02 octubre 2006

Programa Nº 31: El hombre

Muy buenas noches. Les habla Daniel Iglesias. Les doy la bienvenida al programa Nº 31 de “Verdades de Fe”. Este programa es transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo, Tacuarembó y San José y también a través de Internet. Los invito a enviarme sus comentarios o consultas al teléfono (035) 20535 o al mail info.ury@radiomaria.org. Estaré dialogando con ustedes durante media hora.
El programa de hoy estará referido al hombre, al ser humano.
Hoy está en boga una forma de pensar que desconoce la excelsa dignidad del ser humano, igualándolo más o menos con el resto de los animales. Como aporte para la reflexión sobre la singularidad del ser humano y su valor central en el cosmos, citaré a continuación una de las diez conferencias que el filósofo católico J. M. Bochenski pronunció en la Radio de Baviera en 1958, y que luego publicó para facilitar a otros el acceso al pensamiento filosófico:

“Vamos ahora a meditar sobre el hombre. Hay en este terreno tantos problemas filosóficos, que no es posible siquiera enumerarlos todos. De ahí que nuestra meditación haya de limitarse forzosamente sólo a algunos. Con los grandes pensadores del pasado y de nuestro propio tiempo, vamos sobre todo a hacernos esta pregunta: ¿Qué es el hombre? ¿Qué somos realmente nosotros mismos?
Lo mejor será que aquí, como siempre, empecemos afirmando las cualidades del hombre que no ofrecen lugar a duda. Éstas pueden reducirse a dos capítulos: el hombre es un animal, primeramente; y, en segundo lugar, el hombre es un animal raro, de especie única.
Es pues, ante todo, un animal y presenta todas las características del animal. Es un organismo, tiene órganos sensibles, crece, se nutre y se mueve; posee poderosos instintos: el de conservación y de lucha, el sexual y otros, exactamente como los demás animales. Si comparamos al hombre con los otros animales superiores, vemos con toda certeza que forma una especie entre las otras especies animales. Es verdad que los poetas han exaltado a menudo los sentimientos humanos con lenguaje maravilloso. Sin embargo, yo conozco algunos perros cuyos sentimientos me parecen más bellos y más profundos que los de muchos hombres. Acaso no sea muy agradable, pero hay que confesar que pertenecemos a la misma familia. Los perros y las vacas son algo así como nuestros hermanos y hermanas menores. Para pensar así, no tenemos por qué acudir a las sabias teorías sobre la evolución de las especies, según las cuales el hombre vendría no ciertamente de un mono, como de ordinario se dice, pero sí de un animal.
Es, sin embargo, un animal raro. El hombre tiene muchas cosas que o no las hallamos en absoluto en los otros animales o sólo quedan en huellas insignificantes. Lo que aquí sorprende sobre todo es que, desde el punto de vista biológico, el hombre no tendría derecho alguno a imponerse así a todo el mundo animal, a dominarlo como lo domina y aprovecharse de él como el más poderoso caprichoso de la naturaleza. El hombre es, en efecto, un animal mal dotado. Vista débil, apenas olfato, oído inferior: tales son ciertamente sus características. Armas naturales, por ejemplo, uñas, le faltan casi completamente. Su fuerza es insignificante. No puede correr ni nadar velozmente. Por añadidura, está desnudo y muere mucho más fácilmente que la mayoría de los animales de frío, calor y accidentes semejantes. Biológicamente, el hombre no tendría derecho a la existencia. Hace tiempo debería haberse extinguido, como otras especies animales mal dotadas.
Y, sin embargo, no ha sucedido así. El hombre es dueño de la naturaleza. Él ha extirpado sencillamente una larga serie de animales peligrosísimos; otras especies las ha cautivado y convertido en criados domésticos. Él ha cambiado la faz de la tierra. Basta, en efecto, contemplar la superficie terrestre desde un avión o desde una montaña para ver cómo todo lo combina, arregla y cambia. Ahora empieza a pensar en los viajes al mundo exterior, fuera de la tierra. No cabe hablar de extinción de la raza humana. Lo que se teme más bien es que se multiplique con exceso.
Ahora bien, ¿cómo es posible esto? Todos conocemos la respuesta: por la razón.
El hombre, con toda su debilidad, posee un arma terrible: la inteligencia. Es incomparablemente más inteligente que ningún otro animal, aun el más alto de la escala zoológica. Cierto que hallamos también vislumbres de inteligencia en los monos, gatos y elefantes. Pero son insignificancias al lado de lo que posee el hombre, aun el más sencillo. Esto explica su triunfo sobre la tierra.
Mas esto es una respuesta provisional y superficial. El hombre no sólo parece tener más inteligencia que los otros animales, sino también otra especie de inteligencia, o como se la quiera llamar. Así se ve por el hecho de que el hombre, y sólo él, ostenta una serie de cualidades completamente particulares. Las más notables son las cinco siguientes: la técnica, la tradición, el progreso, la capacidad de pensar de modo totalmente distinto que los otros animales y, finalmente, la reflexión.
Primeramente la técnica. La técnica consiste esencialmente en que el hombre se sirve de ciertos instrumentos producidos por él mismo. También algunos animales hacen algo parecido. Un mono, por ejemplo, tendrá gusto en usar un bastón. Pero la producción, con miras a un fin, de instrumentos complicados con largo y paciente trabajo es típicamente humana.
Pero la técnica no es, con mucho, la única rareza del hombre. La técnica misma no habría podido desarrollarse si el hombre no fuera, a la vez, un animal social, y social en un sentido absolutamente especial de la palabra. Conocemos ciertamente otros animales sociales. Las termitas y las hormigas, por ejemplo, poseen una maravillosa organización social. Pero el hombre es social de otro modo. Forma, en efecto, la sociedad por la tradición. Ésta no le es ingénita, ni tiene nada que ver con sus instintos: la aprende. Y el hombre puede aprender la tradición porque posee, como no posee ningún otro animal, un lenguaje muy complicado. La tradición sola habría bastado para distinguir fuertemente al hombre del resto de los animales.
Gracias a la tradición, el hombre es progresivo. Aprende más y más. Y aprende no sólo un individuo -esto acontece también entre los otros animales- sino la sociedad, la humanidad. El hombre es inventivo. Mientras los otros animales transmiten rígidamente su saber de generación a generación, entre nosotros una generación sabe o, por lo menos, puede saber más que la precedente. Y a menudo se producen grandes innovaciones dentro de una sola generación. Nosotros lo hemos visto en nuestra misma vida. Lo chocante es que, al parecer, este progreso tiene muy poco que ver con la evolución biológica. Biológicamente, casi no nos diferenciamos de los antiguos griegos, pero sabemos incomparablemente más que ellos.
Parece, sin embargo, que todo esto: la técnica, la tradición, el progreso, depende de una cuarta cualidad, a saber, la peculiar capacidad que posee el hombre de pensar de distinta manera que el resto de los animales. Esta diferencia o particularidad de su pensamiento no es fácil de reducir a una fórmula breve, pues es muy compleja. Así el hombre es capaz de abstracción. Mientras los otros animales piensan siempre con miras a lo particular y concreto, el hombre puede pensar universalmente. A ello debe precisamente las mayores conquistas de su técnica. Basta pensar en la matemática, principal instrumento de la ciencia. Pero la abstracción no va sólo a lo universal. Abarca también objetos ideales, como los números y los valores. De aquí depende ciertamente que el hombre parezca poseer una independencia absolutamente única de la ley de la teleología biológica que domina todo el reino animal.
Sólo voy a mentar dos rasgos muy sorprendentes de esta independencia: la ciencia y la religión. Lo que el animal conoce está siempre ligado a un fin. Sólo ve o entiende lo que es útil para él o para su especie. Su pensamiento es del todo práctico. La cosa cambia en el hombre. Éste estudia objetos que no tienen absolutamente un fin práctico alguno, por el saber puro. El hombre es capaz de la ciencia objetiva y, efectivamente, la ha construido.
Acaso es todavía más notable su religión. Cuando vemos que en la costa sur del Mediterráneo, donde se da muy bien el vino, la viña se cultiva muy poco por habitar allí musulmanes, y sí, en cambio, en condiciones menos favorables junto al Rin y hasta en Noruega, en países cristianos; si observamos los grandes establecimientos o instalaciones en los desiertos en torno a lugares de peregrinación budistas o cristianos, hemos de decirnos que esto no tiene sentido económico ni biológico. Desde el punto de vista puramente animal, ello, realmente, carece de sentido. Ahora bien, el hombre puede hacer esas cosas porque es, hasta cierto punto, independiente de las leyes biológicas del mundo animal.
Esta independencia va más lejos aún. Cada uno de nosotros tiene la conciencia inmediata de ser libre; por lo menos en ciertos momentos, parece como si pudiéramos superar todas las leyes de la naturaleza. Con esto va unida otra cosa. El hombre es -acaso sobre todo- capaz de reflexión. El hombre no mira, como parecen hacerlo todos los animales, exclusivamente el mundo exterior. Puede pensar en sí mismo, se preocupa de sí mismo, se pregunta por el sentido de su propia vida. También parece ser el único animal que tiene clara conciencia de que ha de morir.
Si se atienden todas estas particularidades del hombre, no puede sorprendernos que Platón, fundador de nuestra filosofía occidental, llegara a la conclusión de que el hombre es algo distinto de toda la naturaleza. Lo que le hace hombre -la psique, el alma, el espíritu- está ciertamente en el mundo, pero no pertenece al mundo. El hombre descuella por encima de toda la naturaleza.”

Ahora haremos unos minutos de pausa para escuchar música.
INTERVALO MUSICAL
Continuamos el programa Nº 31 de “Verdades de Fe”. Este programa es transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo, Tacuarembó y San José. Saludamos a todos nuestros oyentes y los invitamos a plantearnos sus consultas y comentarios llamando al teléfono (035) 20535.
Nuestro programa de hoy está dedicado al hombre, al ser humano. Estamos leyendo un capítulo del libro “Introducción al pensamiento filosófico” del filósofo católico J. M. Bochenski. En la primera parte del programa vimos cómo Bochenski demuestra que el hombre sobresale por encima de todo el universo material. Continuamos ahora la lectura de su conferencia sobre el hombre:

“Pero las mentadas particularidades del hombre forman sólo uno de sus aspectos. Ya hemos hecho notar que el hombre es a la vez un verdadero y pleno animal (demasiado animal a veces). Y, lo que es más importante, lo espiritual del hombre está estrechamente unido con lo puramente animal, con lo corpóreo. La menor perturbación en el cerebro basta para paralizar el pensamiento del más grande genio. Medio litro de alcohol es a menudo suficiente para transformar al más refinado poeta en una fiera salvaje. Ahora bien, el cuerpo, con sus procesos fisiológicos y no menos la vida instintiva animal, es algo tan distinto del espíritu, que se impone la pregunta de cómo puede ser en absoluto posible la unión de ambos.
Tal es la cuestión central de la ciencia filosófica del hombre, de la llamada antropología. A esta cuestión se le dan distintas respuestas. La más antigua y más sencilla consiste en negar simplemente que haya en el hombre algo más que cuerpo y movimientos mecánicos de lo corporal. Es la solución del materialismo riguroso. Hoy se defiende raras veces, entre otras razones, por el argumento que contra ella opuso el gran filósofo alemán Leibnitz. Éste proponía, en efecto, imaginar el cerebro tan agrandado, que dentro de él pudiéramos movernos como en un molino. Dentro de él sólo veríamos movimientos de distintos cuerpos, pero nunca un pensamiento. Luego el pensamiento y sus parecidos han de ser algo completamente distinto de los simples movimientos de los cuerpos. Naturalmente, puede contestarse que no hay en absoluto pensamiento ni conciencia; pero esto es tan patentemente falso, que los filósofos no suelen tomar del todo en serio tal afirmación.
Aparte de este materialismo extremo, hay otro moderado según el cual existe ciertamente la conciencia, pero ésta es función del cuerpo; una función que sólo por su grado se diferencia de la de los otros animales. Ésta es una teoría que hay que tomar más en serio.
Esa teoría se aproxima bastante a una tercera concepción que debemos a Aristóteles y que hoy parece recibir una fuerte confirmación de parte de la ciencia. La teoría aristotélica se distingue en dos puntos de la segunda clase de materialismo. En primer lugar, no tiene sentido contraponer unilateralmente las funciones espirituales al cuerpo. El hombre, dice Aristóteles, es un todo, y este todo tiene diversas funciones: puramente fisicas, vegetativas, animales y, finalmente, también espirituales. Son funciones, todas, no del cuerpo, sino del hombre, del todo. Y la segunda diferencia está en que Aristóteles -lo mismo que Platón- ve en las funciones espirituales del hombre algo completamente particular que no se da en los otros animales.
Finalmente, platónicos estrictos -que tampoco hoy faltan- sostienen la opinión de que el hombre es, como lo ha formulado un malicioso adversario, un ángel que vive en una máquina, un puro espíritu que pone en movimiento un puro mecanismo. Este espíritu, como ya hemos notado, se concibe como algo completamente distinto del resto del mundo. No sólo el filósofo francés Descartes, sino también muchos existencialistas actuales defienden con múltiples variantes esta doctrina. Según ellos, el hombre no es el todo, sino sólo el espíritu o, como se le llama actualmente a menudo, la existencia.
Si bien se mira, se trata aquí de dos cuestiones: ¿Hay en el hombre algo esencialmente distinto que en los demás animales? ¿En qué relación está ese algo con los otros elementos de la naturaleza del hombre?
Todavía hay otra cuestión fundamental en torno al hombre, cuestión a la que ha dado expresión precisa la filosofía de las últimas décadas, la llamada filosofía existencial y el existencialismo. Hemos efectivamente considerado distintas particularidades del hombre que le dan cierta dignidad y por las que descuella por encima de todos los animales. Pero el hombre no es sólo eso. Es también -y, por cierto, merced a tales cualidades particulares- algo incompleto, inquieto y, en el fondo, miserable. Un perro, un caballo, come, duerme y es feliz (en cuanto le dejamos nosotros serlo). No necesita nada más allá de la satisfacción de sus instintos. En el hombre no es así. El hombre se crea constantemente nuevas necesidades y jamás está satisfecho. Una invención completamente especial del hombre es el dinero, del que no tiene nunca bastante. Parece como si, por esencia, estuviera destinado a un progreso infinito y como si sólo lo infinito pudiera satisfacerle.
Pero a la vez el hombre, y -a lo que parece- sólo el hombre, tiene conciencia de su finitud y, sobre todo, de su mortalidad. Estas dos cualidades juntas dan por resultado una tensión por la que el hombre se nos aparece como un enigma trágico. Parece como destinado a algo que no puede en absoluto alcanzar. ¿Cuál es, pues, su sentido; cuál es el fin de su vida? Desde Platón, los mejores de entre nuestros grandes pensadores se han esforzado en hallar la solución a este enigma. Esencialmente, nos han propuesto tres grandes soluciones.
La primera, muy difundida en el siglo XIX, afirma que la necesidad de infinito se satisface identificándose el hombre con algo más amplio que él mismo, sobre todo la sociedad o la humanidad. No tiene importancia alguna, dicen estos filósofos, que yo tenga que sufrir, fracase y muera. La humanidad, el universo, prosigue su curso. Más adelante tendremos que hablar aún de esta solución. Basta decir aquí que la mayoría de los filósofos actuales la tienen por insostenible. En lugar de resolver el enigma, esta solución niega el dato, es decir, el hecho de que el hombre desea para sí el infinito, para sí como hombre particular, como individuo, y no para una abstracción como la humanidad o el universo. A la luz de la muerte se ve bien lo hueco y falso de esta teoría.
La segunda solución, muy difundida actualmente entre los existencialistas, afirma radicalmente que el hombre no tiene sentido alguno. Es un error de la naturaleza, una criatura mal hecha, una pasión inútil, como ha escrito alguna vez Sartre. El enigma no puede ser resuelto. Nosotros seremos eternamente una cuestión trágica para nosotros mismos.
Pero hay también filósofos que, siguiendo a Platón, no quieren sacar esa conclusión. No pueden creer en algo tan sin sentido en la naturaleza. Tiene que haber, según ellos, una solución al enigma del hombre. ¿En qué puede consistir esa solución? La solución sólo puede estar en que el hombre alcance de algún modo lo infinito. Ahora bien, en esta vida no lo puede alcanzar. Si hay, pues, una solución del problema del hombre, éste ha de tener su fin y sentido en el más allá, fuera de la naturaleza, allende el mundo.
¿Pero cómo? Según muchos filósofos desde Platón, la inmortalidad del alma es demostrable. Otros, sin creer en una demostración estricta, la admiten. Pero tampoco la inmortalidad aporta una respuesta a la cuestión. No se ve, en efecto, cómo el hombre alcanza en la otra vida lo infinito. Platón dijo una vez que la respuesta última a esta cuestión sólo podía darla un dios. Había que esperar una palabra divina.
Pero esto ya no es filosofía, sino religión. El pensamiento filosófico plantea aquí, como en otros terrenos, la cuestión. Nos lleva a un límite en que el hombre contempla en silencio la oscuridad ya no aclarable racionalmente, es decir, filosóficamente."

Querido amigo, querida amiga:
La filosofía cristiana nos enseña que el ser humano ocupa un lugar central en el cosmos. La Divina Revelación lo confirma:
o Antes de crear a Adán y Eva, dijo Dios:
“Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra.” (Génesis 1,26).
o Jesús enseña a sus discípulos que el ser humano es superior a los animales:
“¡Cuánto más valéis vosotros que las aves!” (Lucas 12,24).
o Y el mismo Jesús, para salvar a un hombre endemoniado, no tiene ningún escrúpulo en sacrificar toda una piara de cerdos (véase Mateo 8,28-34).
La filosofía cristiana nos enseña que el ser humano es una unidad de cuerpo material y alma espiritual y sostiene la primacía del espíritu. La palabra de Nuestro Señor Jesucristo lo confirma: • “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” (Marcos 8,36).
“Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma.” (Mateo 10,28).
La filosofía cristiana nos enseña que el ser humano tiene una finalidad trascendente. La Revelación lo confirma con testimonio divino:
“Jesús le respondió: “Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás.”” (Juan 11,25-26).
“Pues su divino poder nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad, mediante el conocimiento perfecto del que nos ha llamado por su propia gloria y virtud, por medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1,4).

Por la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Reina de los Apóstoles y de los Ángeles, ruego a Dios todopoderoso y eterno que te ayude a reconocer la sublime dignidad del ser humano y del admirable destino al que es llamado por Dios.
Dando fin al programa Nº 31 de “Verdades de Fe”, me despido de ustedes hasta la semana próxima. Que Dios los bendiga día tras día.

Daniel Iglesias Grèzes
17 de octubre de 2006.

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