02 octubre 2006

Programa Nº 34: Las uniones de hecho

Muy buenas noches. Les habla Daniel Iglesias. Les doy la bienvenida al programa Nº 34 de “Verdades de Fe”. Este programa es transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo, Tacuarembó y San José y también a través de Internet. Los invito a enviarme sus comentarios o consultas al teléfono (035) 20535. Estaré dialogando con ustedes durante media hora.
El programa de hoy estará referido a las uniones de hecho, también llamadas uniones libres o concubinarias. Leeremos parte del documento titulado Familia, matrimonio y “uniones de hecho” del Pontificio Consejo para la Familia, publicado en el año 2000. Concretamente leeremos el Capítulo III, denominado Las uniones de hecho en el conjunto de la sociedad.

Dimensión social y política del problema de la equiparación
Ciertos influjos culturales radicales (como la ideología del «género»
[…]) tienen como consecuencia el deterioro de la institución familiar. «Aún más preocupante es el ataque directo a la institución familiar que se está desarrollando, tanto en el nivel cultural como en el político, legislativo y administrativo… Es clara la tendencia a equiparar a la familia otras formas de convivencia bien diversas, prescindiendo de fundamentales consideraciones de orden ético y antropológico». Es prioritaria, por tanto, la definición de la identidad propia de la familia. A esta identidad pertenece el valor y la exigencia de estabilidad en la relación matrimonial entre hombre y mujer, estabilidad que halla expresión y confirmación en un horizonte de procreación y educación de los hijos, lo que resulta en beneficio del entero tejido social. Dicha estabilidad matrimonial y familiar no está sólo asentada en la buena voluntad de las personas concretas, sino que reviste un carácter institucional de reconocimiento público, por parte del Estado, de la elección de vida conyugal. El reconocimiento, protección y promoción de dicha estabilidad redunda en el interés general, especialmente de los más débiles, es decir, los hijos.
Otro riesgo en la consideración social del problema que nos ocupa es el de la banalización. Algunos afirman que el reconocimiento y equiparación de las uniones de hecho no debería preocupar excesivamente cuando el número de éstas fuera relativamente escaso. Más bien debería concluirse, en este caso, lo contrario, puesto que una consideración cuantitativa del problema debería entonces conducir a poner en duda la conveniencia de plantear el problema de las uniones de hecho como problema de primera magnitud, especialmente allí donde apenas se presta una adecuada atención al grave problema (de presente y de futuro) de la protección del matrimonio y la familia mediante adecuadas políticas familiares, verdaderamente incidentes en la vida social. La exaltación indiferenciada de la libertad de elección de los individuos, sin referencia alguna a un orden de valores de relevancia social, obedece a un planteamiento completamente individualista y privatista del matrimonio y la familia, ciego a su dimensión social objetiva. Hay que tener en cuenta que la procreación es principio «genético» de la sociedad, y que la educación de los hijos es lugar primario de transmisión y cultivo del tejido social, así como núcleo esencial de su configuración estructural.

El reconocimiento y equiparación de las uniones de hecho discrimina al matrimonio
Con el reconocimiento público de las uniones de hecho se establece un marco jurídico asimétrico: mientras la sociedad asume obligaciones respecto a los convivientes de las uniones de hecho, éstos no asumen para con la misma las obligaciones esenciales propias del matrimonio. La equiparación agrava esta situación puesto que privilegia a las uniones de hecho respecto de los matrimonios, al eximir a las primeras de deberes esenciales para con la sociedad. Se acepta de este modo una paradójica disociación que resulta en perjuicio de la institución familiar. Respecto a los recientes intentos legislativos de equiparar familia y uniones de hecho, incluso homosexuales (conviene tener presente que su reconocimiento jurídico es el primer paso hacia la equiparación), es preciso recordar a los parlamentarios su grave responsabilidad de oponerse a ellos, puesto que «los legisladores, y en modo particular los parlamentarios católicos, no podrían cooperar con su voto a esta clase de legislación, que, por ir contra el bien común y la verdad del hombre, sería propiamente inicua». Estas iniciativas legales presentan todas las características de disconformidad con la ley natural que las hacen incompatibles con la dignidad de ley. Tal y como dice San Agustín «La ley que no sea justa no deberá ser vista como ley». Es preciso reconocer un fundamento último del ordenamiento jurídico.
«La vida social y su aparato jurídico exige un fundamento último. Si no existe otra ley más allá de la ley civil, debemos admitir entonces que cualquier valor, incluso aquellos por los cuales los hombres han combatido y considerado como pasos adelante cruciales en la lenta marcha hacia la libertad, pueden ser cancelados por una simple mayoría de votos. Quienes critican la ley natural deben cerrar los ojos ante esta posibilidad, y cuando promueven leyes -en contraste con el bien común en sus exigencias fundamentales- deben tener en cuenta todas las consecuencias de sus propias acciones, porque pueden impulsar a la sociedad en una peligrosa dirección».
No se trata, por tanto, de pretender imponer un determinado «modelo» de comportamiento al conjunto de la sociedad, sino de la exigencia social del reconocimiento, por parte del ordenamiento legal, de la imprescindible aportación de la familia fundada en el matrimonio al bien común. Donde la familia está en crisis, la sociedad vacila.
La familia tiene derecho a ser protegida y promovida por la sociedad, como muchas Constituciones vigentes en Estados de todo el mundo reconocen. Es éste un reconocimiento, en justicia, de la función esencial que la familia fundada en el matrimonio representa para la sociedad. A este derecho originario de la familia corresponde un deber de la sociedad, no sólo moral, sino también civil. El derecho de la familia fundada en el matrimonio a ser protegida y promovida por la sociedad y el Estado debe ser reconocido por las leyes. Se trata de una cuestión que afecta al bien común. Santo Tomás de Aquino, con una nítida argumentación, rechaza la idea de que la ley moral y la ley civil puedan determinarse en oposición: son distintas, pero no opuestas, ambas se distinguen, pero no se disocian, entre ellas no hay univocidad, pero tampoco contradicción. «Toda ley hecha por los hombres tiene razón de ley en tanto que deriva de la ley natural. Si algo, en cambio, se opone a la ley natural, no es entonces ley, sino corrupción de la ley».
Como afirma Juan Pablo II, «Es importante que los que están llamados a guiar el destino de las naciones reconozcan y afirmen la institución matrimonial; en efecto, el matrimonio tiene una condición jurídica específica, que reconoce derechos y deberes por parte de los esposos, de uno con respecto a otro y de ambos en relación con los hijos, y el papel de las familias en la sociedad, cuya perennidad aseguran, es primordial. La familia favorece la socialización de los jóvenes y contribuye a atajar los fenómenos de violencia mediante la transmisión de valores y mediante la experiencia de la fraternidad y de la solidaridad, que permite vivir diariamente. En la búsqueda de soluciones legítimas para la sociedad moderna, no se la puede poner al mismo nivel de simples asociaciones o uniones, y éstas no pueden beneficiarse de los derechos particulares vinculados exclusivamente a la protección del compromiso matrimonial y de la familia, fundada en el matrimonio, como comunidad de vida y amor estable, fruto de la entrega total y fiel de los esposos abierta a la vida».
Cuantos se ocupan de la política deberían ser conscientes de la seriedad del problema. La acción política actual tiende en Occidente, con cierta frecuencia, a privilegiar en general los aspectos pragmáticos y la llamada «política de equilibrios» sobre cosas muy concretas sin entrar en la discusión de los principios que puedan comprometer difíciles y precarios compromisos entre partidos, alianzas o coaliciones. Pero dichos equilibrios ¿no deberían, más bien, estar fundados en base a claridad de los principios, fidelidad a los valores esenciales, nitidez en los postulados fundamentales? «Si no existe ninguna verdad última que guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones pueden ser fácilmente instrumentalizadas con fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo abierto o sutil, como la historia lo demuestra». La función legislativa corresponde a la responsabilidad política; en este sentido, es propio del político velar (no sólo a nivel de principios sino también de aplicaciones) para evitar un deterioro, de graves consecuencias presentes y futuras, de la relación ley moral-ley civil y la defensa del valor educativo-cultural del ordenamiento jurídico. El modo más eficaz de velar por el interés público no consiste en la cesión demagógica a grupos de presión que promueven las uniones de hecho, sino la promoción enérgica y sistemática de políticas familiares orgánicas, que entiendan la familia fundada en el matrimonio como el centro y motor de la política social y que cubran el extenso ámbito de los derechos de la familia.
«La familia es el núcleo central de la sociedad civil. Tiene ciertamente, un papel económico importante, que no puede olvidarse, pues constituye el mayor capital humano, pero su misión engloba muchas otras tareas. Es, sobre todo, una comunidad natural de vida, una comunidad que está fundada sobre el matrimonio y, por ello, presenta una cohesión que supera la de cualquier otra comunidad social».
A este aspecto la Santa Sede ha dedicado espacio en la Carta de los Derechos de la Familia, superando una concepción meramente asistencialista del Estado.

Ahora haremos unos minutos de pausa para escuchar música.

INTERVALO MUSICAL

Continuamos el programa Nº 34 de “Verdades de Fe”. Este programa es transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo, Tacuarembó y San José. Saludo a todos los oyentes y los invito a llamar al teléfono (035) 20535 para plantear sus comentarios o consultas sobre los temas tratados en “Verdades de Fe”.
Nuestro programa de hoy está dedicado a las uniones de hecho.
Proseguiremos la lectura del Capítulo III del documento titulado Familia, matrimonio y “uniones de hecho” del Pontificio Consejo para la Familia, publicado en el año 2000.

Presupuestos antropológicos de la diferencia entre el matrimonio y las "uniones de hecho"
El matrimonio, en consecuencia, se asienta sobre unos presupuestos antropológicos definidos, que lo distinguen de otros tipos de unión y que -superando el mero ámbito del obrar, de lo «fáctico»- lo enraízan en el mismo ser de la persona de la mujer o del varón.
Entre estos presupuestos, se encuentra: la igualdad de mujer y varón, pues «ambos son personas igualmente» (si bien lo son de modo diverso); el carácter complementario de ambos sexos, del que nace la natural inclinación entre ellos, impulsada por la tendencia a la generación de los hijos; la posibilidad de un amor al otro precisamente en cuanto sexualmente diverso y complementario, de modo que «este amor se expresa y perfecciona singularmente con la acción propia del matrimonio»; la posibilidad -por parte de la libertad- de establecer una relación estable y definitiva, es decir, debida en justicia; y, finalmente, la dimensión social de la condición conyugal y familiar, que constituye el primer ámbito de educación y apertura a la sociedad a través de las relaciones de parentesco (que contribuyen a la configuración de la identidad de la persona humana).
Si se acepta la posibilidad de un amor especifico entre varón y mujer, es obvio que tal amor inclina (de por sí) a una intimidad, a una determinada exclusividad, a la generación de la prole y a un proyecto común de vida: cuando se quiere eso, y se quiere de modo que se le otorga al otro la capacidad de exigirlo, se produce la real entrega y aceptación de mujer y varón que constituye la comunión conyugal. Hay una donación y aceptación recíproca de la persona humana en la comunión conyugal. «Por tanto, el amor conyugal no es sólo ni sobre todo sentimiento; por el contrario es esencialmente un compromiso con la otra persona, compromiso que se asume con un acto preciso de voluntad. Exactamente eso califica dicho amor, transformándolo en conyugal. Una vez dado y aceptado el compromiso por medio del consentimiento, el amor se convierte en conyugal, y nunca pierde este carácter». A esto, en la tradición histórica cristiana de occidente, se le llama matrimonio.
Por tanto se trata de un proyecto común estable que nace de la entrega libre y total del amor conyugal fecundo como algo debido en justicia. La dimensión de justicia, puesto que se funda una institución social originaria (y originante de la sociedad), es inherente a la conyugalidad misma: «Son libres de celebrar el matrimonio, después de haberse elegido el uno al otro de modo igualmente libre; pero, en el momento en que realizan este acto, instauran un estado personal en el que el amor se transforma en algo debido, también con valor jurídico». Pueden existir otros modos de vivir la sexualidad -aun contra las tendencias naturales-, otras formas de convivencia en común, otras relaciones de amistad -basadas o no en la diferenciación sexual-, otros medios para traer hijos al mundo. Pero la familia de fundación matrimonial tiene como específico que es la única institución que aúna y reúne todos los elementos citados, de modo originario y simultáneo.
Resulta, en consecuencia, necesario subrayar la gravedad y el carácter insustituible de ciertos principios antropológicos sobre la relación hombre-mujer, que son fundamentales para la convivencia humana y mucho más para la salvaguardia de la dignidad de todas las personas. El núcleo central y el elemento esencial de esos principios es el amor conyugal entre dos personas de igual dignidad, pero distintas y complementarias en su sexualidad. Es el ser del matrimonio como realidad natural y humana el que está en juego, y es el bien de toda la sociedad el que está en discusión. «Como todos saben, hoy no sólo se ponen en tela de juicio las propiedades y finalidades del matrimonio, sino también el valor y la utilidad misma de esta institución. Aun excluyendo generalizaciones indebidas, no es posible ignorar, a este respecto, el fenómeno creciente de las simples uniones de hecho y las insistentes campañas de opinión encaminadas a proporcionar dignidad conyugal a uniones incluso entre personas del mismo sexo».
Se trata de un principio básico: un amor, para que sea amor conyugal verdadero y libre, debe ser transformado en un amor debido en justicia, mediante el acto libre del consentimiento matrimonial. «A la luz de esos principios […] puede establecerse y comprenderse la diferencia esencial que existe entre una mera unión de hecho, aunque se afirme que ha surgido por amor, y el matrimonio, en el que el amor se traduce en un compromiso no sólo moral, sino también rigurosamente jurídico. El vínculo, que se asume recíprocamente, desarrolla desde el principio una eficacia que corrobora el amor del que nace, favoreciendo su duración en beneficio del cónyuge, de la prole y de la misma sociedad».
En efecto, el matrimonio -fundante de la familia- no es una «forma de vivir la sexualidad en pareja»: si fuera simplemente esto, se trataría de una forma más entre las varias posibles.
«El matrimonio determina el cuadro jurídico que favorece la estabilidad de la familia. Permite la renovación de las generaciones. No es un simple contrato o negocio privado, sino que constituye una de las estructuras fundamentales de la sociedad, a la cual mantiene unida en coherencia».
[El matrimonio] Tampoco es simplemente la expresión de un amor sentimental entre dos personas: esta característica se da habitualmente en todo amor de amistad. El matrimonio es más que eso: es una unión entre mujer y varón, precisamente en cuanto tales, y en la totalidad de su ser masculino y femenino. Tal unión sólo puede ser establecida por un acto de voluntad libre de los contrayentes, pero su contenido específico viene determinado por la estructura del ser humano, mujer y varón: recíproca entrega y transmisión de la vida. A este don de sí en toda la dimensión complementaria de mujer y varón con la voluntad de deberse en justicia al otro, se le llama conyugalidad, y los contrayentes se constituyen entonces en cónyuges: «esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por eso tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana».

Mayor gravedad de la equiparación del matrimonio a las relaciones homosexuales
La verdad sobre el amor conyugal permite comprender también las graves consecuencias sociales de la institucionalización de la relación homosexual: «se pone de manifiesto también qué incongruente es la pretensión de atribuir una realidad conyugal a la unión entre personas del mismo sexo. Se opone a esto, ante todo, la imposibilidad objetiva de hacer fructificar el matrimonio mediante la transmisión de la vida, según el proyecto inscrito por Dios en la misma estructura del ser humano. Asimismo, se opone a ello la ausencia de los presupuestos para la complementariedad interpersonal querida por el Creador, tanto en el plano físico-biológico como en el eminentemente psicológico, entre el varón y la mujer...». El matrimonio no puede ser reducido a una condición semejante a la de una relación homosexual; esto es contrario al sentido común.
«No hay equivalencia entre la relación entre dos personas del mismo sexo y aquella formada por un hombre y una mujer. Sólo esta última puede ser calificada de pareja, porque implica la diferencia sexual, la dimensión conyugal, la capacidad de ejercicio de la paternidad y la maternidad. La homosexualidad, es evidente, no puede representar este conjunto simbólico».
En el caso de las relaciones homosexuales que reivindican ser consideradas unión de hecho, las consecuencias morales y jurídicas alcanzan una especial relevancia. «Las 'uniones de hecho' entre homosexuales, además, constituyen una deplorable distorsión de lo que debería ser la comunión de amor y vida entre un hombre y una mujer, en recíproca donación abierta a la vida». Todavía es mucho más grave la pretensión de equiparar tales uniones a «matrimonio legal», como algunas iniciativas recientes promueven. Por si fuera poco, los intentos de posibilitar legalmente la adopción de niños en el contexto de las relaciones homosexuales añaden a todo lo anterior un elemento de gran peligrosidad.
«No puede constituir una verdadera familia el vínculo de dos hombres o de dos mujeres, y mucho menos se puede atribuir a esa unión el derecho de adoptar niños privados de familia». Recordar la trascendencia social de la verdad sobre el amor conyugal y, en consecuencia, el grave error que supondría el reconocimiento o incluso equiparación del matrimonio a las relaciones homosexuales no supone discriminar, en ningún modo, a estas personas. Es el mismo bien común de la sociedad el que exige que las leyes reconozcan, favorezcan y protejan la unión matrimonial como base de la familia, que se vería, de este modo, perjudicada.

Querido amigo, querida amiga:
El pasado 12 de septiembre el Senado uruguayo aprobó un proyecto de ley que otorga reconocimiento y protección legal a las uniones concubinarias con al menos cinco años de convivencia, concediendo a dichas uniones, tanto heterosexuales como homosexuales, derechos y deberes análogos a los del matrimonio. Según el proyecto de ley aprobado, una persona casada podría unirse en concubinato legal con otra persona distinta de su cónyuge, por lo cual se estaría legalizando una especie de bigamia.
El art. 40 de la Constitución Nacional establece lo siguiente: “La familia es la base de nuestra sociedad. El Estado velará por su estabilidad moral y material, para la mejor formación de los hijos dentro de la sociedad”. Es evidente que los constituyentes se refirieron a la familia basada en el matrimonio, unión estable entre un hombre y una mujer. Por consiguiente, no sería constitucional una ley que otorgue derechos propios del matrimonio a parejas que, o bien no quieren casarse o bien no pueden casarse debido a un impedimento legal.

Por la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Capitana y Guía de los Treinta y Tres Orientales, ruego a Dios todopoderoso y eterno que los ciudadanos uruguayos católicos hagamos todo lo humanamente posible para evitar la aprobación de ese proyecto de ley gravemente injusto e inconstitucional.
Dando fin al programa Nº 34 de “Verdades de Fe”, me despido de ustedes hasta la semana próxima. Que Dios los bendiga día tras día.

Daniel Iglesias Grèzes
7 de noviembre de 2006.

Programa Nº 33: La Iglesia

Muy buenas noches. Les habla Daniel Iglesias. Les doy la bienvenida al programa Nº 33 de “Verdades de Fe”. Este programa es transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo, Tacuarembó y San José y también a través de Internet. Los invito a enviarme sus comentarios o consultas al teléfono (035) 20535 o al mail info.ury@radiomaria.org. Estaré dialogando con ustedes durante media hora.
El programa de hoy estará referido al misterio de la Iglesia y a su presencia y su acción en la historia de los hombres.

En primer lugar veremos que la Iglesia católica es necesaria para la salvación.
La fe cristiana no es solamente fe en Dios y en Jesucristo; es también fe en la Iglesia católica. Cada vez que rezamos el Credo de Nicea y Constantinopla pronunciamos la siguiente profesión de fe:
“Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.”
El Dios que se nos reveló y nos salvó en Jesucristo no quiere que lo adoremos en forma individualista sino en comunidad, en asamblea. La palabra "iglesia" proviene de una palabra griega que significa literalmente "asamblea".
La constitución dogmática Lumen Gentium del Concilio Vaticano II nos enseña que la Iglesia peregrina es necesaria para la salvación, porque sólo ella es el Cuerpo de Cristo, único Salvador. Así como el Padre envió a su Hijo Jesucristo para la salvación de todos los hombres, Cristo fundó y envió a la Iglesia, con la fuerza del Espíritu Santo, para continuar su misión de salvación. La Iglesia de Cristo y de los Apóstoles es la misma Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él.

En segundo lugar, tomando como guía los números del 1 al 8 de la constitución dogmática Lumen Gentium del Concilio Vaticano II, presentaremos una breve reflexión sobre la naturaleza de la Iglesia.
Nos planteamos entonces esta pregunta: ¿Qué es la Iglesia?
La Iglesia es un "misterio", es decir una realidad divina, trascendente y salvífica que se manifiesta visiblemente. De ahí que no la podamos comprender plenamente; no obstante podemos conocerla en alguna medida por medio de la razón elevada por la fe.
La palabra griega equivalente a "misterio" fue traducida al latín como "sacramentum". Por eso, a fin de explicar cuál es la naturaleza de la Iglesia, es conveniente recordar antes qué es un sacramento. Un sacramento es un signo eficaz (es decir, un signo e instrumento) de la gracia de Dios. Por ser un signo de la gracia (o sea, del amor gratuito de Dios), el sacramento manifiesta visiblemente una realidad invisible y trascendente. Por ser un signo eficaz, el sacramento realiza lo que significa, hace presente, viva y operante la gracia de Dios en el mundo. Por medio del sacramento, Dios mismo se autocomunica al hombre. El Dios vivo nos da su propia vida, que es la vida del espíritu, la vida eterna.
Después de haber explicado brevemente qué es un sacramento, podemos decir ahora que la Iglesia es el sacramento de Cristo, quien a su vez es el sacramento de Dios.
Consideremos más detenidamente estas dos afirmaciones:
Por una parte, Cristo es el sacramento de Dios. Él es la imagen visible de Dios invisible, la manifestación plena del amor del Padre. "En Él habita corporalmente la Plenitud de la Divinidad" (Colosenses 2, 9).
Por otra parte, la Iglesia es el sacramento de Cristo. Ella es el Cuerpo Místico de Cristo resucitado, formado por todas las personas que han recibido el Espíritu Santo que Él les comunicó. La Cabeza de este Cuerpo es Cristo, quien ama a la Iglesia como a su Esposa y se entrega a ella enteramente.
Cristo instituyó a su Iglesia en la tierra como una sociedad visible, provista de órganos jerárquicos, y la enriqueció con los bienes celestiales. Ella es la dispensadora de su gracia, la presencia social del amor de Dios en medio de los hombres. La claridad de Cristo, luz de los pueblos, resplandece sobre la faz de la Iglesia. Ella es en Cristo como un sacramento, o sea un signo e instrumento de la unión íntima de los hombres con Dios y de la unidad de todo el género humano. La Iglesia es el sacramento primordial, del cual los siete sacramentos son otras tantas expresiones privilegiadas. Su alma es el Espíritu Santo, que une en el Cuerpo de Cristo a quienes compartimos una misma fe y queremos vivir en una misma comunión de amor con Dios.
La Iglesia no es una institución meramente humana, como todas las demás. Es una institución divina y humana, que en cierto sentido guarda una analogía con la Encarnación del Hijo de Dios. Así como la única persona de Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre, sin confusión ni separación de las dos naturalezas, la única Iglesia es verdaderamente obra de Dios y obra de los hombres. Por eso la realidad de la Iglesia-Misterio va mucho más allá de lo que podemos ver de ella.

En tercer lugar, veremos que la Iglesia es una realidad eterna.
Hoy en día muchos cristianos piensan que la Iglesia es algo secundario y transitorio. Lo importante sería el Reino de Dios; la Iglesia sería válida sólo en la medida en que sirviera al crecimiento del Reino, la única realidad que permanecería por siempre. Esta visión no es correcta, puesto que no es posible separar Iglesia y Reino de Dios, como si la Iglesia fuera un mero instrumento del Reino, comparable a otros. El Concilio Vaticano II, en cambio, en cierto modo identifica a la Iglesia con el Reino de Cristo:
"Cristo... inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio y con su obediencia realizó la redención. La Iglesia o reino de Cristo, presente actualmente en misterio, por el poder de Dios crece visiblemente en el mundo" (Constitución dogmática Lumen Gentium, n. 3).
Podemos afirmar que la Iglesia terrestre es el Reino de Dios en germen y la Iglesia celestial es el Reino de Dios consumado.
Muchos cristianos no perciben la íntima conexión entre Iglesia y Reino de Dios porque han perdido de vista la esencial dimensión sacramental o mistérica de la Iglesia y han caído en una visión secularista de la Iglesia como simple organización humana. Para superar la actual crisis de fe, los cristianos necesitan volver a captar el misterio de la Iglesia, en su perenne belleza.

A continuación haremos una breve reflexión sobre el problema del pecado en la Iglesia.
Como dijimos antes, al rezar el Credo profesamos nuestra fe en la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Por lo tanto la Iglesia católica, la única Iglesia fundada por Cristo y confiada por Él al cuidado de los Apóstoles, es verdaderamente santa. Sin embargo es evidente que también existe el pecado en la Iglesia. Éste es el problema que ahora analizaremos.

En primer lugar, es necesario reconocer que la existencia del pecado en la Iglesia no contradice la doctrina católica sino que la confirma. Los cristianos creemos que Jesús murió en la cruz "por nuestra causa", "por nuestros pecados"; también creemos que la Iglesia es a la vez santa y necesitada de purificación.
Es necesario realizar las siguientes distinciones:
• Sólo Dios uno y trino es absolutamente santo.
El Espíritu Santo, alma de la Iglesia, santifica a los cristianos. Sin embargo, sólo Dios es santo en un sentido primero y original. Los cristianos son santos en un sentido segundo y derivado.
• La Iglesia celestial ya no está necesitada de purificación.
En el cielo los cristianos participan de la gloria y de la santidad del mismo Dios. Porque Dios así lo ha querido, los santos conocen y aman como Dios conoce y ama.
• En la Iglesia terrestre hay "santos" (cristianos en estado de gracia) y "pecadores" (cristianos en estado de pecado mortal).
En este sentido de la palabra "pecador" (que es su sentido más propio) sólo algunos cristianos son pecadores. Distinguir con certeza plena quiénes son en la Iglesia los santos y quiénes los pecadores supera la capacidad del hombre. Esto es una prerrogativa de Dios, quien juzgará a cada uno al final de su vida mortal, en función de su fe y sus obras.
• En la vida de cada cristiano hay gracia y pecado, actos buenos y malos.
Debemos reconocer con humildad nuestras culpas, arrepentirnos sinceramente de ellas y confiar en la misericordia de Dios, que hace sobreabundar la gracia allí donde abundó el pecado.

En segundo lugar, es preciso reconocer que de hecho los hijos de la Iglesia han pecado mucho a lo largo de la historia. No se debe minimizar estas culpas; pero sólo Dios puede juzgarlas absolutamente. La Iglesia católica reconoce las culpas de sus hijos y pide perdón a Dios y a los hombres por ello. Da la impresión de que en general las otras iglesias y religiones, las naciones, las ideologías, etc. no han hecho otro tanto, aunque también deberían hacerlo.
Sin embargo, en honor a la verdad histórica, debemos rechazar las numerosas “leyendas negras” anticatólicas. Éstas pueden ser clasificadas en dos grandes grupos:
• Por un lado tenemos las exageraciones de abusos reales: la Inquisición, las Cruzadas, el caso Galileo, los hechos posteriores a la conquista de América por parte de España y Portugal, etc. O sea, en cada uno de estos casos hubo hijos de la Iglesia que cometieron verdaderos e importantes abusos, que debemos condenar sin reservas, como la misma Iglesia lo ha hecho más de una vez, particularmente en el contexto de la “purificación de la memoria” auspiciada por el Papa Juan Pablo II como parte de la preparación espiritual de la Iglesia para el Gran Jubileo del año 2000. No obstante también es preciso rechazar las visiones muy distorsionadas sobre estos hechos, que fueron puestas en circulación interesadamente hace siglos por grupos protestantes y liberales como parte de su propaganda anticatólica. Estas “leyendas negras” continúan gozando de buena salud hoy en ambientes anticatólicos y siguen haciendo daño.
• Por otro lado, tenemos también acusaciones falsas contra la Iglesia. En este rubro podemos ubicar el supuesto antisemitismo del Papa Pío XII, la presunta responsabilidad de la moral sexual católica en la propagación del hambre y el SIDA en el mundo, el presunto apoyo de la Iglesia a las dictaduras militares latinoamericanas de los años setenta y a sus abusos contra los derechos humanos, la supuesta alianza histórica de la Iglesia con los poderosos en el contexto de la lucha de clases, que (en la visión marxista) enfrenta a la burguesía contra el proletariado, etc. Está bien que la Iglesia pida perdón por las faltas de sus hijos, pero sólo debe pedir perdón por sus faltas reales, no por las imaginarias.

Por otra parte, no se debe sobrevalorar los pecados cometidos por miembros individuales de la Iglesia (por ejemplo, los casos de sacerdotes pedófilos). Es evidente que juzgar a la Iglesia por los actos malos cometidos por algunos de sus miembros es una generalización indebida.

Finalmente, es muy importante tener presente las siguientes dos verdades:
1. Los pecados de los hijos de la Iglesia no proceden de la fe cristiana, sino de su negación práctica. Son contrarios al Evangelio, a la verdad revelada por Dios en Cristo.
Es cierto que hay quienes van a Misa todos los domingos y son malos católicos. Pero es crucial comprender que no son malos católicos porque van a Misa, sino a pesar de que van a Misa.
No ocurre otro tanto con ideologías tales como el liberalismo individualista, el colectivismo marxista, etc. Los crímenes de estas ideologías no son meros accidentes históricos, sino que emanan de su misma esencia. Se derivan necesariamente de ellas del mismo modo que una conclusión se deriva de unas determinadas premisas.
2. En la historia de la Iglesia abunda el pecado, pero sobreabunda la gracia.
En todo tiempo la Iglesia ha permanecido fiel a Jesucristo y ha dado un testimonio creíble de Él por medio de una densa nube de fieles testigos de la fe cristiana. Por la gracia de Dios, la Iglesia ha sido en todas las épocas (incluso las más turbulentas) la Esposa inmaculada del Cordero. Es nuestra tarea y nuestra responsabilidad histórica hacer que en su rostro resplandezca cada vez más claramente la belleza de Cristo resucitado, Luz de las gentes.

Ahora haremos unos minutos de pausa para escuchar música.
INTERVALO MUSICAL
Continuamos el programa Nº 33 de “Verdades de Fe”. Este programa es transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo, Tacuarembó y San José. Saludamos a todos nuestros oyentes y los invitamos a plantearnos sus consultas y comentarios llamando al teléfono (035) 20535.
Nuestro programa de hoy está dedicado al misterio de la Iglesia. En la primera parte del programa reflexionamos sobre la naturaleza y la santidad de la Iglesia.
A continuación meditaremos sobre la relación que existe entre la unidad y la pluralidad en la Iglesia.

En toda comunidad existe una tensión entre la unidad y la pluralidad. Esta tensión se ha manifestado de muchas formas a lo largo de la historia de la Iglesia. San Agustín expresó de manera sintética y genial los principios aptos para resolver el problema de la unidad y la pluralidad en las comunidades cristianas: "Unidad en lo necesario, libertad en lo opinable, caridad en todo".

En primer lugar, unidad en lo necesario.
Si falta la unidad en lo necesario, se rompe la comunión eclesial. Es el caso, por ejemplo, de los cismas y herejías que han dañado el cuerpo de la Iglesia. Pero, ¿qué es "lo necesario", aquello en lo que todos los cristianos debemos coincidir para permanecer en la unidad de la Iglesia? Ésta es la respuesta de San Pablo: "Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos." (Efesios 4,4 6).
Destacamos aquí la importancia de la unidad en "una sola fe". Últimamente se ha difundido una especie de catolicismo "a la carta": del menú de los dogmas y las doctrinas cristianas cada uno elige lo que le gusta y descarta lo restante. Incluso llega a ocurrir a veces que los sacerdotes y catequistas no enseñan la doctrina de la Iglesia, sino sus propias opiniones, erróneas o cuestionables.
En 1992 el Papa aprobó y ordenó la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, al cual presentó "como un instrumento válido y autorizado al servicio de la comunión eclesial y como norma segura para la enseñanza de la fe" (Constitución apostólica Fidei depositum, n. 4). Sin duda dicho Catecismo nos es muy útil para conservar el depósito de la fe que el Señor confió a su Iglesia. Los invito a leerlo, estudiarlo y usarlo cada vez más.

En segundo lugar, libertad en lo opinable.
La unidad no es uniformidad. Una vez asegurada la unidad en lo esencial, la libertad de los hijos de Dios se despliega abarcando el ancho campo de lo cambiante y contingente. Uno puede perfectamente ser cristiano y dedicarse a la teología, al cuidado de los enfermos, a la contemplación o a la ingeniería; se puede ser un buen cristiano en el matrimonio o en el celibato; militando en uno u otro partido político (mientras su programa sea sustancialmente compatible con el cristianismo); formando parte de una "comunidad eclesial de base" o siendo un simple "fiel de Misa"; celebrando la Divina Liturgia en el rito latino o en el rito bizantino; estando integrado a una parroquia o a un movimiento; etc.
Comprenderemos mejor lo que significa la libertad cristiana contemplando el numeroso conjunto de los santos y santas canonizados por la Iglesia. Animados por un mismo Espíritu, Benito de Nursia, Bernardo de Claraval, Francisco de Asís, Tomás de Aquino, Ignacio de Loyola, Teresa de Avila, etc. llevaron vidas exteriormente muy diferentes. No sólo inculturaron el Evangelio, expresándolo con un lenguaje apropiado para su época, pueblo y situación, sino que también dieron una respuesta personal al llamado de Dios. Hay tantas formas de seguir a Jesucristo como fieles cristianos.

Por último, pero no por eso menos importante, caridad en todo.
"Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor." (1 Juan 4,8). Nos lo ha recordado el Papa Benedicto XVI en su hermosa encíclica Deus caritas est: Dios es amor. Tanto en lo necesario y sustancial, como en lo contingente y accidental, debe prevalecer siempre la caridad, el amor cristiano. La caridad, según nos enseña San Pablo, es la mayor de las virtudes cristianas, la única que no pasará jamás.
Permanecer unidos en el amor del Padre es la forma más eficaz de realizar y testimoniar la unidad cristiana. Cuando ven a los cristianos tratarse como hermanos, los no cristianos se preguntan por la raíz de ese amor. Ésa fue una de las causas principales de la eficacia misionera de las primeras generaciones cristianas. Unidos en la fe y el amor, también los cristianos contemporáneos debemos responder con libre y creativa generosidad a la vocación universal a la santidad.

Querido amigo, querida amiga:
Para terminar este programa haremos una breve reflexión acerca de cómo proponer la fe hoy.

En primer lugar, afirmamos que la fe no debe ser presupuesta.
En la actual situación del mundo occidental, que se ha alejado de sus raíces cristianas, es menos acertado que nunca presuponer que todas las personas que se acercan a la Iglesia -por ejemplo para pedir los sacramentos- gozan de una fe madura y firme. Se ha vuelto evidente la necesidad de llevar a cabo una evangelización nueva: nueva en sus métodos y en su expresión; y sobre todo nueva en su ardor.
Muchas familias compuestas por bautizados no cumplen su misión de transmitir la fe de generación en generación. La Iglesia, tomando en cuenta esa realidad, mientras trata de transformar las familias en verdaderas iglesias domésticas, debe suplir la falta de una verdadera educación cristiana en tantas familias por medio de un redoblado esfuerzo de evangelización y catequesis en las parroquias, los colegios, los movimientos y todas las comunidades cristianas. La catequesis familiar, en la cual las familias son a la vez objeto y sujeto de evangelización, parece un instrumento muy adecuado en la situación presente.

En segundo lugar, afirmamos que la fe no debe ser impuesta.
Los hombres están obligados a buscar la verdad y a adherirse a ella tan pronto como la conocen, pero la verdad obliga sólo en conciencia y se impone en virtud de su fuerza intrínseca. La Divina Revelación da a conocer la dignidad de la persona humana y muestra el respeto de Dios por la libertad humana. Dios llama a los hombres a conocerlo, amarlo y vivir en comunión con Él. Ese llamado requiere una respuesta libre.
En el pasado los cristianos sucumbieron a veces a la tentación de querer imponer la fe por la fuerza. Sin llegar a ese extremo, a menudo se era cristiano por mera tradición o costumbre, debido a la presión ejercida por la sociedad cristiana. Hoy se busca más intensamente que antes que cada cristiano asuma su fe como un compromiso personal con Cristo.

Por último, afirmamos que la fe debe ser propuesta.
No hemos recibido el precioso don de la fe para guardarlo en forma avara, sino para compartirlo con nuestros hermanos. En una Iglesia que es por naturaleza misionera, cada cristiano debe ser un testigo creíble de Cristo resucitado. Desde el último Concilio Ecuménico se han renovado los esfuerzos para incrementar la participación de los fieles laicos en la vida y en la misión de la Iglesia. Pero aún queda mucho camino por recorrer antes de que cada cristiano asuma el rol que le corresponde en la Iglesia y en el mundo.
La fe no puede transmitirse mediante meros razonamientos ni tampoco mediante meras obras, sin un anuncio explícito de la Buena Noticia cristiana. Sólo puede transmitirse "por contagio", mediante el encuentro con personas que viven una relación de confianza y de amor con Cristo vivo. Que Él nos conceda ser buenos "pescadores de hombres" para su Reino; y que fortalezca nuestra fe, al tiempo que nos impulsa a proponerla a los demás con alegría.

Por la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia, ruego a Dios todopoderoso y eterno que te conceda crecer en la comprensión y el aprecio del misterio de la Iglesia, Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo.
Dando fin al programa Nº 33 de “Verdades de Fe”, me despido de ustedes hasta la semana próxima. Que Dios los bendiga día tras día.

Daniel Iglesias Grèzes
31 de octubre de 2006.

Programa Nº 32: El hombre (2)

Muy buenas noches. Les habla Daniel Iglesias. Les doy la bienvenida al programa Nº 32 de “Verdades de Fe”. Este programa es transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo, Tacuarembó y San José y también a través de Internet. Los invito a enviarme sus comentarios o consultas al teléfono (035) 20535 o al mail info.ury@radiomaria.org. Estaré dialogando con ustedes durante media hora.
Continuando el tema del programa anterior, también el programa de hoy estará referido al hombre, al ser humano.
Hace varios años me llamó la atención la siguiente afirmación, contenida al comienzo del programa de principios de un partido político ecologista uruguayo: "La Tierra no pertenece al hombre; el hombre pertenece a la Tierra". Intentaré poner de manifiesto que esa concepción, que lamentablemente se difunde cada día más, choca frontalmente contra la cosmovisión cristiana; porque la doctrina cristiana enseña exactamente lo contrario: El hombre no pertenece a la Tierra; la Tierra (con todos los seres animados e inanimados que la conforman) pertenece al hombre.
Ya en el siglo IV AC el gran Aristóteles descubrió que cada cosa tiene una causa eficiente (que la origina) y una causa final (a la cual tiende). Todo lo que es, es por algo y para algo. Este principio, que vale para cada cosa, vale también para el conjunto de todas las cosas. También el universo tiene una causa y un fin. Trataremos de hallar la finalidad o razón de ser del universo.

En primer término veremos que el Universo es para la vida.
Hace unos 15.000 millones de años ocurrió el Big Bang, la Gran Explosión que inició el devenir del universo material, el cual, desde entonces, se ha expandido continuamente. Ése fue el comienzo absoluto de la historia del mundo. La ciencia es incapaz de explicar el origen de la pequeñísima esfera, inmensamente densa y caliente, que contenía toda la materia y la energía del universo y que explotó a la hora cero del mundo. El creyente, en cambio, conoce una explicación clara y sencilla: "En el principio creó Dios el cielo y la tierra." (Génesis 1,1). El instante de la Gran Explosión es, con toda probabilidad, el momento en que Dios creó de la nada todo lo visible y lo invisible.
A lo largo de miles de millones de años, la materia del universo en expansión se fue enfriando; lentamente fueron surgiendo las galaxias y luego las estrellas y los planetas. Nuestra galaxia (la Vía Láctea) nació unos mil millones de años después del Big Bang; nuestra estrella (el Sol) y nuestro planeta (la Tierra) nacieron juntos hace unos 4.500 millones de años.
El universo en expansión fue generando los distintos elementos químicos: primero los más simples (hidrógeno y helio) y luego otros más complejos. Los elementos, al combinarse entre sí, fueron generando sustancias cada vez más complejas, hasta llegar a producir aminoácidos, compuestos esenciales para la vida. Por fin, hace tal vez 4.000 millones de años, en un oscuro rincón del universo (nuestra Tierra), que reunía las condiciones adecuadas, aparecieron las primeras formas de vida.
La mayoría de los creyentes piensa que ha sido necesaria una intervención especial de Dios para crear la vida, porque ésta no pudo surgir de la materia inerte (nadie puede dar lo que no tiene). Los materialistas, en cambio, sostienen que la vida fue generada espontáneamente, por medio de reacciones químicas que sólo fueron posibles en unas circunstancias determinadas, muy excepcionales. Nadie ha demostrado jamás que eso haya sucedido, por lo cual esa teoría no pasa de ser una especulación. Nunca se ha producido artificialmente ningún ser vivo, ni siquiera un virus, el más sencillo de los seres vivos. Todos los seres vivos que conocemos proceden de otros seres vivos, a través de una larguísima cadena cuyo primer origen desconoce la ciencia experimental.
Los seres vivos, aun siendo tan escasos, pequeños y frágiles, son las cosas más evolucionadas, complejas y valiosas del universo. Son en sí mismos superiores a la materia inerte. Al contemplar el vastísimo movimiento que comenzó con el Big Bang y culminó con la aparición de la vida sobre la Tierra, la razón humana llega casi inmediatamente a esta conclusión: la vida es la razón de ser del Universo. Ella explica todo lo anterior a ella y le da sentido.
La vida no es un producto casual y sin importancia de un juego cósmico caótico, incesante y absurdo. No es el resultado del choque de fuerzas ciegas, regidas meramente por las leyes del azar. Es el término, deliberadamente querido por el Creador, de un larguísimo proceso que respondió a las leyes naturales que Él, en su infinita sabiduría, dio a su creación. Todo el dilatado proceso que hizo posible la aparición de la vida fue guiado por la amorosa Providencia de Dios: "La tierra produjo vegetación: hierbas que dan semilla, por sus especies, y árboles que dan fruto con la semilla dentro, por sus especies; y vio Dios que estaban bien." (Génesis 1,12).

En segundo término veremos que, así como el Universo es para la vida, la vida es para el hombre.
Hace unos 3.800 millones de años apareció la vida en los océanos de la Tierra. Los primeros seres vivientes eran muy simples; probablemente eran semejantes a los virus. Pero desde su aparición sobre la Tierra la vida evolucionó constantemente en un sentido de complejidad creciente. Revisemos los pasos principales de esa lenta evolución ascendente:
· Hace 3.500 millones de años se formaron las primeras bacterias.
· Hace 1.400 millones de años surgieron los primeros protozoarios.
· Hace unos 800 millones de años existieron los primeros organismos multicelulares (esponjas, lombrices, medusas, etc.).
· Hace unos 500 millones de años aparecieron los vertebrados más antiguos (los peces ostracodermos).
· En torno a los 400 MAAC (millones de años AC) la vida llegó a la tierra firme. Primero las plantas, luego los artrópodos y finalmente los anfibios se adaptaron a la vida terrestre; y dejando el mar, invadieron la tierra.
· Hace unos 300 millones de años aparecieron los primeros reptiles, que dominaron la tierra hasta 65 MAAC, cuando se produjo la misteriosa extinción de los grandes reptiles (los dinosaurios).
· Hace quizás 200 millones de años aparecieron los primeros y más primitivos mamíferos, que eran del tamaño de los ratones. Cuando desaparecieron los dinosaurios comenzó la era del predominio de los mamíferos, que fueron aumentando de tamaño.
· Hace unos 60 millones de años surgieron los primeros primates. La evolución de los primates produjo el Ramapithecus alrededor de 14 MAAC.
· Hace al menos 4 millones de años aparecieron los primeros homínidos (los australopithecinos).
· Finalmente, hace 1.800.000 años surgió en África Oriental el Homo Habilis, capaz de utilizar y fabricar herramientas. La evolución del Homo Habilis generó sucesivamente el Homo Erectus (hace 1.500.000 años), el Homo sapiens (hace al menos 100.000 años) y el hombre moderno (hace unos 40.000 años).
Al surgir el hombre, apareció con él el pensamiento. El hombre es el único ser vivo que es consciente de sí mismo y por lo tanto es el único que puede disponer de sí mismo libremente.
Al contemplar el larguísimo proceso de evolución que terminó con la aparición del hombre y el pensamiento sobre la tierra, una conclusión se impone casi espontáneamente: el hombre es la razón de ser de la vida y del universo material. Explica todo lo anterior a él y le da sentido.

A continuación veremos que el hombre es imagen de Dios y centro del cosmos.
La ciencia experimental ha demostrado que el origen del hombre ha tenido lugar por evolución biológica a partir de primates, pero es incapaz de explicar el origen de la inteligencia y del libre albedrío del hombre, porque ambas facultades son espirituales.
El cristiano sabe cuál es el origen del hombre: Dios lo ha creado, infundiéndole un alma espiritual e inmortal. La creación del hombre por parte de Dios es compatible con la teoría de la evolución biológica, si ésta se mantiene dentro de sus justos límites, como explicación del origen material del cuerpo humano. Dios, en su admirable sabiduría, ha dado al mundo unas leyes naturales que incluyen la evolución biológica. De este modo Dios es el creador de todos los seres vivos, aunque no haya intervenido de un modo particular en la formación directa de cada especie vegetal y animal.
Por su cuerpo, el hombre se asemeja a los animales; pero por su espíritu, el hombre se eleva infinitamente por encima de todos los demás seres del universo material. Es el rey de la creación, intrínsecamente superior al resto de ella. El espíritu hace al hombre semejante a Dios, quien es puro espíritu, infinitamente inteligente y libre.
La Biblia nos enseña que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza y que lo puso a cargo de la creación entera: "Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó. Y Dios los bendijo y les dijo: ``Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra.´´" (Génesis 1,27-28).
El mundo está al servicio de los hombres. Tenemos el derecho y el deber de usarlo, si bien con prudencia y sabiduría, para nuestra autorrealización como personas y como comunidad humana.
Sin embargo es necesario subrayar que el hombre no es el fin último del universo, puesto que Dios creó al hombre por amor, para que viviera eternamente en comunión con Él. Dios es el fin último del hombre y del universo. La cosmovisión cristiana está magníficamente resumida en esta fórmula de San Pablo: "Todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios." (1 Corintios 3,22).

Ahora haremos unos minutos de pausa para escuchar música.
INTERVALO MUSICAL
Continuamos el programa Nº 32 de “Verdades de Fe”. Este programa es transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo, Tacuarembó y San José. Saludamos a todos nuestros oyentes y los invitamos a plantearnos sus consultas y comentarios llamando al teléfono (035) 20535.
Nuestro programa de hoy está dedicado al hombre, al ser humano.
A continuación leeremos la mayor parte del Capítulo 1 de la constitución pastoral Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II. Este capítulo se titula “La dignidad de la persona humana”.

El hombre, imagen de Dios
Creyentes y no creyentes están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos.
Pero, ¿qué es el hombre? Muchas son las opiniones que el hombre se ha dado y se da sobre sí mismo. Diversas e incluso contradictorias. Exaltándose a sí mismo como regla absoluta o hundiéndose hasta la desesperación. La duda y la ansiedad se siguen en consecuencia. La Iglesia siente profundamente estas dificultades y, aleccionada por la Revelación divina, puede darles la respuesta que perfile la verdadera situación del hombre, dé explicación a sus enfermedades y permita conocer simultáneamente y con acierto la dignidad y la vocación propias del hombre.
La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado "a imagen de Dios", con capacidad para conocer y amar a su Creador, y que por Dios ha sido constituido señor de la entera creación visible para gobernarla y usarla glorificando a Dios. “¿Qué es el hombre para que tú te acuerdes de él? ¿O el hijo del hombre para que te cuides de él? Apenas lo has hecho inferior a los ángeles al coronarlo de gloria y esplendor. Tú lo pusiste sobre la obra de tus manos. Todo fue puesto por ti debajo de sus pies” (Salmos 8, 5-7).
Pero Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio los hizo hombre y mujer. Esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión de personas humanas. El hombre es, en efecto, por su íntima naturaleza, un ser social y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás.
Dios, pues, nos dice también la Biblia, “miró cuanto había hecho y lo juzgó muy bueno” (Génesis 1,31).

El pecado
Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios. Conocieron a Dios, pero no le glorificaron como a Dios. Obscurecieron su estúpido corazón y prefirieron servir a la criatura, no al Creador. Lo que la Revelación divina nos dice coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener origen en su santo Creador. Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último y también toda su ordenación, tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación.
Es esto lo que explica la división íntima del hombre. Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas. Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente y expulsando al príncipe de este mundo, que le retenía en la esclavitud del pecado. El pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud.
A la luz de esta Revelación, la sublime vocación y la miseria profunda que el hombre experimenta hallan simultáneamente su última explicación.

Constitución del hombre
En la unidad de cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, es una síntesis del universo material, el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima y alza la voz para la libre alabanza del Creador. No debe, por tanto, despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día. Herido por el pecado, experimenta, sin embargo, la rebelión del cuerpo. La propia dignidad humana pide, pues, que glorifique a Dios en su cuerpo y no permita que lo esclavicen las inclinaciones depravadas de su corazón.
No se equivoca el hombre al afirmar su superioridad sobre el universo material y al considerarse no ya como partícula de la naturaleza o como elemento anónimo de la ciudad humana. Por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino. Al afirmar, por tanto, en sí mismo la espiritualidad y la inmortalidad de su alma, no es el hombre juguete de un espejismo ilusorio provocado solamente por las condiciones físicas y sociales exteriores, sino que toca, por el contrario, la verdad más profunda de la realidad.

Dignidad de la inteligencia, verdad y sabiduría
Tiene razón el hombre, participante de la luz de la inteligencia divina, cuando afirma que por virtud de su inteligencia es superior al universo material. Con el ejercicio infatigable de su ingenio a lo largo de los siglos, la humanidad ha realizado grandes avances en las ciencias positivas, en el campo de la técnica y en la esfera de las artes liberales. Pero en nuestra época ha obtenido éxitos extraordinarios en la investigación y el dominio del mundo material. Siempre, sin embargo, ha buscado y ha encontrado una verdad más profunda. La inteligencia no se ciñe solamente a los fenómenos. Tiene capacidad para alcanzar la realidad inteligible con verdadera certeza, aunque a consecuencia del pecado esté parcialmente oscurecida y debilitada.
Finalmente, la naturaleza intelectual de la persona humana se perfecciona y debe perfeccionarse por medio de la sabiduría, la cual atrae con suavidad la mente del hombre a la búsqueda y al amor de la verdad y del bien. Imbuido por ella, el hombre se alza por medio de lo visible hacia lo invisible.
Nuestra época, más que ninguna otra, tiene necesidad de esta sabiduría para humanizar todos los nuevos descubrimientos de la humanidad. El destino futuro del mundo corre peligro si no se forman hombres más instruidos en esta sabiduría. Debe advertirse a este respecto que muchas naciones económicamente pobres, pero ricas en esta sabiduría, pueden ofrecer a las demás una extraordinaria aportación.
Con el don del Espíritu Santo, el hombre llega por la fe a contemplar y saborear el misterio del plan divino.

Dignidad de la conciencia moral
En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo. La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es el predominio de la recta conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad. No rara vez, sin embargo, ocurre que yerra la conciencia por ignorancia invencible, sin que ello suponga la pérdida de su dignidad. Cosa que no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado.

Grandeza de la libertad
La orientación del hombre hacia el bien sólo se logra con el uso de la libertad, la cual posee un valor que nuestros contemporáneos ensalzan con entusiasmo. Y con toda razón. Con frecuencia, sin embargo, la fomentan de forma depravada, como si fuera pura licencia para hacer cualquier cosa, con tal que deleite, aunque sea mala. La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberado totalmente de la cautividad de las pasiones, tiende a su fin con la libre elección del bien y se procura medios adecuados para ello con eficacia y esfuerzo crecientes. La libertad humana, herida por el pecado, para dar la máxima eficacia a esta ordenación a Dios, ha de apoyarse necesariamente en la gracia de Dios. Cada cual tendrá que dar cuenta de su vida ante el tribunal de Dios según la conducta buena o mala que haya observado.

El misterio de la muerte
El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreducible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sean, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón humano.
Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado. Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a El con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina. Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte. Para todo hombre que reflexione, la fe, apoyada en sólidos argumentos, responde satisfactoriamente al interrogante angustioso sobre el destino futuro del hombre y al mismo tiempo ofrece la posibilidad de una comunión con nuestros mismos queridos hermanos arrebatados por la muerte, dándonos la esperanza de que poseen ya en Dios la vida verdadera.

Cristo, el Hombre nuevo
En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona.
El que es “imagen de Dios invisible” (Colosenses 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado.
Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida. En Él Dios nos reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud del diablo y del pecado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios “me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2,20). Padeciendo por nosotros, nos dio ejemplo para seguir sus pasos y, además abrió el camino, con cuyo seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido.
El hombre cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el Primogénito entre muchos hermanos, recibe las primicias del Espíritu, las cuales le capacitan para cumplir la ley nueva del amor. Por medio de este Espíritu, que es prenda de la herencia, se restaura internamente todo el hombre hasta que llegue la redención del cuerpo. “Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu que habita en vosotros” (Romanos 8,11). Urgen al cristiano la necesidad y el deber de luchar, con muchas tribulaciones, contra el demonio e incluso de padecer la muerte. Pero, asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la resurrección.
Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual.
Éste es el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta obscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: ¡Abba!,¡Padre!


Querido amigo, querida amiga:
El ser humano ha sido creado por Dios a su imagen y semejanza y para vivir en eterna comunión de amor y felicidad con Él en la gloria. El hombre herido por el pecado es un enigma para sí mismo, pero el misterio del hombre se esclarece en Cristo, el hombre perfecto. Mirando a Cristo podemos comprender lo que el hombre es y está llamado a ser según el designio de Dios.
Por la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Madre del Redentor, ruego a Dios todopoderoso y eterno que te conceda reconocer en Cristo al nuevo Adán, el primogénito de la nueva creación.
Dando fin al programa Nº 32 de “Verdades de Fe”, me despido de ustedes hasta la semana próxima. Que Dios los bendiga día tras día.

Daniel Iglesias Grèzes
24 de octubre de 2006.

Programa Nº 31: El hombre

Muy buenas noches. Les habla Daniel Iglesias. Les doy la bienvenida al programa Nº 31 de “Verdades de Fe”. Este programa es transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo, Tacuarembó y San José y también a través de Internet. Los invito a enviarme sus comentarios o consultas al teléfono (035) 20535 o al mail info.ury@radiomaria.org. Estaré dialogando con ustedes durante media hora.
El programa de hoy estará referido al hombre, al ser humano.
Hoy está en boga una forma de pensar que desconoce la excelsa dignidad del ser humano, igualándolo más o menos con el resto de los animales. Como aporte para la reflexión sobre la singularidad del ser humano y su valor central en el cosmos, citaré a continuación una de las diez conferencias que el filósofo católico J. M. Bochenski pronunció en la Radio de Baviera en 1958, y que luego publicó para facilitar a otros el acceso al pensamiento filosófico:

“Vamos ahora a meditar sobre el hombre. Hay en este terreno tantos problemas filosóficos, que no es posible siquiera enumerarlos todos. De ahí que nuestra meditación haya de limitarse forzosamente sólo a algunos. Con los grandes pensadores del pasado y de nuestro propio tiempo, vamos sobre todo a hacernos esta pregunta: ¿Qué es el hombre? ¿Qué somos realmente nosotros mismos?
Lo mejor será que aquí, como siempre, empecemos afirmando las cualidades del hombre que no ofrecen lugar a duda. Éstas pueden reducirse a dos capítulos: el hombre es un animal, primeramente; y, en segundo lugar, el hombre es un animal raro, de especie única.
Es pues, ante todo, un animal y presenta todas las características del animal. Es un organismo, tiene órganos sensibles, crece, se nutre y se mueve; posee poderosos instintos: el de conservación y de lucha, el sexual y otros, exactamente como los demás animales. Si comparamos al hombre con los otros animales superiores, vemos con toda certeza que forma una especie entre las otras especies animales. Es verdad que los poetas han exaltado a menudo los sentimientos humanos con lenguaje maravilloso. Sin embargo, yo conozco algunos perros cuyos sentimientos me parecen más bellos y más profundos que los de muchos hombres. Acaso no sea muy agradable, pero hay que confesar que pertenecemos a la misma familia. Los perros y las vacas son algo así como nuestros hermanos y hermanas menores. Para pensar así, no tenemos por qué acudir a las sabias teorías sobre la evolución de las especies, según las cuales el hombre vendría no ciertamente de un mono, como de ordinario se dice, pero sí de un animal.
Es, sin embargo, un animal raro. El hombre tiene muchas cosas que o no las hallamos en absoluto en los otros animales o sólo quedan en huellas insignificantes. Lo que aquí sorprende sobre todo es que, desde el punto de vista biológico, el hombre no tendría derecho alguno a imponerse así a todo el mundo animal, a dominarlo como lo domina y aprovecharse de él como el más poderoso caprichoso de la naturaleza. El hombre es, en efecto, un animal mal dotado. Vista débil, apenas olfato, oído inferior: tales son ciertamente sus características. Armas naturales, por ejemplo, uñas, le faltan casi completamente. Su fuerza es insignificante. No puede correr ni nadar velozmente. Por añadidura, está desnudo y muere mucho más fácilmente que la mayoría de los animales de frío, calor y accidentes semejantes. Biológicamente, el hombre no tendría derecho a la existencia. Hace tiempo debería haberse extinguido, como otras especies animales mal dotadas.
Y, sin embargo, no ha sucedido así. El hombre es dueño de la naturaleza. Él ha extirpado sencillamente una larga serie de animales peligrosísimos; otras especies las ha cautivado y convertido en criados domésticos. Él ha cambiado la faz de la tierra. Basta, en efecto, contemplar la superficie terrestre desde un avión o desde una montaña para ver cómo todo lo combina, arregla y cambia. Ahora empieza a pensar en los viajes al mundo exterior, fuera de la tierra. No cabe hablar de extinción de la raza humana. Lo que se teme más bien es que se multiplique con exceso.
Ahora bien, ¿cómo es posible esto? Todos conocemos la respuesta: por la razón.
El hombre, con toda su debilidad, posee un arma terrible: la inteligencia. Es incomparablemente más inteligente que ningún otro animal, aun el más alto de la escala zoológica. Cierto que hallamos también vislumbres de inteligencia en los monos, gatos y elefantes. Pero son insignificancias al lado de lo que posee el hombre, aun el más sencillo. Esto explica su triunfo sobre la tierra.
Mas esto es una respuesta provisional y superficial. El hombre no sólo parece tener más inteligencia que los otros animales, sino también otra especie de inteligencia, o como se la quiera llamar. Así se ve por el hecho de que el hombre, y sólo él, ostenta una serie de cualidades completamente particulares. Las más notables son las cinco siguientes: la técnica, la tradición, el progreso, la capacidad de pensar de modo totalmente distinto que los otros animales y, finalmente, la reflexión.
Primeramente la técnica. La técnica consiste esencialmente en que el hombre se sirve de ciertos instrumentos producidos por él mismo. También algunos animales hacen algo parecido. Un mono, por ejemplo, tendrá gusto en usar un bastón. Pero la producción, con miras a un fin, de instrumentos complicados con largo y paciente trabajo es típicamente humana.
Pero la técnica no es, con mucho, la única rareza del hombre. La técnica misma no habría podido desarrollarse si el hombre no fuera, a la vez, un animal social, y social en un sentido absolutamente especial de la palabra. Conocemos ciertamente otros animales sociales. Las termitas y las hormigas, por ejemplo, poseen una maravillosa organización social. Pero el hombre es social de otro modo. Forma, en efecto, la sociedad por la tradición. Ésta no le es ingénita, ni tiene nada que ver con sus instintos: la aprende. Y el hombre puede aprender la tradición porque posee, como no posee ningún otro animal, un lenguaje muy complicado. La tradición sola habría bastado para distinguir fuertemente al hombre del resto de los animales.
Gracias a la tradición, el hombre es progresivo. Aprende más y más. Y aprende no sólo un individuo -esto acontece también entre los otros animales- sino la sociedad, la humanidad. El hombre es inventivo. Mientras los otros animales transmiten rígidamente su saber de generación a generación, entre nosotros una generación sabe o, por lo menos, puede saber más que la precedente. Y a menudo se producen grandes innovaciones dentro de una sola generación. Nosotros lo hemos visto en nuestra misma vida. Lo chocante es que, al parecer, este progreso tiene muy poco que ver con la evolución biológica. Biológicamente, casi no nos diferenciamos de los antiguos griegos, pero sabemos incomparablemente más que ellos.
Parece, sin embargo, que todo esto: la técnica, la tradición, el progreso, depende de una cuarta cualidad, a saber, la peculiar capacidad que posee el hombre de pensar de distinta manera que el resto de los animales. Esta diferencia o particularidad de su pensamiento no es fácil de reducir a una fórmula breve, pues es muy compleja. Así el hombre es capaz de abstracción. Mientras los otros animales piensan siempre con miras a lo particular y concreto, el hombre puede pensar universalmente. A ello debe precisamente las mayores conquistas de su técnica. Basta pensar en la matemática, principal instrumento de la ciencia. Pero la abstracción no va sólo a lo universal. Abarca también objetos ideales, como los números y los valores. De aquí depende ciertamente que el hombre parezca poseer una independencia absolutamente única de la ley de la teleología biológica que domina todo el reino animal.
Sólo voy a mentar dos rasgos muy sorprendentes de esta independencia: la ciencia y la religión. Lo que el animal conoce está siempre ligado a un fin. Sólo ve o entiende lo que es útil para él o para su especie. Su pensamiento es del todo práctico. La cosa cambia en el hombre. Éste estudia objetos que no tienen absolutamente un fin práctico alguno, por el saber puro. El hombre es capaz de la ciencia objetiva y, efectivamente, la ha construido.
Acaso es todavía más notable su religión. Cuando vemos que en la costa sur del Mediterráneo, donde se da muy bien el vino, la viña se cultiva muy poco por habitar allí musulmanes, y sí, en cambio, en condiciones menos favorables junto al Rin y hasta en Noruega, en países cristianos; si observamos los grandes establecimientos o instalaciones en los desiertos en torno a lugares de peregrinación budistas o cristianos, hemos de decirnos que esto no tiene sentido económico ni biológico. Desde el punto de vista puramente animal, ello, realmente, carece de sentido. Ahora bien, el hombre puede hacer esas cosas porque es, hasta cierto punto, independiente de las leyes biológicas del mundo animal.
Esta independencia va más lejos aún. Cada uno de nosotros tiene la conciencia inmediata de ser libre; por lo menos en ciertos momentos, parece como si pudiéramos superar todas las leyes de la naturaleza. Con esto va unida otra cosa. El hombre es -acaso sobre todo- capaz de reflexión. El hombre no mira, como parecen hacerlo todos los animales, exclusivamente el mundo exterior. Puede pensar en sí mismo, se preocupa de sí mismo, se pregunta por el sentido de su propia vida. También parece ser el único animal que tiene clara conciencia de que ha de morir.
Si se atienden todas estas particularidades del hombre, no puede sorprendernos que Platón, fundador de nuestra filosofía occidental, llegara a la conclusión de que el hombre es algo distinto de toda la naturaleza. Lo que le hace hombre -la psique, el alma, el espíritu- está ciertamente en el mundo, pero no pertenece al mundo. El hombre descuella por encima de toda la naturaleza.”

Ahora haremos unos minutos de pausa para escuchar música.
INTERVALO MUSICAL
Continuamos el programa Nº 31 de “Verdades de Fe”. Este programa es transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo, Tacuarembó y San José. Saludamos a todos nuestros oyentes y los invitamos a plantearnos sus consultas y comentarios llamando al teléfono (035) 20535.
Nuestro programa de hoy está dedicado al hombre, al ser humano. Estamos leyendo un capítulo del libro “Introducción al pensamiento filosófico” del filósofo católico J. M. Bochenski. En la primera parte del programa vimos cómo Bochenski demuestra que el hombre sobresale por encima de todo el universo material. Continuamos ahora la lectura de su conferencia sobre el hombre:

“Pero las mentadas particularidades del hombre forman sólo uno de sus aspectos. Ya hemos hecho notar que el hombre es a la vez un verdadero y pleno animal (demasiado animal a veces). Y, lo que es más importante, lo espiritual del hombre está estrechamente unido con lo puramente animal, con lo corpóreo. La menor perturbación en el cerebro basta para paralizar el pensamiento del más grande genio. Medio litro de alcohol es a menudo suficiente para transformar al más refinado poeta en una fiera salvaje. Ahora bien, el cuerpo, con sus procesos fisiológicos y no menos la vida instintiva animal, es algo tan distinto del espíritu, que se impone la pregunta de cómo puede ser en absoluto posible la unión de ambos.
Tal es la cuestión central de la ciencia filosófica del hombre, de la llamada antropología. A esta cuestión se le dan distintas respuestas. La más antigua y más sencilla consiste en negar simplemente que haya en el hombre algo más que cuerpo y movimientos mecánicos de lo corporal. Es la solución del materialismo riguroso. Hoy se defiende raras veces, entre otras razones, por el argumento que contra ella opuso el gran filósofo alemán Leibnitz. Éste proponía, en efecto, imaginar el cerebro tan agrandado, que dentro de él pudiéramos movernos como en un molino. Dentro de él sólo veríamos movimientos de distintos cuerpos, pero nunca un pensamiento. Luego el pensamiento y sus parecidos han de ser algo completamente distinto de los simples movimientos de los cuerpos. Naturalmente, puede contestarse que no hay en absoluto pensamiento ni conciencia; pero esto es tan patentemente falso, que los filósofos no suelen tomar del todo en serio tal afirmación.
Aparte de este materialismo extremo, hay otro moderado según el cual existe ciertamente la conciencia, pero ésta es función del cuerpo; una función que sólo por su grado se diferencia de la de los otros animales. Ésta es una teoría que hay que tomar más en serio.
Esa teoría se aproxima bastante a una tercera concepción que debemos a Aristóteles y que hoy parece recibir una fuerte confirmación de parte de la ciencia. La teoría aristotélica se distingue en dos puntos de la segunda clase de materialismo. En primer lugar, no tiene sentido contraponer unilateralmente las funciones espirituales al cuerpo. El hombre, dice Aristóteles, es un todo, y este todo tiene diversas funciones: puramente fisicas, vegetativas, animales y, finalmente, también espirituales. Son funciones, todas, no del cuerpo, sino del hombre, del todo. Y la segunda diferencia está en que Aristóteles -lo mismo que Platón- ve en las funciones espirituales del hombre algo completamente particular que no se da en los otros animales.
Finalmente, platónicos estrictos -que tampoco hoy faltan- sostienen la opinión de que el hombre es, como lo ha formulado un malicioso adversario, un ángel que vive en una máquina, un puro espíritu que pone en movimiento un puro mecanismo. Este espíritu, como ya hemos notado, se concibe como algo completamente distinto del resto del mundo. No sólo el filósofo francés Descartes, sino también muchos existencialistas actuales defienden con múltiples variantes esta doctrina. Según ellos, el hombre no es el todo, sino sólo el espíritu o, como se le llama actualmente a menudo, la existencia.
Si bien se mira, se trata aquí de dos cuestiones: ¿Hay en el hombre algo esencialmente distinto que en los demás animales? ¿En qué relación está ese algo con los otros elementos de la naturaleza del hombre?
Todavía hay otra cuestión fundamental en torno al hombre, cuestión a la que ha dado expresión precisa la filosofía de las últimas décadas, la llamada filosofía existencial y el existencialismo. Hemos efectivamente considerado distintas particularidades del hombre que le dan cierta dignidad y por las que descuella por encima de todos los animales. Pero el hombre no es sólo eso. Es también -y, por cierto, merced a tales cualidades particulares- algo incompleto, inquieto y, en el fondo, miserable. Un perro, un caballo, come, duerme y es feliz (en cuanto le dejamos nosotros serlo). No necesita nada más allá de la satisfacción de sus instintos. En el hombre no es así. El hombre se crea constantemente nuevas necesidades y jamás está satisfecho. Una invención completamente especial del hombre es el dinero, del que no tiene nunca bastante. Parece como si, por esencia, estuviera destinado a un progreso infinito y como si sólo lo infinito pudiera satisfacerle.
Pero a la vez el hombre, y -a lo que parece- sólo el hombre, tiene conciencia de su finitud y, sobre todo, de su mortalidad. Estas dos cualidades juntas dan por resultado una tensión por la que el hombre se nos aparece como un enigma trágico. Parece como destinado a algo que no puede en absoluto alcanzar. ¿Cuál es, pues, su sentido; cuál es el fin de su vida? Desde Platón, los mejores de entre nuestros grandes pensadores se han esforzado en hallar la solución a este enigma. Esencialmente, nos han propuesto tres grandes soluciones.
La primera, muy difundida en el siglo XIX, afirma que la necesidad de infinito se satisface identificándose el hombre con algo más amplio que él mismo, sobre todo la sociedad o la humanidad. No tiene importancia alguna, dicen estos filósofos, que yo tenga que sufrir, fracase y muera. La humanidad, el universo, prosigue su curso. Más adelante tendremos que hablar aún de esta solución. Basta decir aquí que la mayoría de los filósofos actuales la tienen por insostenible. En lugar de resolver el enigma, esta solución niega el dato, es decir, el hecho de que el hombre desea para sí el infinito, para sí como hombre particular, como individuo, y no para una abstracción como la humanidad o el universo. A la luz de la muerte se ve bien lo hueco y falso de esta teoría.
La segunda solución, muy difundida actualmente entre los existencialistas, afirma radicalmente que el hombre no tiene sentido alguno. Es un error de la naturaleza, una criatura mal hecha, una pasión inútil, como ha escrito alguna vez Sartre. El enigma no puede ser resuelto. Nosotros seremos eternamente una cuestión trágica para nosotros mismos.
Pero hay también filósofos que, siguiendo a Platón, no quieren sacar esa conclusión. No pueden creer en algo tan sin sentido en la naturaleza. Tiene que haber, según ellos, una solución al enigma del hombre. ¿En qué puede consistir esa solución? La solución sólo puede estar en que el hombre alcance de algún modo lo infinito. Ahora bien, en esta vida no lo puede alcanzar. Si hay, pues, una solución del problema del hombre, éste ha de tener su fin y sentido en el más allá, fuera de la naturaleza, allende el mundo.
¿Pero cómo? Según muchos filósofos desde Platón, la inmortalidad del alma es demostrable. Otros, sin creer en una demostración estricta, la admiten. Pero tampoco la inmortalidad aporta una respuesta a la cuestión. No se ve, en efecto, cómo el hombre alcanza en la otra vida lo infinito. Platón dijo una vez que la respuesta última a esta cuestión sólo podía darla un dios. Había que esperar una palabra divina.
Pero esto ya no es filosofía, sino religión. El pensamiento filosófico plantea aquí, como en otros terrenos, la cuestión. Nos lleva a un límite en que el hombre contempla en silencio la oscuridad ya no aclarable racionalmente, es decir, filosóficamente."

Querido amigo, querida amiga:
La filosofía cristiana nos enseña que el ser humano ocupa un lugar central en el cosmos. La Divina Revelación lo confirma:
o Antes de crear a Adán y Eva, dijo Dios:
“Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra.” (Génesis 1,26).
o Jesús enseña a sus discípulos que el ser humano es superior a los animales:
“¡Cuánto más valéis vosotros que las aves!” (Lucas 12,24).
o Y el mismo Jesús, para salvar a un hombre endemoniado, no tiene ningún escrúpulo en sacrificar toda una piara de cerdos (véase Mateo 8,28-34).
La filosofía cristiana nos enseña que el ser humano es una unidad de cuerpo material y alma espiritual y sostiene la primacía del espíritu. La palabra de Nuestro Señor Jesucristo lo confirma: • “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” (Marcos 8,36).
“Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma.” (Mateo 10,28).
La filosofía cristiana nos enseña que el ser humano tiene una finalidad trascendente. La Revelación lo confirma con testimonio divino:
“Jesús le respondió: “Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás.”” (Juan 11,25-26).
“Pues su divino poder nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad, mediante el conocimiento perfecto del que nos ha llamado por su propia gloria y virtud, por medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1,4).

Por la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Reina de los Apóstoles y de los Ángeles, ruego a Dios todopoderoso y eterno que te ayude a reconocer la sublime dignidad del ser humano y del admirable destino al que es llamado por Dios.
Dando fin al programa Nº 31 de “Verdades de Fe”, me despido de ustedes hasta la semana próxima. Que Dios los bendiga día tras día.

Daniel Iglesias Grèzes
17 de octubre de 2006.

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