revelación y la salvación.
San Hilario aplica el término “personas” al Padre y al Hijo para indicar su distinción en la misma naturaleza divina. El que engendra y el engendrado tienen una unidad de naturaleza. Hilario concluye que al confesar la inhabitación del Padre en el Hijo y del Hijo en el Padre, confesamos su semejanza en el poder y en la plenitud de la divinidad.
A partir de la expresión “nuestra semejanza” (Génesis 1,26), San Hilario concluye que hay semejanza entre el Padre y el Hijo y que la creación es obra de ambos.
Es un error creer que la inteligencia humana puede conocer la verdad total. Nuestras mentes imperfectas no pueden concebir lo perfecto. Tanto nuestra capacidad intelectual como nuestra capacidad de subsistir son dones de Dios:
“La causa de la increencia está en la flaqueza del pensamiento, por el que uno piensa que no ha podido suceder aquello que define como no realizable.”
Contra el engaño de los que piensan haber obtenido la sabiduría perfecta, San Hilario vuelve a citar a Primera Corintios 1,17-25. Los gentiles se equivocaban al basarse en su débil sabiduría, en lugar de basarse en la perfecta sabiduría de Dios. Los fieles, en cambio, confían en la potencia de Dios, que les dará todos los misterios de la salvación. Los judíos piden signos porque, conocedores de la Ley, se conmueven ante el escándalo de la cruz. Los griegos, movidos por la prudencia humana, preguntan la razón por la que Dios ha sido levantado en la cruz. Estas cosas están ocultas en el misterio. La imprudente sabiduría del mundo no conoció a Dios por medio de las obras de la creación. Por eso Dios quiso salvar a los hombres por la fe en la cruz.
El hombre no ha de juzgar a su creador:
“Nada de lo que se refiere a la acción de Dios ha de ser tratado según el parecer de la inteligencia humana, ni la criatura, que es fruto de su obrar, ha de juzgar acerca de su Creador.”
La fuerza divina nos da a conocer lo que es inaccesible a la razón humana. Para ser introducidos a la sabiduría de Dios debemos reconocer los límites de nuestra inteligencia y no poner límites al poder de Dios. Entonces comprenderemos que sólo podemos conocer a Dios si creemos en lo que Él nos ha revelado de Sí mismo en Jesucristo.

Querido amigo, querida amiga:
La teología de San Hilario de Poitiers, como la de los Padres de la Iglesia en general, está centrada eminentemente en la Sagrada Escritura. La obra de los Padres de la Iglesia es un ejemplo para los teólogos contemporáneos, a quienes el Concilio Vaticano II ha recordado que la Sagrada Escritura debe ser el alma de toda teología. A continuación sintetizaremos las principales conclusiones extraídas del texto de San Hilario que hemos analizado:
· El Hijo, engendrado por el Padre, es Dios como el Padre, pero no un segundo Dios. El Padre y el Hijo son un solo Dios.
· La Revelación del misterio de Dios llega a su plenitud con Jesucristo. Conociendo a Cristo podemos conocer a Dios.
· Los milagros de Jesús son signos reveladores de su identidad divina. Nos instruyen acerca del inefable nacimiento del Hijo.
· El Hijo de Dios glorifica a su Padre manifestando su Nombre a los hombres. Dios Padre glorifica a su Hijo en la hora de su Pascua, resucitándolo y exaltándolo como Señor.
· La Revelación nos da a conocer lo que es inaccesible a la razón humana. Para conocer a Dios debemos reconocer los límites de nuestra inteligencia y creer en lo que Él nos ha revelado de Sí mismo en Jesucristo.

Por la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, ruego a Dios todopoderoso y eterno que te conceda creer con toda tu alma en el misterio de la unidad y la distinción del Padre y el Hijo.
Dando fin al programa Nº 39 de “Verdades de Fe”, me despido de ustedes hasta la semana próxima. Que Dios los bendiga día tras día.

Daniel Iglesias Grèzes
12 de diciembre de 2006.

Programa Nº 38: Las uniones homosexuales

Muy buenas noches. Les habla Daniel Iglesias. Les doy la bienvenida al programa Nº 38 de “Verdades de Fe”, transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo, Tacuarembó y San José y también a través de Internet. Los animo a enviarme sus comentarios o consultas al teléfono (035) 20535. Estaré dialogando con ustedes durante media hora.
El programa Nº 34 estuvo dedicado a las uniones de hecho en general. El programa de hoy estará referido a las uniones homosexuales en particular. Leeremos el documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe titulado “Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales”. Este documento fue aprobado por el Papa Juan Pablo II y fue luego publicado con fecha 3 de junio de 2003. En ese momento la Congregación para la Doctrina de la Fe era presidida por el Cardenal Joseph Ratzinger, actual Papa Benedicto XVI. Procederemos entonces a leer el documento.

"Introducción
Recientemente, el Santo Padre Juan Pablo II y los Dicasterios competentes de la Santa Sede han tratado en distintas ocasiones cuestiones concernientes a la homosexualidad. Se trata, en efecto, de un fenómeno moral y social inquietante, incluso en aquellos Países donde no es relevante desde el punto de vista del ordenamiento jurídico. Pero se hace más preocupante en los Países en los que ya se ha concedido o se tiene la intención de conceder reconocimiento legal a las uniones homosexuales, que, en algunos casos, incluye también la habilitación para la adopción de hijos. Las presentes Consideraciones no contienen nuevos elementos doctrinales, sino que pretenden recordar los puntos esenciales inherentes al problema y presentar algunas argumentaciones de carácter racional, útiles para la elaboración de pronunciamientos más específicos por parte de los Obispos, según las situaciones particulares en las diferentes regiones del mundo, para proteger y promover la dignidad del matrimonio, fundamento de la familia, y la solidez de la sociedad, de la cual esta institución es parte constitutiva. Las presentes Consideraciones tienen también como fin iluminar la actividad de los políticos católicos, a quienes se indican las líneas de conducta coherentes con la conciencia cristiana para cuando se encuentren ante proyectos de ley concernientes a este problema. Puesto que es una materia que atañe a la ley moral natural, las siguientes Consideraciones se proponen no solamente a los creyentes sino también a todas las personas comprometidas en la promoción y la defensa del bien común de la sociedad.

I. Naturaleza y características irrenunciables del matrimonio
La enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio y la complementariedad de los sexos repropone una verdad puesta en evidencia por la recta razón y reconocida como tal por todas las grandes culturas del mundo. El matrimonio no es una unión cualquiera entre personas humanas. Ha sido fundado por el Creador, que lo ha dotado de una naturaleza propia, propiedades esenciales y finalidades. Ninguna ideología puede cancelar del espíritu humano la certeza de que el matrimonio en realidad existe únicamente entre dos personas de sexo opuesto, que por medio de la recíproca donación personal, propia y exclusiva de ellos, tienden a la comunión de sus personas. Así se perfeccionan mutuamente para colaborar con Dios en la generación y educación de nuevas vidas.
La verdad natural sobre el matrimonio ha sido confirmada por la Revelación contenida en las narraciones bíblicas de la creación, expresión también de la sabiduría humana originaria, en la que se deja escuchar la voz de la naturaleza misma. Según el libro del Génesis, tres son los datos fundamentales del designo del Creador sobre el matrimonio.
En primer lugar, el hombre, imagen de Dios, ha sido creado «varón y hembra» (Génesis 1, 27). El hombre y la mujer son iguales en cuanto personas y complementarios en cuanto varón y hembra. Por un lado, la sexualidad forma parte de la esfera biológica y, por el otro, ha sido elevada en la criatura humana a un nuevo nivel, personal, donde se unen cuerpo y espíritu.
El matrimonio, además, ha sido instituido por el Creador como una forma de vida en la que se realiza aquella comunión de personas que implica el ejercicio de la facultad sexual. «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y se harán una sola carne» (Génesis 2, 24).
En fin, Dios ha querido donar a la unión del hombre y la mujer una participación especial en su obra creadora. Por eso ha bendecido al hombre y la mujer con las palabras: «Sed fecundos y multiplicaos» (Génesis 1, 28). En el designio del Creador complementariedad de los sexos y fecundidad pertenecen, por lo tanto, a la naturaleza misma de la institución del matrimonio.
Además, la unión matrimonial entre el hombre y la mujer ha sido elevada por Cristo a la dignidad de sacramento. La Iglesia enseña que el matrimonio cristiano es signo eficaz de la alianza entre Cristo y la Iglesia. Este significado cristiano del matrimonio, lejos de disminuir el valor profundamente humano de la unión matrimonial entre el hombre la mujer, lo confirma y refuerza.
No existe ningún fundamento para asimilar o establecer analogías, ni siquiera remotas, entre las uniones homosexuales y el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia. El matrimonio es santo, mientras que las relaciones homosexuales contrastan con la ley moral natural. Los actos homosexuales, en efecto, «cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso».
En la Sagrada Escritura las relaciones homosexuales «están condenadas como graves depravaciones... Este juicio de la Escritura no permite concluir que todos los que padecen esta anomalía sean personalmente responsables de ella; pero atestigua que los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados». El mismo juicio moral se encuentra en muchos escritores eclesiásticos de los primeros siglos y ha sido unánimemente aceptado por la Tradición católica.
Sin embargo, según la enseñanza de la Iglesia, los hombres y mujeres con tendencias homosexuales «deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta». Tales personas están llamadas, como los demás cristianos, a vivir la castidad. Pero la inclinación homosexual es «objetivamente desordenada» y las prácticas homosexuales «son pecados gravemente contrarios a la castidad».

II. Actitudes ante el problema de las uniones homosexuales
Con respecto al fenómeno actual de las uniones homosexuales, las autoridades civiles asumen actitudes diferentes: a veces se limitan a la tolerancia del fenómeno; en otras ocasiones promueven el reconocimiento legal de tales uniones, con el pretexto de evitar, en relación a algunos derechos, la discriminación de quien convive con una persona del mismo sexo; en algunos casos favorecen incluso la equivalencia legal de las uniones homosexuales al matrimonio propiamente dicho, sin excluir el reconocimiento de la capacidad jurídica a la adopción de hijos.
Allí donde el Estado asume una actitud de tolerancia de hecho, sin implicar la existencia de una ley que explícitamente conceda un reconocimiento legal a tales formas de vida, es necesario discernir correctamente los diversos aspectos del problema. La conciencia moral exige ser testigo, en toda ocasión, de la verdad moral integral, a la cual se oponen tanto la aprobación de las relaciones homosexuales como la injusta discriminación de las personas homosexuales. Por eso, es útil hacer intervenciones discretas y prudentes, cuyo contenido podría ser, por ejemplo, el siguiente: desenmascarar el uso instrumental o ideológico que se puede hacer de esa tolerancia; afirmar claramente el carácter inmoral de este tipo de uniones; recordar al Estado la necesidad de contener el fenómeno dentro de límites que no pongan en peligro el tejido de la moralidad pública y, sobre todo, que no expongan a las nuevas generaciones a una concepción errónea de la sexualidad y del matrimonio, que las dejaría indefensas y contribuiría, además, a la difusión del fenómeno mismo. A quienes, a partir de esta tolerancia, quieren proceder a la legitimación de derechos específicos para las personas homosexuales convivientes, es necesario recordar que la tolerancia del mal es muy diferente a su aprobación o legalización.
Ante el reconocimiento legal de las uniones homosexuales o la equiparación legal de éstas al matrimonio con acceso a los derechos propios del mismo, es necesario oponerse en forma clara e incisiva. Hay que abstenerse de cualquier tipo de cooperación formal a la promulgación o aplicación de leyes tan gravemente injustas y, asimismo, en cuanto sea posible, de la cooperación material en el plano aplicativo. En esta materia cada cual puede reivindicar el derecho a la objeción de conciencia."

Ahora haremos unos minutos de pausa para escuchar música.
INTERVALO MUSICAL
Continuamos el programa Nº 38 de “Verdades de Fe”, transmitido por Radio María Uruguay. Los invito a llamar al teléfono (035) 20535 para plantear sus comentarios o consultas.
Nuestro programa de hoy está dedicado a las uniones homosexuales. Continuamos la lectura del documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe titulado “Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales”, publicado en el año 2003.

"III. Argumentaciones racionales contra el reconocimiento legal de las uniones homosexuales
La comprensión de los motivos que inspiran la necesidad de oponerse a las instancias que buscan la legalización de las uniones homosexuales requiere algunas consideraciones éticas específicas, que son de diferentes órdenes.

De orden racional
La función de la ley civil es ciertamente más limitada que la de la ley moral, pero aquélla no puede entrar en contradicción con la recta razón sin perder la fuerza de obligar en conciencia. Toda ley propuesta por los hombres tiene razón de ley en cuanto es conforme con la ley moral natural, reconocida por la recta razón, y respeta los derechos inalienables de cada persona. Las legislaciones favorables a las uniones homosexuales son contrarias a la recta razón porque confieren garantías jurídicas análogas a las de la institución matrimonial a la unión entre personas del mismo sexo. Considerando los valores en juego, el Estado no puede legalizar estas uniones sin faltar al deber de promover y tutelar una institución esencial para el bien común como es el matrimonio.
Se podría preguntar cómo puede contrariar al bien común una ley que no impone ningún comportamiento en particular, sino que se limita a hacer legal una realidad de hecho que no implica, aparentemente, una injusticia hacia nadie. En este sentido es necesario reflexionar ante todo sobre la diferencia entre el comportamiento homosexual como fenómeno privado y el mismo como comportamiento público, legalmente previsto, aprobado y convertido en una de las instituciones del ordenamiento jurídico. El segundo fenómeno no sólo es más grave sino también de alcance más vasto y profundo, pues podría comportar modificaciones contrarias al bien común de toda la organización social. Las leyes civiles son principios estructurantes de la vida del hombre en sociedad, para bien o para mal. Ellas «desempeñan un papel muy importante y a veces determinante en la promoción de una mentalidad y de unas costumbres». Las formas de vida y los modelos en ellas expresados no solamente configuran externamente la vida social, sino que tienden a modificar en las nuevas generaciones la comprensión y la valoración de los comportamientos. La legalización de las uniones homosexuales estaría destinada por lo tanto a causar el obscurecimiento de la percepción de algunos valores morales fundamentales y la desvalorización de la institución matrimonial.

De orden biológico y antropológico
En las uniones homosexuales están completamente ausentes los elementos biológicos y antropológicos del matrimonio y de la familia que podrían fundar razonablemente el reconocimiento legal de tales uniones. Éstas no están en condiciones de asegurar adecuadamente la procreación y la supervivencia de la especie humana. El recurrir eventualmente a los medios puestos a disposición por los recientes descubrimientos en el campo de la fecundación artificial, además de implicar graves faltas de respeto a la dignidad humana, no cambiaría en absoluto su carácter inadecuado.
En las uniones homosexuales está además completamente ausente la dimensión conyugal, que representa la forma humana y ordenada de las relaciones sexuales. Éstas, en efecto, son humanas cuando y en cuanto expresan y promueven la ayuda mutua de los sexos en el matrimonio y quedan abiertas a la transmisión de la vida.
Como demuestra la experiencia, la ausencia de la bipolaridad sexual crea obstáculos al desarrollo normal de los niños eventualmente integrados en estas uniones. A éstos les falta la experiencia de la maternidad o de la paternidad. La integración de niños en las uniones homosexuales a través de la adopción significa someterlos de hecho a violencias de distintos órdenes, aprovechándose de la débil condición de los pequeños, para introducirlos en ambientes que no favorecen su pleno desarrollo humano. Ciertamente tal práctica sería gravemente inmoral y se pondría en abierta contradicción con el principio, reconocido también por la Convención Internacional de la ONU sobre los Derechos del Niño, según el cual el interés superior que en todo caso hay que proteger es el del infante, la parte más débil e indefensa.

De orden social
La sociedad debe su supervivencia a la familia fundada sobre el matrimonio. La consecuencia inevitable del reconocimiento legal de las uniones homosexuales es la redefinición del matrimonio, que se convierte en una institución que, en su esencia legalmente reconocida, pierde la referencia esencial a los factores ligados a la heterosexualidad, tales como la tarea procreativa y educativa. Si desde el punto de vista legal, el casamiento entre dos personas de sexo diferente fuese sólo considerado como uno de los matrimonios posibles, el concepto de matrimonio sufriría un cambio radical, con grave detrimento del bien común. Poniendo la unión homosexual en un plano jurídico análogo al del matrimonio o la familia, el Estado actúa arbitrariamente y entra en contradicción con sus propios deberes.
Para sostener la legalización de las uniones homosexuales no puede invocarse el principio del respeto y la no discriminación de las personas. Distinguir entre personas o negarle a alguien un reconocimiento legal o un servicio social es efectivamente inaceptable sólo si se opone a la justicia. No atribuir el estatus social y jurídico de matrimonio a formas de vida que no son ni pueden ser matrimoniales no se opone a la justicia, sino que, por el contrario, es requerido por ésta.
Tampoco el principio de la justa autonomía personal puede ser razonablemente invocado. Una cosa es que cada ciudadano pueda desarrollar libremente actividades de su interés y que tales actividades entren genéricamente en los derechos civiles comunes de libertad, y otra muy diferente es que actividades que no representan una contribución significativa o positiva para el desarrollo de la persona y de la sociedad puedan recibir del Estado un reconocimiento legal específico y cualificado. Las uniones homosexuales no cumplen ni siquiera en sentido analógico remoto las tareas por las cuales el matrimonio y la familia merecen un reconocimiento específico y cualificado. Por el contrario, hay suficientes razones para afirmar que tales uniones son nocivas para el recto desarrollo de la sociedad humana, sobre todo si aumentase su incidencia efectiva en el tejido social.

De orden jurídico
Dado que las parejas matrimoniales cumplen el papel de garantizar el orden de la procreación y son por lo tanto de eminente interés público, el derecho civil les confiere un reconocimiento institucional. Las uniones homosexuales, por el contrario, no exigen una específica atención por parte del ordenamiento jurídico, porque no cumplen dicho papel para el bien común.
Es falso el argumento según el cual la legalización de las uniones homosexuales sería necesaria para evitar que los convivientes, por el simple hecho de su convivencia homosexual, pierdan el efectivo reconocimiento de los derechos comunes que tienen en cuanto personas y ciudadanos. En realidad, como todos los ciudadanos, también ellos, gracias a su autonomía privada, pueden siempre recurrir al derecho común para obtener la tutela de situaciones jurídicas de interés recíproco. Por el contrario, constituye una grave injusticia sacrificar el bien común y el derecho de la familia con el fin de obtener bienes que pueden y deben ser garantizados por vías que no dañen a la generalidad del cuerpo social.

IV. Comportamiento de los políticos católicos ante legislaciones favorables a las uniones homosexuales
Si todos los fieles están obligados a oponerse al reconocimiento legal de las uniones homosexuales, los políticos católicos lo están en modo especial, según la responsabilidad que les es propia. Ante proyectos de ley a favor de las uniones homosexuales se deben tener en cuenta las siguientes indicaciones éticas.
En el caso de que en una Asamblea legislativa se proponga por primera vez un proyecto de ley a favor de la legalización de las uniones homosexuales, el parlamentario católico tiene el deber moral de expresar clara y públicamente su desacuerdo y votar contra el proyecto de ley. Conceder el sufragio del propio voto a un texto legislativo tan nocivo del bien común de la sociedad es un acto gravemente inmoral.
En caso de que el parlamentario católico se encuentre en presencia de una ley ya en vigor favorable a las uniones homosexuales, debe oponerse a ella por los medios que le sean posibles, dejando pública constancia de su desacuerdo; se trata de cumplir con el deber de dar testimonio de la verdad. Si no fuese posible abrogar completamente una ley de este tipo, el parlamentario católico, recordando las indicaciones dadas en la Encíclica
Evangelium Vitae, «puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública», con la condición de que sea «clara y notoria a todos» su «personal absoluta oposición» a leyes semejantes y se haya evitado el peligro de escándalo. Eso no significa que en esta materia una ley más restrictiva pueda ser considerada como una ley justa o siquiera aceptable; se trata de una tentativa legítima, impulsada por el deber moral, de abrogar al menos parcialmente una ley injusta cuando la abrogación total no es por el momento posible.

Conclusión
La Iglesia enseña que el respeto hacia las personas homosexuales no puede en modo alguno llevar a la aprobación del comportamiento homosexual ni a la legalización de las uniones homosexuales. El bien común exige que las leyes reconozcan, favorezcan y protejan la unión matrimonial como base de la familia, célula primaria de la sociedad. Reconocer legalmente las uniones homosexuales o equipararlas al matrimonio, significaría no solamente aprobar un comportamiento desviado y convertirlo en un modelo para la sociedad actual, sino también ofuscar valores fundamentales que pertenecen al patrimonio común de la humanidad. La Iglesia no puede dejar de defender tales valores, para el bien de los hombres y de toda la sociedad."

Querido amigo, querida amiga:
El 12 de septiembre del presente año la Cámara de Senadores del Uruguay aprobó un proyecto de ley llamado “de unión concubinaria”, que otorga reconocimiento y protección legal a las uniones de hecho, tanto heterosexuales como homosexuales, con al menos cinco años de convivencia, concediéndoles derechos y deberes análogos a los del matrimonio. Próximamente dicho proyecto de ley será tratado por la Cámara de Representantes. Como hemos visto, según la doctrina de la Iglesia Católica, este proyecto de ley de unión concubinaria es gravemente contrario al bien común; y por lo tanto todo ciudadano, especialmente si es católico, tiene el deber moral de oponerse a su aprobación.
Te invito a expresar a los Diputados de tu Departamento, con el debido respeto, tu opinión clara y firmemente contraria al proyecto de ley de unión concubinaria.

Por la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Sede de la Sabiduría, ruego a Dios todopoderoso y eterno que ilumine las mentes de todos los cristianos del Uruguay y les conceda el don de la fortaleza, a fin de que sean capaces de resistir el mal y se comporten en la vida política de un modo coherente con sus convicciones morales.
Dando fin al programa Nº 38 de “Verdades de Fe”, me despido de ustedes hasta la semana próxima. Que Dios los bendiga día tras día.

Daniel Iglesias Grèzes
5 de diciembre de 2006.

Programa Nº 37: El domingo, día del Señor (2)

Muy buenas noches. Les habla Daniel Iglesias. Les doy la bienvenida al programa Nº 37 de “Verdades de Fe”, transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo, Tacuarembó y San José y también a través de Internet. Los invito a enviarme sus comentarios o consultas al teléfono (035) 20535. Estaré dialogando con ustedes durante media hora.
A fin de profundizar un tema tratado en nuestro programa Nº 9, el programa de hoy estará referido nuevamente al domingo, día del Señor. En esta primera parte trataremos dos aspectos de nuestro tema.

En primer lugar consideraremos el problema del domingo en la sociedad contemporánea.
La identidad cristiana del domingo se encuentra seriamente amenazada por los efectos negativos de las profundas transformaciones culturales y sociales de nuestro tiempo, por las presiones masivas de un mundo descristianizado y por un modo de vivir la experiencia cristiana que se afirmó a partir de la Edad Media y persiste a pesar de la renovación impulsada por el Concilio Vaticano II. El ir a Misa los domingos ya no forma parte del estilo de vida imperante. Probablemente, para la mayoría de los cristianos la Misa dominical es el único acto religioso y para pocos es el momento más fuerte de un compromiso total con Cristo en la fe y el amor.

El paso de una sociedad rural a una sociedad industrializada ha hecho cambiar la imagen de la celebración del domingo y ha suscitado graves problemas pastorales. La sociedad rural era una sociedad estática y cerrada, centrada en las realidades sacrales del espacio y el tiempo. En ella el domingo rompía la monotonía de las pequeñas cosas para evocar realidades más altas y fomentaba el sentido de pertenencia al grupo religioso, en que las personas estaban muy arraigadas. La sociedad industrializada es una sociedad dinámica, abierta y pluralista. En ella rige la ley de la productividad, con los ritmos frenéticos que ésta lleva consigo, y se manifiesta una fuerte tendencia al individualismo, que conduce a encerrarse en lo privado con una actitud de desconfianza hacia los otros, sobre todo los menos afines. Se siente todavía la necesidad de la fiesta, pero como necesidad de evasión, que de hecho se convierte con frecuencia en aburrimiento y cansancio.

El fenómeno creciente de la secularización ha ejercido grandes efectos negativos sobre la mentalidad y la práctica religiosas y por lo tanto sobre el modo de considerar y vivir el domingo. El hombre moderno tiende a considerarse autosuficiente y a creer que su destino y el de la humanidad encuentran su realización en este mundo, sin ninguna referencia a la trascendencia. De ahí deriva la pretensión de excluir la religión de las estructuras públicas para confinarla al ámbito de la vida privada (si es que no se la considera insignificante o incluso alienante). Los hombres que viven en la ciudad secular ya no caen fácilmente en la cuenta de la referencia que tiene su vida a las celebraciones litúrgicas; por ello muchos las conocen cada vez menos, si es que no las consideran meras formas de una práctica socio-cultural o expresión de una vaga religiosidad de tipo sacral, y en consecuencia terminan por abandonarlas o por darles un relieve muy escaso dentro de la propia vida.
Tampoco para los bautizados el domingo aparece ya claramente como el día del descanso físico y mucho menos como el día del descanso espiritual, sino más bien como un momento de evasión que desemboca en formas de diversión que terminan en frustración. Para muchos, los ritmos de un trabajo rígidamente programado con vistas a la producción no dejan ya coincidir el tiempo libre con el domingo. El aumento del nivel de vida lleva a un número creciente de familias y de jóvenes a pasar el fin de semana fuera de su comunidad habitual, a menudo alejándolos de costumbres que habían sido adquiridas sin serio convencimiento.
Hay también un fenómeno de disociación entre liturgia y vida, que tiene tres direcciones principales:
1. El naturalismo lleva a concebir el domingo, no como el día de celebración de la Pascua de Cristo, sino como un tiempo sagrado en que el hombre satisface la obligación de rendir culto a la divinidad.
2. El legalismo desvía la atención de la esencia del domingo (el gran acontecimiento pascual) al precepto obligatorio para los cristianos de santificarlo, absteniéndose de obras serviles y oyendo Misa; precepto que a veces aparenta estar inmotivado y que los jóvenes tienden a descuidar en nombre de una espontaneidad de la fe y de sus expresiones.
3. El individualismo presenta la obligación del cristiano del descanso y de la Misa como un compromiso meramente individual sin referencia a la comunidad de los hermanos (o a lo sumo en relación con la Jerarquía eclesial, autoridad competente para regular esta materia). Hay una escasa conciencia de Iglesia.

Como dato interesante sobre el domingo en el Uruguay contemporáneo mencionaremos que, según datos publicados en 1993 por la Vicaría Pastoral de la Arquidiócesis de Montevideo, los participantes de la Misa dominical en el período 1991-1993 fueron en promedio unas 48.000 personas, es decir sólo un 3,5% de la población del departamento. Estos datos provienen de una encuesta que fue llamada "Consulta al Pueblo de Dios".

En segundo lugar consideraremos el día del sábado en el Antiguo Testamento.
El precepto del sábado se halla presente en todas las colecciones legislativas del Pentateuco: el código de la Alianza, el código cultual yahvista y el código sacerdotal (en el libro del Éxodo), la ley de la santidad (en el libro del Levítico) y las dos versiones del Decálogo (en los libros del Éxodo y el Deuteronomio). De ahí se deduce la gran antigüedad de ese precepto, que se remontaría al período del desierto.
Sobre el origen del precepto sabático se han hecho numerosas hipótesis. A favor de la tesis de que el sábado surgió de la experiencia de fe del pueblo de Israel hay un hecho muy importante: fuera del ambiente israelita no es posible encontrar la gozosa práctica de un día semanal de reposo.
La característica fundamental del sábado consistía en el reposo o abstención de toda clase de trabajo. En sus orígenes era una fiesta de carácter familiar y social, sin relación con el culto. Después del exilio se transformó en el día de la reunión litúrgica: "Seis días trabajaréis, pero el séptimo, que es sábado, es santo, día de descanso y de santa asamblea" (Levítico 23,3). El sábado intentaba evitar que el trabajo asumiese tonalidades opresivas. Los beneficiarios del reposo sabático no eran sólo los propietarios, sino también los forasteros, los trabajadores dependientes y los esclavos.
El Deuteronomio colocó la motivación del reposo sabático en el memorial de la liberación de la esclavitud de Egipto. El sábado Israel era convocado a gozar del don divino de la libertad.
La tradición sacerdotal justificó el reposo sabático como imitación del reposo de Dios al consumar su obra creadora: "Pues en seis días hizo Yahvé los cielos y la tierra, el mar y cuanto en él se contiene, y el séptimo descansó" (Éxodo 20,11). La atención se centra en el estado de reposo de Dios y en el carácter sagrado del sábado, día reservado para Dios. El sábado era una invitación a Israel de participar de la bienaventuranza y la paz del reposo divino.
La predicación de los profetas anteriores al exilio (como Amós e Isaías) criticó la observancia hipócrita del sábado y de otras fiestas, al separarse esa observancia de un auténtico compromiso de vida moral en la justicia y el respeto de los derechos de los débiles.
En el destierro aumentó la importancia del sábado y su significación respecto a la Alianza. El sábado (como la circuncisión) asumió el valor de señal distintiva del pueblo de la alianza: "Les di también mis sábados, para que fuesen señal entre mí y ellos, para que supiesen que yo soy Yahvé, que los santificó" (Ezequiel 20,12). El sábado se transforma en una concreta confesión de fe en Yahvé como Dios de la Alianza.
En la época de Jesús, el formalismo jurídico había deformado el precepto sabático (como toda la Ley), insistiendo sobre la observancia minuciosa y rígida del descanso, interpretada con meticulosidad pueril. Jesús se enfrentó a las tradiciones rabínicas con una posición radicalmente anti-legalista: "El sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado. Y dueño del sábado es el Hijo del Hombre" (Marcos 2,27-28). "Lícito es, por tanto, hacer bien en sábado" (Mateo 12,12). La actitud de Cristo es de libertad frente al precepto sabático: "Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también" (Juan 5,17).

Ahora haremos unos minutos de pausa para escuchar música.
INTERVALO MUSICAL
Continuamos el programa Nº 37 de “Verdades de Fe”, transmitido por Radio María Uruguay. Los invito a llamar al teléfono (035) 20535 para plantear sus comentarios o consultas.
Nuestro programa de hoy está dedicado al domingo, el día del Señor. En esta segunda parte trataremos cuatro aspectos de este tema.

En primer lugar, consideraremos los nombres del domingo.
Los primeros cristianos no se separaron enseguida de las tradiciones religiosas del judaísmo. Por eso no es de extrañar que una serie de textos del Nuevo Testamento, sobre todo los más antiguos, llamen al día de la Resurrección de Cristo simplemente "el primer día de la semana".
La denominación “día del Señor” (en griego, "Kyriaké eméra") aparece una sola vez en el Nuevo Testamento (en Apocalipsis 1,10). Esta denominación, empleada ampliamente en los escritos patrísticos, tanto griegos como latinos, indica que el domingo es el día de la Resurrección del Señor y el día en que los cristianos se reúnen para celebrar al Señor resucitado. Fue traducida en latín como “Dominica dies” y de allí pasó luego a las lenguas latinas: domingo (en español), dimanche (en francés), domenica (en italiano), etc.
Otra denominación usada en los primeros siglos es la de "octavo día". Esta expresión tiene un rico simbolismo escatológico: el día de la Resurrección de Cristo es también el día del comienzo de la nueva creación.
La denominación "día del sol", de origen pagano, predominó en los siglos III y IV y fue adoptada por el emperador Constantino. Su cristianización se logró designando a Cristo como el "Sol de Justicia". Esta expresión sobrevivió en las lenguas germánicas: “Sunday” (en inglés), “Sonntag” (en alemán), etc.
En las Iglesias de Oriente el domingo se designa hasta hoy en griego como “Anastásimos”, que significa simplemente "Resurrección".
Cada nombre del domingo revela un matiz teológico diferente. Es significativo que el nombre "día del Señor" haya predominado sobre otras denominaciones más particularizadas como día de la luz, día de la Ascensión, día de la Trinidad, día de la Redención, Pascua semanal.

En segundo lugar consideraremos la relación entre el domingo cristiano y el sábado judío.
Se han planteado distintas hipótesis sobre el origen de la celebración cristiana del domingo:
· Para algunos el domingo tendría origen en el culto del sol de los paganos y habría sido "bautizado" por los cristianos. Esta hipótesis ha sido descartada porque está garantizado que el culto del día del sol data de fines del siglo I y es por lo tanto posterior al domingo cristiano.
· Para otros el domingo sería tardío y contrario a la tradición de la primitiva Iglesia de Jerusalén, que continuó festejando el sábado. Sin embargo la celebración dominical tiene fundamento en los textos bíblicos: los encuentros del Resucitado con los suyos ocurren en domingo y no en cualquier día (Mateo 28,1; Marcos 16,2.9; Lucas 24,1; Juan 20,1.19.26). En Hechos 20,7 y 1 Corintios 16,2 comprobamos que la celebración de la Cena y la asamblea de los creyentes en el domingo fueron practicadas por la comunidad desde antes de que los evangelios fueran escritos. Por otra parte, San Esteban probablemente atacó el sábado judío (Hechos 6,14) y San Pablo ciertamente argumentó contra los judeocristianos que querían restablecer el culto sabático (véase por ejemplo Gálatas 4,10 y Colosenses 2,16).
· La Iglesia sostiene que el origen de la celebración del domingo es específicamente cristiano: "La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón día del Señor o domingo" (Concilio Vaticano II, constitución Sacrosanctum Concilium, n. 106).
En cuanto a su contenido, el domingo es una realidad original, cuyo fundamento no es el sábado judío sino la resurrección de Cristo. El domingo no es la transposición al día siguiente de lo que los judíos celebraban el sábado. La relación entre el sábado y el domingo es análoga a la del Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento: una relación de continuidad y superación al mismo tiempo.
El sábado era la celebración de la Antigua Alianza. Ésta cedió su lugar a la Nueva Alianza. De ahí la sustitución del sábado por el domingo. El cristiano debe adorar a Dios y santificar todos los días y no solamente uno. El sábado simbolizaba el "descanso en Dios", que se obtiene por medio de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte en su Pascua.

En tercer lugar consideraremos la tradición eclesial del domingo.
Desde Pentecostés, día en que la Iglesia se manifestó al mundo, la comunidad de los creyentes nunca ha dejado de reunirse para celebrar el misterio pascual. Desde ese principio hasta el presente existe una continuidad, que como vimos está atestiguada en los escritos del Nuevo Testamento.
En el año 112, Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, escribió una carta al emperador Trajano informándole que los cristianos tenían la costumbre de reunirse antes del alba en un día fijo para cantar himnos a Cristo como si fuera un Dios. Hacia mediados del siglo II, San Justino escribió en su Primera Apología que "en el día llamado del sol los cristianos que habitan en la ciudad y en los campos se reúnen en un mismo lugar"; y da luego una descripción del desarrollo de la celebración eucarística, que es la más antigua que poseemos.
El nexo entre la Pascua de Cristo y el domingo cristiano es un dato importante y constante en toda la tradición eclesial:
· Para Tertuliano el domingo es "el día de la resurrección del Señor".
· Para Eusebio de Cesarea "el domingo es el día de la resurrección salvífica de Cristo". Por eso –agrega- "cada semana, en el domingo del Salvador, nosotros celebramos la fiesta de nuestra pascua".
· San Basilio habla de "el santo domingo, honrado con la resurrección del Señor, primicia de todos los otros días".
· San Jerónimo afirma: "El domingo es el día de la resurrección, el día de los cristianos; es nuestro día".
La nota dominante de la celebración dominical es la alegría. La Didascalia de los Apóstoles llega a declarar que quien ayuna o está triste en domingo comete pecado.
Fundándose en esta tradición, el Concilio Vaticano II afirma que "el domingo es la fiesta primordial, que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles" (Constitución Sacrosanctum Concilium, n. 106) y por tanto es el fundamento y el núcleo de todo el año litúrgico. La celebración del domingo precedió a la celebración anual de la Pascua y a la organización del año litúrgico.

En cuarto y último lugar consideraremos el significado teológico del domingo.
El núcleo de la teología del domingo es su concepto y realidad de pascua semanal. La celebración del domingo permite a los creyentes participar de la resurrección de Cristo y de su alcance salvífico. Eso es lo que convierte al domingo en día sagrado.
El domingo es un signo sacramental y es por lo tanto memoria del pasado, actualización en el presente de un acontecimiento salvífico y anuncio y profecía del futuro. San Agustín habla con frecuencia del domingo como “sacramento de la Pascua”, un signo que, acogido con fe, une a los creyentes con Cristo resucitado e inserta a la Iglesia en la nueva creación inaugurada por la resurrección. La celebración del domingo implica esencialmente tres acciones sacramentales que los fieles realizan para celebrar la pascua del Señor en la Santa Misa: reunión de los creyentes en nombre del Señor, proclamación y escucha de la Palabra de Dios y memorial y acción de gracias en la liturgia eucarística.
El acontecimiento pascual sintetiza todas las maravillas que Dios realizó en la historia de salvación. Santo Tomás de Aquino escribió que: "El sábado, que recordaba la primera creación, se ha cambiado por el domingo, en el que se conmemora la nueva creación iniciada por la resurrección". En el domingo el cristiano toma conciencia de su participación en la vida del Resucitado y se compromete a construir en sí mismo el hombre nuevo y a contribuir a la edificación de un mundo nuevo.
El domingo es ante todo un memorial del Señor. Es el día en que se hace memoria del paso de Jesús de este mundo al Padre, por su pasión, muerte en la cruz, exaltación a la derecha del Padre y don del Espíritu. Por la mediación sacramental, todo hombre puede pasar de la muerte a la vida y vivir una existencia pascual. El domingo es también profecía del futuro porque anuncia y anticipa la vuelta gloriosa del Resucitado. La comunidad cristiana que participa de la liturgia dominical tiene ya vida eterna, aunque en germen.

Querido amigo, querida amiga:
La vida cristiana es un itinerario que, de domingo en domingo, va hacia la plena comunión con Dios. Por eso el domingo es día de fiesta, día de alegría y liberación del trabajo. El domingo es también día de la Iglesia, día de la asamblea del pueblo que nació de la pascua de Cristo. La palabra de Dios es siempre, directa o indirectamente, un anuncio de la muerte y resurrección de Cristo. Por la oración eucarística y la comunión sacramental la pascua de Jesús se convierte en pascua de la Iglesia. Por eso el domingo sin eucaristía no puede ser plenamente día del Señor y de su Iglesia.

Por la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Reina de los Apóstoles, ruego a Dios todopoderoso y eterno que te conceda participar cada semana, con el alma llena de fe, esperanza y amor, de la celebración semanal de la Resurrección de su Hijo Jesucristo en la Misa dominical y recibirlo en la santa comunión.
Dando fin al programa Nº 37 de “Verdades de Fe”, me despido de ustedes hasta la semana próxima. Que Dios los bendiga día tras día.

Daniel Iglesias Grèzes
28 de noviembre de 2006.

Programa Nº 36: El Espíritu Santo

Muy buenas noches. Les habla Daniel Iglesias. Les doy la bienvenida al programa Nº 36 de “Verdades de Fe”. Este programa es transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo, Tacuarembó y San José y también a través de Internet. Los invito a enviarme sus comentarios o consultas al teléfono (035) 20535. Estaré dialogando con ustedes durante media hora.
El programa de hoy estará referido al Espíritu Santo.
En la primera parte del programa nos preguntaremos quién es el Espíritu Santo.

En el primer paso de nuestra reflexión veremos que el Espíritu Santo es Dios.
Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, nos ha revelado la verdad acerca de Dios y la verdad acerca del hombre. El Dios revelado por Cristo es uno y trino; uno en naturaleza (un solo Dios) y trino en personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Si bien el misterio de Dios uno y trino está en el centro de la fe cristiana, la doctrina sobre la Santísima Trinidad no fue desarrollada sistemáticamente en el Nuevo Testamento. La Iglesia, con el auxilio del Espíritu Santo, desarrolló a lo largo de los siglos la doctrina trinitaria por medio de una reflexión teológica que explicita los contenidos de la Divina Revelación transmitida en la Sagrada Escritura y la Sagrada Tradición. Con mucha frecuencia el desarrollo dogmático se generó como una respuesta eclesial al peligro mortal representado por las herejías.
Hacia el año 260 el Papa Dionisio, en una carta a Dionisio Alejandrino, condenó las dos herejías trinitarias básicas: el triteísmo, que separa al Padre, el Hijo y el Espíritu Santo considerándolos como tres dioses; y el modalismo o sabelianismo, que confunde al Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, considerándolos como tres modalidades de la única persona divina.
Las herejías trinitarias del siglo IV fueron subordinacionistas: no negaban la unidad de Dios ni la distinción de las tres personas, sino la divinidad del Hijo o del Espíritu Santo, considerándolos como creaturas. La Iglesia condenó estas herejías en los dos primeros Concilios ecuménicos. El Concilio de Nicea (del año 325) definió dogmáticamente la divinidad del Hijo, contra el arrianismo. El Primer Concilio de Constantinopla (del año 381) definió dogmáticamente la divinidad del Espíritu Santo, contra los macedonianos. Este Concilio completó el Credo del Concilio de Nicea, principalmente mediante el agregado de un párrafo referido al Espíritu Santo:
“Creemos... en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre; que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, que habló por los profetas.”
Así se formó el Credo llamado niceno-constantinopolitano.
En el siglo V el Símbolo Quicumque expresó la fe católica en la Santísima Trinidad de un modo espléndido. Citaremos sólo un párrafo de ese símbolo de la fe:
“Y la fe católica es ésta: que veneremos a un solo Dios en trinidad y a la trinidad en unidad, no confundiendo las personas ni separando las sustancias. Porque una es la persona del Padre, otra la del Hijo, otra la del Espíritu Santo; pero la divinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo es una sola, la gloria igual, la majestad coeterna.”

En el segundo paso de nuestra reflexión veremos que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo.
El Credo de Nicea y Constantinopla dice que el Espíritu Santo procede del Padre. A partir del siglo V se produjo un nuevo desarrollo del dogma trinitario, puesto que en los credos de la Iglesia de Occidente (por ejemplo el Símbolo Quicumque, el Primer Concilio de Toledo y la Carta de San León Magno a Toribio) se comenzó a afirmar que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Poco a poco en Occidente se fue agregando al Credo niceno-constantinopolitano la expresión latina Filioque, que quiere decir “y del Hijo”.
Recién en el siglo IX, en el contexto del primer cisma de Oriente, el Patriarca bizantino Focio rechazó esa innovación de los latinos. Así el Filioque pasó a ser el principal tema de controversia teológica entre católicos y ortodoxos.
El Segundo Concilio de Lyon (del año 1274), que procuró restablecer la unión con los griegos, abordó la cuestión y estableció que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como de un solo principio, por una única espiración.
El Concilio de Florencia (de los años 1438 a 1445) volvió a intentar la unión con las Iglesias orientales. Aprobó un decreto de unión con los griegos (la bula Laetentur coeli del Papa Eugenio IV) que reiteró la doctrina del Segundo Concilio de Lyon sobre el Filioque y la explicó de este modo:
“Y puesto que todo cuanto es el Padre, lo ha dado el mismo Padre a su Hijo unigénito (a excepción del ser Padre), este mismo proceder el Espíritu Santo del Hijo, lo recibe el mismo Hijo eternamente del Padre, del cual es también eternamente engendrado.”
En el acto de clausura del “año de la fe” (el 30 de junio de 1968) el Papa Pablo VI pronunció una solemne profesión de fe llamada “Credo del Pueblo de Dios”, en la cual explicitó una vez más la doctrina católica sobre la procesión del Espíritu Santo:
“Creemos en el Espíritu Santo, persona increada, que procede del Padre y del Hijo como Amor sempiterno de ellos.”

En el tercer paso de nuestra reflexión sobre el Espíritu Santo, consideraremos la analogía del ser.
Dios, el misterio absoluto, permanece en último término incomprensible para la razón humana. Sin embargo el hombre puede conocer verdaderamente a Dios por su analogía con los seres creados. La analogía supone a la vez una semejanza y una desemejanza. Pero, como enseñó el Cuarto Concilio de Letrán, siempre debe recordarse que:
“entre el Creador y la creatura no puede señalarse una semejanza, sin ver que la desemejanza es aún mayor.”
Podemos comprender algo más acerca de la persona del Espíritu Santo valiéndonos de sus semejanzas con algunas realidades creadas, pero purificándolas mediante la superación de toda limitación. Por eso la Sagrada Escritura emplea varios símbolos que pueden ayudarnos a conocer al Espíritu Santo: el agua, la unción, el sello, el fuego, la nube, la luz, la mano, el dedo y la paloma.

En el cuarto paso de nuestra reflexión sobre el Espíritu Santo, consideraremos la analogía de la fe.
Según la doctrina cristiana, Dios no es un ser solitario, sino una comunión de tres personas divinas tan íntimamente unidas entre sí que son un solo Ser divino. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo viven eternamente un dinamismo de amor infinito en sus relaciones mutuas (que la teología llama “perijóresis”). El Padre engendra eternamente al Hijo de su misma substancia divina; el Espíritu Santo procede eternamente del Padre por el Hijo.
Teniendo esto presente, podemos emplear diversas analogías para aproximarnos al misterio trinitario. Quizás el esfuerzo más audaz en este sentido fue el realizado por San Agustín en su obra De Trinitate, en la cual el gran teólogo analizó numerosas analogías de la Trinidad. De entre ellas se destacan las siguientes dos:
· La analogía intrasubjetiva compara la Trinidad con la persona humana, en la cual se pueden distinguir tres realidades (mente, inteligencia y voluntad) unidas en la única persona. Aquí la mente representa al Padre, la inteligencia al Hijo y la voluntad al Espíritu Santo.
· La analogía intersubjetiva compara la Trinidad con la comunidad humana fundada en el amor. En este caso pueden distinguirse tres realidades (el amante, el amado y el amor) unidas en la misma relación. Aquí el amante representa al Padre, el amado al Hijo y el amor al Espíritu Santo.
Estas dos analogías presentan una importante coincidencia en la representación del Espíritu Santo como voluntad y como amor. El Decimoprimer Concilio de Toledo, desarrollando esa noción, afirmó que el Espíritu Santo, Espíritu del Padre y del Hijo, es la caridad o santidad de ambos.

Ahora haremos unos minutos de pausa para escuchar música.
INTERVALO MUSICAL

Continuamos el programa Nº 36 de “Verdades de Fe”. Este programa es transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo, Tacuarembó y San José. Saludo a todos los oyentes y los invito a llamar al teléfono (035) 20535 para plantear sus comentarios o consultas sobre los temas tratados en “Verdades de Fe”.
Nuestro programa de hoy está dedicado al Espíritu Santo. En la primera parte del programa nos preguntamos quién es el Espíritu Santo. En esta segunda parte analizaremos el texto evangélico en el cual Jesús resucitado da el Espíritu Santo a sus discípulos:
“Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz con vosotros.” Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: “La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío.” Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.”” (Juan 20,19-23).

Esta primera aparición de Cristo resucitado a los discípulos puede ser dividida en dos partes: un estadio de reconocimiento y un estadio de misión. Jesús motiva el reconocimiento de los discípulos presentándose en medio de ellos y mostrando las manos y el costado. Recordemos que el Evangelio de Juan es el único que relata la herida del costado. Los discípulos pasan del encierro por miedo a los judíos a la alegría de haber visto al Señor. El centro del estadio de reconocimiento es ocupado por el saludo de paz.
La importancia del don de la paz es realzada mediante su reiteración. El tema de la paz se amplía con el tema del envío. Aquí se presenta un paralelismo entre el Padre que envía al Hijo y el Hijo que envía a sus discípulos. El puesto central del estadio de misión es ocupado por el don del Espíritu Santo, simbolizado por el soplo de Jesús sobre los discípulos. El significado de este gesto es explicado por las palabras de Jesús que lo siguen. Por otra parte, los dones del Espíritu Santo y del ministerio de la reconciliación se relacionan con el don de la paz y el envío misionero.
Las palabras finales de Jesús contraponen el perdón y la retención de los pecados y presentan un paralelismo entre el perdón o la retención de los pecados por parte de los discípulos y el perdón o la retención de los pecados por parte de Dios.
A continuación profundizaremos en algunos de los temas principales planteados por este texto.

En primer lugar, consideraremos el don de la paz.
En Juan 20,19-29 Jesús resucitado dirige tres veces a sus discípulos el saludo de paz. En la cultura judía la palabra “paz” (en hebreo, “shalom”) significaba la integridad del cuerpo, la liberación aportada por el Mesías y la felicidad perfecta. El triple saludo de paz de Jesús resucitado a los discípulos no es mera cortesía, sino un signo eficaz mediante el cual Jesús reitera el don de su paz, otorgado ya a los discípulos en la Última Cena. Jesús posee la paz y la comunica como un regalo suyo. La paz de Cristo es distinta de la que da el mundo; excluye la turbación y el miedo y va ligada a la esperanza de un encuentro definitivo con Cristo. El encuentro con Jesús resucitado hace pasar a los discípulos del miedo a la alegría, parte integrante de la paz de Cristo.

En segundo lugar, consideraremos el don del Espíritu Santo.
En los dos momentos de su glorificación (muerte y resurrección), Jesús entregó su Espíritu, cumpliendo la Promesa de la Última Cena. El Evangelio de Juan, al unir el misterio de Pentecostés con el día de la Pascua, subraya la relación de la misión de la Iglesia con la resurrección de Cristo. El Espíritu Santo Consolador da a los discípulos la paz, la alegría y la fuerza para realizar la misión que Jesús les encomienda. El Espíritu Santo, enviado por el Padre en nombre del Hijo, recuerda a los discípulos las palabras de Jesucristo, Palabra del Padre y luz verdadera, está siempre con ellos y mora en ellos, en unión con el Padre y el Hijo.

En tercer lugar, consideraremos el envío misionero.
El encuentro con Jesús resucitado conlleva una misión. Jesús, el enviado del Padre, envía a sus discípulos a dar testimonio de Él. A fin de fortalecerlos para esta misión, les comunica el Espíritu Santo. El Espíritu capacita a los discípulos para hacer lo mismo que hace Jesús. Como Jesús es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, la misión de los discípulos incluye el ministerio del perdón de los pecados. La reconciliación con Dios y con los hermanos es necesaria para alcanzar la paz y la alegría que los discípulos han recibido en su encuentro con el Resucitado. La misión de los discípulos manifiesta que la resurrección de Jesús es para todos los hombres una fuente inagotable de alegría y paz. Los discípulos obedecieron inmediatamente el mandato misionero, anunciando al Apóstol Tomás la resurrección de Jesús.

En cuarto lugar, consideraremos el día del Señor.
La resurrección de Cristo ocurre en “el primer día de la semana” (Juan 20,1). Por ello “el primer día de la semana” se transformará (según Apocalipsis 1,10) en “el día del Señor”, el domingo cristiano. En Juan 20,19-29, las dos apariciones de Jesús resucitado tienen lugar en “el día del Señor”:
· La primera aparición se produce “al atardecer de aquel día, el primero de la semana” (Juan 20,19), es decir el mismo día de la resurrección de Cristo.
· La segunda aparición se produce ocurre “ocho días después” (Juan 20,26). Según el modo hebreo de contar los días, este acontecimiento ocurre también “el primer día de la semana”, una semana después de la primera aparición.
Este detalle no es una mera casualidad. El Evangelio de Juan destaca así la importancia de la celebración eucarística del domingo como lugar de encuentro de los cristianos con Jesús resucitado. Cabe recordar que los primeros cristianos celebraban la eucaristía sólo los domingos.

En quinto lugar, consideraremos a Jesús como modelo de los discípulos y a los primeros discípulos de Jesús como modelos de todos los creyentes futuros.
Como el Padre me envió, también yo os envío” (Juan 20,21). Jesús, el enviado del Padre, es el modelo de los discípulos enviados por Jesús. El Evangelio nos invita a ser enviados de Jesucristo, testigos de su resurrección. Para ser un enviado de Jesucristo, el discípulo debe recibir el Espíritu Santo, el cual lo capacita para vivir en la paz de Cristo y para amar y perdonar como Jesús ama y perdona.
Jesucristo resucitado declara al Apóstol Tomás: “Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído.” (Juan 20,29). Los primeros discípulos de Jesucristo lo han visto resucitado y han creído en Él. Así han pasado a ser los primeros testigos de la resurrección de Cristo. La citada declaración de Jesús anuncia un futuro en el cual, por medio del testimonio de estos primeros discípulos, muchas otras personas llegarán a encontrarse con Él por la fe, sin haberlo visto. Por ello lo que Jesús dijo a Tomás lo dice también a cada lector del Evangelio: “No seas incrédulo sino creyente” (Juan 20,27). El autor del Evangelio de Juan nos hace una invitación a la fe en Jesucristo, que conduce a la felicidad perfecta de la vida eterna. Podemos afirmar que la invitación a la fe en Jesucristo, el Hijo de Dios, es la intención principal de todo el Evangelio.

Querido amigo, querida amiga:
La meditación sobre un texto del Evangelio de Juan nos ha ayudado a descubrir las siguientes verdades cristianas fundamentales:
· Jesús resucitado da a sus discípulos su paz y el Espíritu Santo.
· El encuentro con Jesús resucitado requiere un acto de fe en Él.
· Jesús, el Hijo enviado por el Padre, envía a sus discípulos a dar testimonio de su resurrección ante el mundo, con la fuerza del Espíritu Santo.
· La celebración eucarística dominical es una ocasión privilegiada para el encuentro con Jesús resucitado.
· El lector del Evangelio es invitado a cumplir la misión encomendada por Jesucristo resucitado, del mismo modo que Él ha cumplido la misión que Dios Padre le encomendó.

Por la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Madre del Redentor, ruego a Dios todopoderoso y eterno que te conceda asumir ante Jesucristo, el Hijo de Dios, una actitud creyente que te haga bienaventurado.
Dando fin al programa Nº 36 de “Verdades de Fe”, me despido de ustedes hasta la semana próxima. Que Dios los bendiga día tras día.

Daniel Iglesias Grèzes
21 de noviembre de 2006.

Programa Nº 35: Creo en Dios

Muy buenas noches. Les habla Daniel Iglesias. Les doy la bienvenida al programa Nº 35 de “Verdades de Fe”. Este programa es transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo, Tacuarembó y San José y también a través de Internet. Los invito a enviarme sus comentarios o consultas al teléfono (035) 20535. Estaré dialogando con ustedes durante media hora.
El programa de hoy estará referido a la fe en Dios. El Símbolo de los Apóstoles, antiquísima profesión de fe, comienza con estas palabras: “Creo en Dios”. A continuación leeremos lo que nos dice sobre este tema el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, números del 36 al 43:

“¿Por qué la profesión de fe comienza con «Creo en Dios»?
La profesión de fe comienza con la afirmación «Creo en Dios» porque es la más importante: la fuente de todas las demás verdades sobre el hombre y sobre el mundo y de toda la vida del que cree en Dios.
¿Por qué profesamos un solo Dios?
Profesamos un solo Dios porque Él se ha revelado al pueblo de Israel como el Único, cuando dice: «escucha Israel, el Señor nuestro Dios es el Único Señor», «no existe ningún otro». Jesús mismo lo ha confirmado: Dios «es el único Señor». Profesar que Jesús y el Espíritu Santo son también Dios y Señor no introduce división alguna en el Dios Único.
¿Con qué nombre se revela Dios?
Dios se revela a Moisés como el Dios vivo: «Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob». Al mismo Moisés Dios le revela su Nombre misterioso: «Yo soy el que soy (YHWH)». El nombre inefable de Dios, ya en los tiempos del Antiguo Testamento, fue sustituido por la palabra Señor. De este modo en el Nuevo Testamento, Jesús, llamado el Señor, aparece como verdadero Dios.
¿Sólo Dios «es»?
Mientras las criaturas han recibido de Él todo su ser y su poseer, sólo Dios es en sí mismo la plenitud del ser y de toda perfección. Él es «el que es», sin origen y sin fin. Jesús revela que también Él lleva el Nombre divino, «Yo soy».
¿Por qué es importante la revelación del nombre de Dios?
Al revelar su Nombre, Dios da a conocer las riquezas contenidas en su misterio inefable: sólo Él es, desde siempre y por siempre, el que transciende el mundo y la historia. Él es quien ha hecho cielo y tierra. Él es el Dios fiel, siempre cercano a su pueblo para salvarlo. Él es el Santo por excelencia, «rico en misericordia», siempre dispuesto al perdón. Dios es el Ser espiritual, trascendente, omnipotente, eterno, personal y perfecto. Él es la verdad y el amor.
¿En qué sentido Dios es la verdad?
Dios es la Verdad misma y como tal ni se engaña ni puede engañar. «Dios es luz, en Él no hay tiniebla alguna». El Hijo eterno de Dios, sabiduría encarnada, ha sido enviado al mundo «para dar testimonio de la Verdad».
¿De qué modo Dios revela que Él es amor?
Dios se revela a Israel como Aquel que tiene un amor más fuerte que el de un padre o una madre por sus hijos o el de un esposo por su esposa. Dios en sí mismo «es amor», que se da completa y gratuitamente; que «tanto amó al mundo que dio a su Hijo único para que el mundo se salve por él». Al mandar a su Hijo y al Espíritu Santo, Dios revela que Él mismo es eterna comunicación de amor.
¿Qué consecuencias tiene creer en un solo Dios?
Creer en Dios, el Único, comporta: conocer su grandeza y majestad; vivir en acción de gracias; confiar siempre en Él, incluso en la adversidad; reconocer la unidad y la verdadera dignidad de todos los hombres, creados a imagen de Dios; usar rectamente de las cosas creadas por Él.”

A continuación haremos una breve reflexión sobre la naturaleza de Dios.
El primer artículo del Credo apostólico comienza con estas palabras: "Creo en Dios". Sería bueno que nos preguntáramos si conocemos a Dios, en quien creemos. A pesar del secularismo, en nuestra sociedad continúa hablándose bastante acerca de Dios; pero a menudo se da de Él una imagen falsa o distorsionada.
Aunque el misterio de Dios supera la razón humana, ésta, si procede rectamente, puede conocer no sólo la existencia de Dios sino también algunos de sus atributos. La fe en la revelación divina confirma estos conocimientos naturales y permite ahondarlos en muchos puntos que superan a la sola razón. Así, por la fe y la razón, podemos conocer muchas propiedades de la naturaleza divina: Dios es infinito, inmenso, inmutable, incomprensible, todopoderoso, eterno, etc.
Es razonable pensar que no todos los atributos divinos tienen igual jerarquía y que entre ellos hay uno o algunos que expresan más perfectamente la esencia divina. Esta cuestión es más importante de lo que aparenta a primera vista: si pensamos que Dios es ante todo omnipotente, la idea que nos haremos de Él será muy diferente que si pensamos que es sobre todo omnisciente.
Habiéndose planteado esta pregunta, la teología escolástica respondió con claridad que Dios es el Ser, el Ser absoluto y necesario, el mismo Ser subsistente. Esta respuesta encuentra apoyo en Éxodo 3,14: desde una zarza que ardía sin consumirse, Dios reveló su nombre a Moisés: "Yo soy el que es". Este misterioso nombre divino expresa la trascendencia de Dios, que está infinitamente por encima de todo lo que podemos comprender o nombrar. No obstante, este "Dios escondido", de nombre inefable, es un Dios que está muy cerca de los hombres.
El Catecismo de la Iglesia Católica, después de reproducir esta afirmación de la teología clásica, agrega una doble afirmación de fuerte raigambre bíblica: Dios, "el que es", es Verdad y Amor.
Dios es la Verdad misma, sus palabras no pueden engañar; por eso sus promesas se cumplen siempre. El hombre se puede entregar con toda confianza a la verdad y la fidelidad de la palabra de Dios en todas las cosas. Esta Verdad se manifiesta en la revelación natural de la creación y sobre todo en la revelación sobrenatural cuya plenitud es la persona de Cristo.
Sin embargo, a partir del Nuevo Testamento podemos asegurar que hay un atributo divino más importante aún que el Ser y la Verdad. Cuando San Juan tiene que expresar en una sola palabra qué es Dios, nos dice que "Dios es Amor" (1 Juan 4,8.16). El ser mismo de Dios es una eterna comunicación de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El misterio de Dios es un misterio de amor, de amor infinito y eterno.
De forma totalmente gratuita, Dios nos ha destinado a participar de su vida íntima. Si queremos vivir en comunión con Dios, que es Amor, debemos vivir en el Amor. He aquí el núcleo de la vida cristiana: Amar a Dios y a los hombres, con el mismo amor de Cristo.

Ahora haremos unos minutos de pausa para escuchar música.

INTERVALO MUSICAL

Continuamos el programa Nº 35 de “Verdades de Fe”. Este programa es transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo, Tacuarembó y San José. Saludo a todos los oyentes y los invito a llamar al teléfono (035) 20535 para plantear sus comentarios o consultas sobre los temas tratados en “Verdades de Fe”.
Nuestro programa de hoy está dedicado a la fe en el único Dios verdadero.

A continuación, para intentar ahondar nuestro conocimiento de Dios, nos preguntaremos cómo es posible que Dios sea a la vez necesario y omnipotente.
Hay quienes objetan lo siguiente:
Dios no puede ser necesario y omnipotente. Para convencerse de esto basta con preguntarse si Dios puede aniquilarse a Sí mismo. Si puede hacerlo, entonces Dios puede no ser y por lo tanto no es un Ser necesario; si no puede hacerlo, entonces hay algo que Dios no puede hacer y por lo tanto no es un Ser omnipotente.

Presentaremos ahora la respuesta de la filosofía cristiana a esa objeción.
Con respecto a cualquier ente X podemos plantear las siguientes tres preguntas:
1. La pregunta acerca de su existencia: ¿X es o no es?
2. La pregunta acerca de su posibilidad: ¿X puede ser o no puede ser?
3. La pregunta acerca de su contingencia: ¿X puede no ser o no puede no ser?
Es fácil ver que cualquier ente puede ser clasificado en principio en una de las siguientes cuatro categorías (que luego reduciremos a tres):
1. Los entes que son y pueden no ser (o sea, los entes contingentes).
2. Los entes que son y no pueden no ser (o sea, los entes necesarios).
3. Los entes que no son y pueden ser (o sea, los entes posibles en sentido estricto).
4. Los entes que no son y no pueden ser (o sea, los entes imposibles).
Nótese que, con respecto a los entes que son (contingentes o necesarios), la pregunta acerca de su posibilidad no aporta nada nuevo. Si un ente es, entonces puede ser. Análogamente, con respecto a los entes que no son (posibles o imposibles), la pregunta acerca de su contingencia no aporta nada nuevo. Si un ente no es, entonces puede no ser.
Nótese además que podemos simplificar las definiciones de los entes necesarios y de los entes imposibles: si un ente no puede no ser, entonces es; si un ente no puede ser, entonces no es. Por lo tanto los entes necesarios son aquellos que no pueden no ser y los entes imposibles son aquellos que no pueden ser.
Por consiguiente, los entes que pueden ser (entes posibles en sentido amplio) se dividen en entes que son (entes existentes) y entes que pueden ser y no son (entes posibles en sentido estricto). Los entes existentes se dividen a su vez en entes contingentes y entes necesarios.
La filosofía tomista, que sigue las huellas del lúcido y fecundo pensamiento de Santo Tomás de Aquino, demuestra que existe un único ente necesario (Dios) y que todos los demás entes existentes son contingentes y creados por Dios.
Un ente puede ser si su esencia no implica contradicción. Los centauros y los unicornios son entes posibles (en sentido estricto) porque no existen, pero pueden existir, porque sus respectivas esencias no implican contradicción alguna. Por lo tanto podrían existir en el futuro si Dios quisiere crearlos o podrían haber existido en el pasado si Dios hubiese querido crearlos.
Un ente no puede ser si su esencia implica contradicción. Un círculo cuadrado es un ente imposible porque no existe ni puede existir, dado que su misma esencia implica una contradicción y que el principio de no-contradicción rige en cualquier mundo posible. Otro ejemplo de ente imposible es una posición del juego de ajedrez en la cual falte uno de los dos reyes. Una posición de este tipo es imposible porque contradice las reglas del ajedrez; si se da, entonces no se trata de ajedrez sino de algún otro juego.
En realidad los "entes imposibles" ni siquiera son entes, porque no son ni pueden ser. Son ideas absurdas, propiamente inconcebibles; es decir, son "nada".
Después de este breve análisis ontológico, estamos en condiciones de refutar la objeción planteada al principio. Dios no puede aniquilarse a Sí mismo, porque es el Ser necesario. Sin embargo, esto no implica que Dios no sea omnipotente, porque no hay "algo" que Dios no pueda hacer. La absurda idea de la auto-aniquilación de Dios no es "algo", sino que es "nada". Dios no puede hacer que algo que no puede ser sea, porque entonces ese "algo" podría ser y a la vez y en el mismo sentido no podría ser, lo cual es contradictorio. Dios puede crear cualquier ente posible de la nada, pero no puede hacer que la nada sea, porque la nada no es. Si la nada fuera, no sería "nada" sino "algo", es decir, no sería lo que es, lo cual es absurdo.
La omnipotencia de Dios abarca todo el ámbito de lo posible en sentido amplio (lo que puede ser) y excluye sólo el ámbito de lo imposible (lo que no puede ser porque es en sí mismo contradictorio). Esta exclusión, como es obvio, no limita en modo alguno dicha omnipotencia, porque lo que queda excluido equivale a la nada.

A continuación plantearemos una reflexión sobre la razón humana y el misterio de Dios.
Se dice que Santo Tomás de Aquino, el mayor teológo y filósofo medieval, tuvo hacia el final de su vida, mientras celebraba Misa, una experiencia mística que lo indujo a dejar inconclusa su obra magna, la "Suma Teológica". Su amigo fray Reginaldo le rogó que volviese a sus costumbres ordinarias de leer y escribir, pero Tomás le respondió: "No puedo escribir más. He visto cosas ante las cuales mis escritos son como paja". Volvió a la sencillez extrema de su vida monástica (era dominico, es decir: pertenecía a la orden mendicante fundada en 1215 por Santo Domingo de Guzmán) y sólo dejó su retiro por obediencia al Papa, quien requirió su presencia en el Concilio II de Lyon (en el año 1274). Se puso en camino hacia Lyon, pero poco después de comenzar el viaje enfermó y fue conducido a un monasterio. Allí pidió que le fuese leído todo el canto de Salomón, confesó sus pecados y murió. El confesor dijo que su confesión había sido como la de un niño de cinco años.
Santo Tomás tuvo la inteligencia más brillante de su época, pero sin embargo reconoció con humildad que la profundidad del misterio de Dios rebasa los límites del entendimiento humano. Todo ser humano debe usar el don divino de la razón para tratar de conocer la verdad. Más aún, el cristiano debe estar siempre dispuesto a dar razón de su esperanza a todo el que se la pida (como dice la Escritura en 1 Pedro 3,15); pero, al decir de Blaise Pascal, "el último paso de la razón es reconocer que hay una infinidad de cosas que la sobrepasan". Dios es siempre el Incomprensible y el Inefable. No obstante, este reconocimiento no anula el resultado de nuestros esfuerzos para penetrar en los misterios de la autorrevelación de Dios en su Hijo Jesucristo. Sólo al final de su monumental obra teológica Santo Tomás dio ese último paso que completó su trayectoria.
Siguiendo el ejemplo de Tomás, debemos evitar dos errores contrarios:
1. El error del racionalismo, o sea pensar que la razón humana es autosuficiente para conocer plenamente a Dios y a todas las cosas, sin el concurso de la fe.
2. El error del fideísmo, o sea pensar que la razón humana es absolutamente impotente para conocer a Dios y que la fe cristiana no encuentra ningún apoyo en la razón.
Jesucristo nos revela el misterio de Dios. Sin embargo, debido a la finitud de la razón humana, no podemos comprender plenamente ese misterio. Como escribe San Pablo en 1 Corintios 13, ahora conocemos a Dios en forma imperfecta, pero en la vida eterna lo veremos cara a cara; la fe y la esperanza ya no serán necesarias, pero el amor subsistirá por siempre. La Iglesia, mientras anhela la pronta venida del Reino de Dios y continúa en la tierra la misión del Redentor, no cesa de contemplar y estudiar los misterios divinos que conoce por la revelación. El estudio teológico, apoyado en la Sagrada Escritura y en la Tradición viva de la Iglesia, permite comprender cada vez más profundamente, a la luz de la fe, la verdad revelada en Cristo y por Cristo. Conviene pues que los cristianos lean, mediten y estudien asiduamente los Libros Sagrados, para que adquieran la ciencia suprema de Jesucristo, pues desconocer la Escritura es desconocer a Cristo.

Querido amigo, querida amiga:
La fe en Dios del cristiano no está basada en experiencias sensibles extraordinarias ni es un mero sentimiento religioso. La fe cristiana en Dios tiene un fundamento racional (los "preámbulos de la fe", que pueden ser demostrados racionalmente), pero en sí misma es suprarracional, un modo de conocimiento que supera el alcance de la razón y al cual sólo se puede acceder mediante una "conversión", una reorientación total de la propia vida hacia Dios. Esta conversión es entre otras cosas un "cambio en el pensamiento" (sentido sugerido por la palabra griega "metanoia", empleada en el Nuevo Testamento para designar la conversión). La conversión tiene también una dimensión moral: es una decisión de entregar la propia confianza y el propio ser a Dios, revelado en su Palabra hecha carne, Jesucristo.
Pascal escribió que "el corazón tiene sus razones que la razón no conoce". Una persona que decide amar a otra puede relacionarse con ella de tal modo que la capacita para conocerla mucho más profundamente que antes. Es cierto que nadie ama lo que no conoce; pero también es cierto que, en cierto modo, nadie conoce lo que no ama. Esto, que ocurre siempre, aunque en distintos grados, se da eminentemente en el caso de la relación del hombre con Dios. La fe no es un mero conocimiento, al que se puede acceder sin comprometer la propia vida. Involucra la decisión de arrojarse confiadamente en los brazos de Dios, de dejarse transformar por su gracia, de amarlo de todo corazón. En vano procurará conocer el misterio de Dios quien no esté dispuesto a responder de esta forma al llamado de Dios. Por eso, es posible acumular mucha erudición y tener muy poca sabiduría. Y a la inversa, una persona puede ser inculta a los ojos del mundo y ser muy sabia a los ojos de Dios.
Por la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Madre del Redentor del hombre, ruego a Dios todopoderoso y eterno que, por medio de su Hijo Jesucristo, Camino, Verdad y Vida, nos conceda crecer cada día en el conocimiento del único Dios verdadero, de quien procede toda verdad, bondad y belleza; y que este conocimiento nos impulse a amarlo cada vez más y a unirnos a Él para siempre.
Dando fin al programa Nº 35 de “Verdades de Fe”, me despido de ustedes hasta la semana próxima. Que Dios los bendiga día tras día.

Daniel Iglesias Grèzes
14 de noviembre de 2006.

Vea mis estadí­sticas
Búsqueda personalizada