Programa Nº 34: Las uniones de hecho
Muy buenas noches. Les habla Daniel Iglesias. Les doy la bienvenida al programa Nº 34 de “Verdades de Fe”. Este programa es transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo, Tacuarembó y San José y también a través de Internet. Los invito a enviarme sus comentarios o consultas al teléfono (035) 20535. Estaré dialogando con ustedes durante media hora.
El programa de hoy estará referido a las uniones de hecho, también llamadas uniones libres o concubinarias. Leeremos parte del documento titulado Familia, matrimonio y “uniones de hecho” del Pontificio Consejo para la Familia, publicado en el año 2000. Concretamente leeremos el Capítulo III, denominado Las uniones de hecho en el conjunto de la sociedad.
Dimensión social y política del problema de la equiparación
Ciertos influjos culturales radicales (como la ideología del «género» […]) tienen como consecuencia el deterioro de la institución familiar. «Aún más preocupante es el ataque directo a la institución familiar que se está desarrollando, tanto en el nivel cultural como en el político, legislativo y administrativo… Es clara la tendencia a equiparar a la familia otras formas de convivencia bien diversas, prescindiendo de fundamentales consideraciones de orden ético y antropológico». Es prioritaria, por tanto, la definición de la identidad propia de la familia. A esta identidad pertenece el valor y la exigencia de estabilidad en la relación matrimonial entre hombre y mujer, estabilidad que halla expresión y confirmación en un horizonte de procreación y educación de los hijos, lo que resulta en beneficio del entero tejido social. Dicha estabilidad matrimonial y familiar no está sólo asentada en la buena voluntad de las personas concretas, sino que reviste un carácter institucional de reconocimiento público, por parte del Estado, de la elección de vida conyugal. El reconocimiento, protección y promoción de dicha estabilidad redunda en el interés general, especialmente de los más débiles, es decir, los hijos.
Otro riesgo en la consideración social del problema que nos ocupa es el de la banalización. Algunos afirman que el reconocimiento y equiparación de las uniones de hecho no debería preocupar excesivamente cuando el número de éstas fuera relativamente escaso. Más bien debería concluirse, en este caso, lo contrario, puesto que una consideración cuantitativa del problema debería entonces conducir a poner en duda la conveniencia de plantear el problema de las uniones de hecho como problema de primera magnitud, especialmente allí donde apenas se presta una adecuada atención al grave problema (de presente y de futuro) de la protección del matrimonio y la familia mediante adecuadas políticas familiares, verdaderamente incidentes en la vida social. La exaltación indiferenciada de la libertad de elección de los individuos, sin referencia alguna a un orden de valores de relevancia social, obedece a un planteamiento completamente individualista y privatista del matrimonio y la familia, ciego a su dimensión social objetiva. Hay que tener en cuenta que la procreación es principio «genético» de la sociedad, y que la educación de los hijos es lugar primario de transmisión y cultivo del tejido social, así como núcleo esencial de su configuración estructural.
El reconocimiento y equiparación de las uniones de hecho discrimina al matrimonio
Con el reconocimiento público de las uniones de hecho se establece un marco jurídico asimétrico: mientras la sociedad asume obligaciones respecto a los convivientes de las uniones de hecho, éstos no asumen para con la misma las obligaciones esenciales propias del matrimonio. La equiparación agrava esta situación puesto que privilegia a las uniones de hecho respecto de los matrimonios, al eximir a las primeras de deberes esenciales para con la sociedad. Se acepta de este modo una paradójica disociación que resulta en perjuicio de la institución familiar. Respecto a los recientes intentos legislativos de equiparar familia y uniones de hecho, incluso homosexuales (conviene tener presente que su reconocimiento jurídico es el primer paso hacia la equiparación), es preciso recordar a los parlamentarios su grave responsabilidad de oponerse a ellos, puesto que «los legisladores, y en modo particular los parlamentarios católicos, no podrían cooperar con su voto a esta clase de legislación, que, por ir contra el bien común y la verdad del hombre, sería propiamente inicua». Estas iniciativas legales presentan todas las características de disconformidad con la ley natural que las hacen incompatibles con la dignidad de ley. Tal y como dice San Agustín «La ley que no sea justa no deberá ser vista como ley». Es preciso reconocer un fundamento último del ordenamiento jurídico.
«La vida social y su aparato jurídico exige un fundamento último. Si no existe otra ley más allá de la ley civil, debemos admitir entonces que cualquier valor, incluso aquellos por los cuales los hombres han combatido y considerado como pasos adelante cruciales en la lenta marcha hacia la libertad, pueden ser cancelados por una simple mayoría de votos. Quienes critican la ley natural deben cerrar los ojos ante esta posibilidad, y cuando promueven leyes -en contraste con el bien común en sus exigencias fundamentales- deben tener en cuenta todas las consecuencias de sus propias acciones, porque pueden impulsar a la sociedad en una peligrosa dirección».
No se trata, por tanto, de pretender imponer un determinado «modelo» de comportamiento al conjunto de la sociedad, sino de la exigencia social del reconocimiento, por parte del ordenamiento legal, de la imprescindible aportación de la familia fundada en el matrimonio al bien común. Donde la familia está en crisis, la sociedad vacila.
La familia tiene derecho a ser protegida y promovida por la sociedad, como muchas Constituciones vigentes en Estados de todo el mundo reconocen. Es éste un reconocimiento, en justicia, de la función esencial que la familia fundada en el matrimonio representa para la sociedad. A este derecho originario de la familia corresponde un deber de la sociedad, no sólo moral, sino también civil. El derecho de la familia fundada en el matrimonio a ser protegida y promovida por la sociedad y el Estado debe ser reconocido por las leyes. Se trata de una cuestión que afecta al bien común. Santo Tomás de Aquino, con una nítida argumentación, rechaza la idea de que la ley moral y la ley civil puedan determinarse en oposición: son distintas, pero no opuestas, ambas se distinguen, pero no se disocian, entre ellas no hay univocidad, pero tampoco contradicción. «Toda ley hecha por los hombres tiene razón de ley en tanto que deriva de la ley natural. Si algo, en cambio, se opone a la ley natural, no es entonces ley, sino corrupción de la ley».
Como afirma Juan Pablo II, «Es importante que los que están llamados a guiar el destino de las naciones reconozcan y afirmen la institución matrimonial; en efecto, el matrimonio tiene una condición jurídica específica, que reconoce derechos y deberes por parte de los esposos, de uno con respecto a otro y de ambos en relación con los hijos, y el papel de las familias en la sociedad, cuya perennidad aseguran, es primordial. La familia favorece la socialización de los jóvenes y contribuye a atajar los fenómenos de violencia mediante la transmisión de valores y mediante la experiencia de la fraternidad y de la solidaridad, que permite vivir diariamente. En la búsqueda de soluciones legítimas para la sociedad moderna, no se la puede poner al mismo nivel de simples asociaciones o uniones, y éstas no pueden beneficiarse de los derechos particulares vinculados exclusivamente a la protección del compromiso matrimonial y de la familia, fundada en el matrimonio, como comunidad de vida y amor estable, fruto de la entrega total y fiel de los esposos abierta a la vida».
Cuantos se ocupan de la política deberían ser conscientes de la seriedad del problema. La acción política actual tiende en Occidente, con cierta frecuencia, a privilegiar en general los aspectos pragmáticos y la llamada «política de equilibrios» sobre cosas muy concretas sin entrar en la discusión de los principios que puedan comprometer difíciles y precarios compromisos entre partidos, alianzas o coaliciones. Pero dichos equilibrios ¿no deberían, más bien, estar fundados en base a claridad de los principios, fidelidad a los valores esenciales, nitidez en los postulados fundamentales? «Si no existe ninguna verdad última que guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones pueden ser fácilmente instrumentalizadas con fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo abierto o sutil, como la historia lo demuestra». La función legislativa corresponde a la responsabilidad política; en este sentido, es propio del político velar (no sólo a nivel de principios sino también de aplicaciones) para evitar un deterioro, de graves consecuencias presentes y futuras, de la relación ley moral-ley civil y la defensa del valor educativo-cultural del ordenamiento jurídico. El modo más eficaz de velar por el interés público no consiste en la cesión demagógica a grupos de presión que promueven las uniones de hecho, sino la promoción enérgica y sistemática de políticas familiares orgánicas, que entiendan la familia fundada en el matrimonio como el centro y motor de la política social y que cubran el extenso ámbito de los derechos de la familia.
«La familia es el núcleo central de la sociedad civil. Tiene ciertamente, un papel económico importante, que no puede olvidarse, pues constituye el mayor capital humano, pero su misión engloba muchas otras tareas. Es, sobre todo, una comunidad natural de vida, una comunidad que está fundada sobre el matrimonio y, por ello, presenta una cohesión que supera la de cualquier otra comunidad social».
A este aspecto la Santa Sede ha dedicado espacio en la Carta de los Derechos de la Familia, superando una concepción meramente asistencialista del Estado.
Ahora haremos unos minutos de pausa para escuchar música.
INTERVALO MUSICAL
Continuamos el programa Nº 34 de “Verdades de Fe”. Este programa es transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo, Tacuarembó y San José. Saludo a todos los oyentes y los invito a llamar al teléfono (035) 20535 para plantear sus comentarios o consultas sobre los temas tratados en “Verdades de Fe”.
Nuestro programa de hoy está dedicado a las uniones de hecho.
Proseguiremos la lectura del Capítulo III del documento titulado Familia, matrimonio y “uniones de hecho” del Pontificio Consejo para la Familia, publicado en el año 2000.
Presupuestos antropológicos de la diferencia entre el matrimonio y las "uniones de hecho"
El matrimonio, en consecuencia, se asienta sobre unos presupuestos antropológicos definidos, que lo distinguen de otros tipos de unión y que -superando el mero ámbito del obrar, de lo «fáctico»- lo enraízan en el mismo ser de la persona de la mujer o del varón.
Entre estos presupuestos, se encuentra: la igualdad de mujer y varón, pues «ambos son personas igualmente» (si bien lo son de modo diverso); el carácter complementario de ambos sexos, del que nace la natural inclinación entre ellos, impulsada por la tendencia a la generación de los hijos; la posibilidad de un amor al otro precisamente en cuanto sexualmente diverso y complementario, de modo que «este amor se expresa y perfecciona singularmente con la acción propia del matrimonio»; la posibilidad -por parte de la libertad- de establecer una relación estable y definitiva, es decir, debida en justicia; y, finalmente, la dimensión social de la condición conyugal y familiar, que constituye el primer ámbito de educación y apertura a la sociedad a través de las relaciones de parentesco (que contribuyen a la configuración de la identidad de la persona humana).
Si se acepta la posibilidad de un amor especifico entre varón y mujer, es obvio que tal amor inclina (de por sí) a una intimidad, a una determinada exclusividad, a la generación de la prole y a un proyecto común de vida: cuando se quiere eso, y se quiere de modo que se le otorga al otro la capacidad de exigirlo, se produce la real entrega y aceptación de mujer y varón que constituye la comunión conyugal. Hay una donación y aceptación recíproca de la persona humana en la comunión conyugal. «Por tanto, el amor conyugal no es sólo ni sobre todo sentimiento; por el contrario es esencialmente un compromiso con la otra persona, compromiso que se asume con un acto preciso de voluntad. Exactamente eso califica dicho amor, transformándolo en conyugal. Una vez dado y aceptado el compromiso por medio del consentimiento, el amor se convierte en conyugal, y nunca pierde este carácter». A esto, en la tradición histórica cristiana de occidente, se le llama matrimonio.
Por tanto se trata de un proyecto común estable que nace de la entrega libre y total del amor conyugal fecundo como algo debido en justicia. La dimensión de justicia, puesto que se funda una institución social originaria (y originante de la sociedad), es inherente a la conyugalidad misma: «Son libres de celebrar el matrimonio, después de haberse elegido el uno al otro de modo igualmente libre; pero, en el momento en que realizan este acto, instauran un estado personal en el que el amor se transforma en algo debido, también con valor jurídico». Pueden existir otros modos de vivir la sexualidad -aun contra las tendencias naturales-, otras formas de convivencia en común, otras relaciones de amistad -basadas o no en la diferenciación sexual-, otros medios para traer hijos al mundo. Pero la familia de fundación matrimonial tiene como específico que es la única institución que aúna y reúne todos los elementos citados, de modo originario y simultáneo.
Resulta, en consecuencia, necesario subrayar la gravedad y el carácter insustituible de ciertos principios antropológicos sobre la relación hombre-mujer, que son fundamentales para la convivencia humana y mucho más para la salvaguardia de la dignidad de todas las personas. El núcleo central y el elemento esencial de esos principios es el amor conyugal entre dos personas de igual dignidad, pero distintas y complementarias en su sexualidad. Es el ser del matrimonio como realidad natural y humana el que está en juego, y es el bien de toda la sociedad el que está en discusión. «Como todos saben, hoy no sólo se ponen en tela de juicio las propiedades y finalidades del matrimonio, sino también el valor y la utilidad misma de esta institución. Aun excluyendo generalizaciones indebidas, no es posible ignorar, a este respecto, el fenómeno creciente de las simples uniones de hecho y las insistentes campañas de opinión encaminadas a proporcionar dignidad conyugal a uniones incluso entre personas del mismo sexo».
Se trata de un principio básico: un amor, para que sea amor conyugal verdadero y libre, debe ser transformado en un amor debido en justicia, mediante el acto libre del consentimiento matrimonial. «A la luz de esos principios […] puede establecerse y comprenderse la diferencia esencial que existe entre una mera unión de hecho, aunque se afirme que ha surgido por amor, y el matrimonio, en el que el amor se traduce en un compromiso no sólo moral, sino también rigurosamente jurídico. El vínculo, que se asume recíprocamente, desarrolla desde el principio una eficacia que corrobora el amor del que nace, favoreciendo su duración en beneficio del cónyuge, de la prole y de la misma sociedad».
En efecto, el matrimonio -fundante de la familia- no es una «forma de vivir la sexualidad en pareja»: si fuera simplemente esto, se trataría de una forma más entre las varias posibles.
«El matrimonio determina el cuadro jurídico que favorece la estabilidad de la familia. Permite la renovación de las generaciones. No es un simple contrato o negocio privado, sino que constituye una de las estructuras fundamentales de la sociedad, a la cual mantiene unida en coherencia».
[El matrimonio] Tampoco es simplemente la expresión de un amor sentimental entre dos personas: esta característica se da habitualmente en todo amor de amistad. El matrimonio es más que eso: es una unión entre mujer y varón, precisamente en cuanto tales, y en la totalidad de su ser masculino y femenino. Tal unión sólo puede ser establecida por un acto de voluntad libre de los contrayentes, pero su contenido específico viene determinado por la estructura del ser humano, mujer y varón: recíproca entrega y transmisión de la vida. A este don de sí en toda la dimensión complementaria de mujer y varón con la voluntad de deberse en justicia al otro, se le llama conyugalidad, y los contrayentes se constituyen entonces en cónyuges: «esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por eso tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana».
Mayor gravedad de la equiparación del matrimonio a las relaciones homosexuales
La verdad sobre el amor conyugal permite comprender también las graves consecuencias sociales de la institucionalización de la relación homosexual: «se pone de manifiesto también qué incongruente es la pretensión de atribuir una realidad conyugal a la unión entre personas del mismo sexo. Se opone a esto, ante todo, la imposibilidad objetiva de hacer fructificar el matrimonio mediante la transmisión de la vida, según el proyecto inscrito por Dios en la misma estructura del ser humano. Asimismo, se opone a ello la ausencia de los presupuestos para la complementariedad interpersonal querida por el Creador, tanto en el plano físico-biológico como en el eminentemente psicológico, entre el varón y la mujer...». El matrimonio no puede ser reducido a una condición semejante a la de una relación homosexual; esto es contrario al sentido común.
«No hay equivalencia entre la relación entre dos personas del mismo sexo y aquella formada por un hombre y una mujer. Sólo esta última puede ser calificada de pareja, porque implica la diferencia sexual, la dimensión conyugal, la capacidad de ejercicio de la paternidad y la maternidad. La homosexualidad, es evidente, no puede representar este conjunto simbólico».
En el caso de las relaciones homosexuales que reivindican ser consideradas unión de hecho, las consecuencias morales y jurídicas alcanzan una especial relevancia. «Las 'uniones de hecho' entre homosexuales, además, constituyen una deplorable distorsión de lo que debería ser la comunión de amor y vida entre un hombre y una mujer, en recíproca donación abierta a la vida». Todavía es mucho más grave la pretensión de equiparar tales uniones a «matrimonio legal», como algunas iniciativas recientes promueven. Por si fuera poco, los intentos de posibilitar legalmente la adopción de niños en el contexto de las relaciones homosexuales añaden a todo lo anterior un elemento de gran peligrosidad.
«No puede constituir una verdadera familia el vínculo de dos hombres o de dos mujeres, y mucho menos se puede atribuir a esa unión el derecho de adoptar niños privados de familia». Recordar la trascendencia social de la verdad sobre el amor conyugal y, en consecuencia, el grave error que supondría el reconocimiento o incluso equiparación del matrimonio a las relaciones homosexuales no supone discriminar, en ningún modo, a estas personas. Es el mismo bien común de la sociedad el que exige que las leyes reconozcan, favorezcan y protejan la unión matrimonial como base de la familia, que se vería, de este modo, perjudicada.
Querido amigo, querida amiga:
El pasado 12 de septiembre el Senado uruguayo aprobó un proyecto de ley que otorga reconocimiento y protección legal a las uniones concubinarias con al menos cinco años de convivencia, concediendo a dichas uniones, tanto heterosexuales como homosexuales, derechos y deberes análogos a los del matrimonio. Según el proyecto de ley aprobado, una persona casada podría unirse en concubinato legal con otra persona distinta de su cónyuge, por lo cual se estaría legalizando una especie de bigamia.
El art. 40 de la Constitución Nacional establece lo siguiente: “La familia es la base de nuestra sociedad. El Estado velará por su estabilidad moral y material, para la mejor formación de los hijos dentro de la sociedad”. Es evidente que los constituyentes se refirieron a la familia basada en el matrimonio, unión estable entre un hombre y una mujer. Por consiguiente, no sería constitucional una ley que otorgue derechos propios del matrimonio a parejas que, o bien no quieren casarse o bien no pueden casarse debido a un impedimento legal.
Por la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Capitana y Guía de los Treinta y Tres Orientales, ruego a Dios todopoderoso y eterno que los ciudadanos uruguayos católicos hagamos todo lo humanamente posible para evitar la aprobación de ese proyecto de ley gravemente injusto e inconstitucional.
Dando fin al programa Nº 34 de “Verdades de Fe”, me despido de ustedes hasta la semana próxima. Que Dios los bendiga día tras día.
Daniel Iglesias Grèzes
7 de noviembre de 2006.
El programa de hoy estará referido a las uniones de hecho, también llamadas uniones libres o concubinarias. Leeremos parte del documento titulado Familia, matrimonio y “uniones de hecho” del Pontificio Consejo para la Familia, publicado en el año 2000. Concretamente leeremos el Capítulo III, denominado Las uniones de hecho en el conjunto de la sociedad.
Dimensión social y política del problema de la equiparación
Ciertos influjos culturales radicales (como la ideología del «género» […]) tienen como consecuencia el deterioro de la institución familiar. «Aún más preocupante es el ataque directo a la institución familiar que se está desarrollando, tanto en el nivel cultural como en el político, legislativo y administrativo… Es clara la tendencia a equiparar a la familia otras formas de convivencia bien diversas, prescindiendo de fundamentales consideraciones de orden ético y antropológico». Es prioritaria, por tanto, la definición de la identidad propia de la familia. A esta identidad pertenece el valor y la exigencia de estabilidad en la relación matrimonial entre hombre y mujer, estabilidad que halla expresión y confirmación en un horizonte de procreación y educación de los hijos, lo que resulta en beneficio del entero tejido social. Dicha estabilidad matrimonial y familiar no está sólo asentada en la buena voluntad de las personas concretas, sino que reviste un carácter institucional de reconocimiento público, por parte del Estado, de la elección de vida conyugal. El reconocimiento, protección y promoción de dicha estabilidad redunda en el interés general, especialmente de los más débiles, es decir, los hijos.
Otro riesgo en la consideración social del problema que nos ocupa es el de la banalización. Algunos afirman que el reconocimiento y equiparación de las uniones de hecho no debería preocupar excesivamente cuando el número de éstas fuera relativamente escaso. Más bien debería concluirse, en este caso, lo contrario, puesto que una consideración cuantitativa del problema debería entonces conducir a poner en duda la conveniencia de plantear el problema de las uniones de hecho como problema de primera magnitud, especialmente allí donde apenas se presta una adecuada atención al grave problema (de presente y de futuro) de la protección del matrimonio y la familia mediante adecuadas políticas familiares, verdaderamente incidentes en la vida social. La exaltación indiferenciada de la libertad de elección de los individuos, sin referencia alguna a un orden de valores de relevancia social, obedece a un planteamiento completamente individualista y privatista del matrimonio y la familia, ciego a su dimensión social objetiva. Hay que tener en cuenta que la procreación es principio «genético» de la sociedad, y que la educación de los hijos es lugar primario de transmisión y cultivo del tejido social, así como núcleo esencial de su configuración estructural.
El reconocimiento y equiparación de las uniones de hecho discrimina al matrimonio
Con el reconocimiento público de las uniones de hecho se establece un marco jurídico asimétrico: mientras la sociedad asume obligaciones respecto a los convivientes de las uniones de hecho, éstos no asumen para con la misma las obligaciones esenciales propias del matrimonio. La equiparación agrava esta situación puesto que privilegia a las uniones de hecho respecto de los matrimonios, al eximir a las primeras de deberes esenciales para con la sociedad. Se acepta de este modo una paradójica disociación que resulta en perjuicio de la institución familiar. Respecto a los recientes intentos legislativos de equiparar familia y uniones de hecho, incluso homosexuales (conviene tener presente que su reconocimiento jurídico es el primer paso hacia la equiparación), es preciso recordar a los parlamentarios su grave responsabilidad de oponerse a ellos, puesto que «los legisladores, y en modo particular los parlamentarios católicos, no podrían cooperar con su voto a esta clase de legislación, que, por ir contra el bien común y la verdad del hombre, sería propiamente inicua». Estas iniciativas legales presentan todas las características de disconformidad con la ley natural que las hacen incompatibles con la dignidad de ley. Tal y como dice San Agustín «La ley que no sea justa no deberá ser vista como ley». Es preciso reconocer un fundamento último del ordenamiento jurídico.
«La vida social y su aparato jurídico exige un fundamento último. Si no existe otra ley más allá de la ley civil, debemos admitir entonces que cualquier valor, incluso aquellos por los cuales los hombres han combatido y considerado como pasos adelante cruciales en la lenta marcha hacia la libertad, pueden ser cancelados por una simple mayoría de votos. Quienes critican la ley natural deben cerrar los ojos ante esta posibilidad, y cuando promueven leyes -en contraste con el bien común en sus exigencias fundamentales- deben tener en cuenta todas las consecuencias de sus propias acciones, porque pueden impulsar a la sociedad en una peligrosa dirección».
No se trata, por tanto, de pretender imponer un determinado «modelo» de comportamiento al conjunto de la sociedad, sino de la exigencia social del reconocimiento, por parte del ordenamiento legal, de la imprescindible aportación de la familia fundada en el matrimonio al bien común. Donde la familia está en crisis, la sociedad vacila.
La familia tiene derecho a ser protegida y promovida por la sociedad, como muchas Constituciones vigentes en Estados de todo el mundo reconocen. Es éste un reconocimiento, en justicia, de la función esencial que la familia fundada en el matrimonio representa para la sociedad. A este derecho originario de la familia corresponde un deber de la sociedad, no sólo moral, sino también civil. El derecho de la familia fundada en el matrimonio a ser protegida y promovida por la sociedad y el Estado debe ser reconocido por las leyes. Se trata de una cuestión que afecta al bien común. Santo Tomás de Aquino, con una nítida argumentación, rechaza la idea de que la ley moral y la ley civil puedan determinarse en oposición: son distintas, pero no opuestas, ambas se distinguen, pero no se disocian, entre ellas no hay univocidad, pero tampoco contradicción. «Toda ley hecha por los hombres tiene razón de ley en tanto que deriva de la ley natural. Si algo, en cambio, se opone a la ley natural, no es entonces ley, sino corrupción de la ley».
Como afirma Juan Pablo II, «Es importante que los que están llamados a guiar el destino de las naciones reconozcan y afirmen la institución matrimonial; en efecto, el matrimonio tiene una condición jurídica específica, que reconoce derechos y deberes por parte de los esposos, de uno con respecto a otro y de ambos en relación con los hijos, y el papel de las familias en la sociedad, cuya perennidad aseguran, es primordial. La familia favorece la socialización de los jóvenes y contribuye a atajar los fenómenos de violencia mediante la transmisión de valores y mediante la experiencia de la fraternidad y de la solidaridad, que permite vivir diariamente. En la búsqueda de soluciones legítimas para la sociedad moderna, no se la puede poner al mismo nivel de simples asociaciones o uniones, y éstas no pueden beneficiarse de los derechos particulares vinculados exclusivamente a la protección del compromiso matrimonial y de la familia, fundada en el matrimonio, como comunidad de vida y amor estable, fruto de la entrega total y fiel de los esposos abierta a la vida».
Cuantos se ocupan de la política deberían ser conscientes de la seriedad del problema. La acción política actual tiende en Occidente, con cierta frecuencia, a privilegiar en general los aspectos pragmáticos y la llamada «política de equilibrios» sobre cosas muy concretas sin entrar en la discusión de los principios que puedan comprometer difíciles y precarios compromisos entre partidos, alianzas o coaliciones. Pero dichos equilibrios ¿no deberían, más bien, estar fundados en base a claridad de los principios, fidelidad a los valores esenciales, nitidez en los postulados fundamentales? «Si no existe ninguna verdad última que guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones pueden ser fácilmente instrumentalizadas con fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo abierto o sutil, como la historia lo demuestra». La función legislativa corresponde a la responsabilidad política; en este sentido, es propio del político velar (no sólo a nivel de principios sino también de aplicaciones) para evitar un deterioro, de graves consecuencias presentes y futuras, de la relación ley moral-ley civil y la defensa del valor educativo-cultural del ordenamiento jurídico. El modo más eficaz de velar por el interés público no consiste en la cesión demagógica a grupos de presión que promueven las uniones de hecho, sino la promoción enérgica y sistemática de políticas familiares orgánicas, que entiendan la familia fundada en el matrimonio como el centro y motor de la política social y que cubran el extenso ámbito de los derechos de la familia.
«La familia es el núcleo central de la sociedad civil. Tiene ciertamente, un papel económico importante, que no puede olvidarse, pues constituye el mayor capital humano, pero su misión engloba muchas otras tareas. Es, sobre todo, una comunidad natural de vida, una comunidad que está fundada sobre el matrimonio y, por ello, presenta una cohesión que supera la de cualquier otra comunidad social».
A este aspecto la Santa Sede ha dedicado espacio en la Carta de los Derechos de la Familia, superando una concepción meramente asistencialista del Estado.
Ahora haremos unos minutos de pausa para escuchar música.
INTERVALO MUSICAL
Continuamos el programa Nº 34 de “Verdades de Fe”. Este programa es transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo, Tacuarembó y San José. Saludo a todos los oyentes y los invito a llamar al teléfono (035) 20535 para plantear sus comentarios o consultas sobre los temas tratados en “Verdades de Fe”.
Nuestro programa de hoy está dedicado a las uniones de hecho.
Proseguiremos la lectura del Capítulo III del documento titulado Familia, matrimonio y “uniones de hecho” del Pontificio Consejo para la Familia, publicado en el año 2000.
Presupuestos antropológicos de la diferencia entre el matrimonio y las "uniones de hecho"
El matrimonio, en consecuencia, se asienta sobre unos presupuestos antropológicos definidos, que lo distinguen de otros tipos de unión y que -superando el mero ámbito del obrar, de lo «fáctico»- lo enraízan en el mismo ser de la persona de la mujer o del varón.
Entre estos presupuestos, se encuentra: la igualdad de mujer y varón, pues «ambos son personas igualmente» (si bien lo son de modo diverso); el carácter complementario de ambos sexos, del que nace la natural inclinación entre ellos, impulsada por la tendencia a la generación de los hijos; la posibilidad de un amor al otro precisamente en cuanto sexualmente diverso y complementario, de modo que «este amor se expresa y perfecciona singularmente con la acción propia del matrimonio»; la posibilidad -por parte de la libertad- de establecer una relación estable y definitiva, es decir, debida en justicia; y, finalmente, la dimensión social de la condición conyugal y familiar, que constituye el primer ámbito de educación y apertura a la sociedad a través de las relaciones de parentesco (que contribuyen a la configuración de la identidad de la persona humana).
Si se acepta la posibilidad de un amor especifico entre varón y mujer, es obvio que tal amor inclina (de por sí) a una intimidad, a una determinada exclusividad, a la generación de la prole y a un proyecto común de vida: cuando se quiere eso, y se quiere de modo que se le otorga al otro la capacidad de exigirlo, se produce la real entrega y aceptación de mujer y varón que constituye la comunión conyugal. Hay una donación y aceptación recíproca de la persona humana en la comunión conyugal. «Por tanto, el amor conyugal no es sólo ni sobre todo sentimiento; por el contrario es esencialmente un compromiso con la otra persona, compromiso que se asume con un acto preciso de voluntad. Exactamente eso califica dicho amor, transformándolo en conyugal. Una vez dado y aceptado el compromiso por medio del consentimiento, el amor se convierte en conyugal, y nunca pierde este carácter». A esto, en la tradición histórica cristiana de occidente, se le llama matrimonio.
Por tanto se trata de un proyecto común estable que nace de la entrega libre y total del amor conyugal fecundo como algo debido en justicia. La dimensión de justicia, puesto que se funda una institución social originaria (y originante de la sociedad), es inherente a la conyugalidad misma: «Son libres de celebrar el matrimonio, después de haberse elegido el uno al otro de modo igualmente libre; pero, en el momento en que realizan este acto, instauran un estado personal en el que el amor se transforma en algo debido, también con valor jurídico». Pueden existir otros modos de vivir la sexualidad -aun contra las tendencias naturales-, otras formas de convivencia en común, otras relaciones de amistad -basadas o no en la diferenciación sexual-, otros medios para traer hijos al mundo. Pero la familia de fundación matrimonial tiene como específico que es la única institución que aúna y reúne todos los elementos citados, de modo originario y simultáneo.
Resulta, en consecuencia, necesario subrayar la gravedad y el carácter insustituible de ciertos principios antropológicos sobre la relación hombre-mujer, que son fundamentales para la convivencia humana y mucho más para la salvaguardia de la dignidad de todas las personas. El núcleo central y el elemento esencial de esos principios es el amor conyugal entre dos personas de igual dignidad, pero distintas y complementarias en su sexualidad. Es el ser del matrimonio como realidad natural y humana el que está en juego, y es el bien de toda la sociedad el que está en discusión. «Como todos saben, hoy no sólo se ponen en tela de juicio las propiedades y finalidades del matrimonio, sino también el valor y la utilidad misma de esta institución. Aun excluyendo generalizaciones indebidas, no es posible ignorar, a este respecto, el fenómeno creciente de las simples uniones de hecho y las insistentes campañas de opinión encaminadas a proporcionar dignidad conyugal a uniones incluso entre personas del mismo sexo».
Se trata de un principio básico: un amor, para que sea amor conyugal verdadero y libre, debe ser transformado en un amor debido en justicia, mediante el acto libre del consentimiento matrimonial. «A la luz de esos principios […] puede establecerse y comprenderse la diferencia esencial que existe entre una mera unión de hecho, aunque se afirme que ha surgido por amor, y el matrimonio, en el que el amor se traduce en un compromiso no sólo moral, sino también rigurosamente jurídico. El vínculo, que se asume recíprocamente, desarrolla desde el principio una eficacia que corrobora el amor del que nace, favoreciendo su duración en beneficio del cónyuge, de la prole y de la misma sociedad».
En efecto, el matrimonio -fundante de la familia- no es una «forma de vivir la sexualidad en pareja»: si fuera simplemente esto, se trataría de una forma más entre las varias posibles.
«El matrimonio determina el cuadro jurídico que favorece la estabilidad de la familia. Permite la renovación de las generaciones. No es un simple contrato o negocio privado, sino que constituye una de las estructuras fundamentales de la sociedad, a la cual mantiene unida en coherencia».
[El matrimonio] Tampoco es simplemente la expresión de un amor sentimental entre dos personas: esta característica se da habitualmente en todo amor de amistad. El matrimonio es más que eso: es una unión entre mujer y varón, precisamente en cuanto tales, y en la totalidad de su ser masculino y femenino. Tal unión sólo puede ser establecida por un acto de voluntad libre de los contrayentes, pero su contenido específico viene determinado por la estructura del ser humano, mujer y varón: recíproca entrega y transmisión de la vida. A este don de sí en toda la dimensión complementaria de mujer y varón con la voluntad de deberse en justicia al otro, se le llama conyugalidad, y los contrayentes se constituyen entonces en cónyuges: «esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por eso tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana».
Mayor gravedad de la equiparación del matrimonio a las relaciones homosexuales
La verdad sobre el amor conyugal permite comprender también las graves consecuencias sociales de la institucionalización de la relación homosexual: «se pone de manifiesto también qué incongruente es la pretensión de atribuir una realidad conyugal a la unión entre personas del mismo sexo. Se opone a esto, ante todo, la imposibilidad objetiva de hacer fructificar el matrimonio mediante la transmisión de la vida, según el proyecto inscrito por Dios en la misma estructura del ser humano. Asimismo, se opone a ello la ausencia de los presupuestos para la complementariedad interpersonal querida por el Creador, tanto en el plano físico-biológico como en el eminentemente psicológico, entre el varón y la mujer...». El matrimonio no puede ser reducido a una condición semejante a la de una relación homosexual; esto es contrario al sentido común.
«No hay equivalencia entre la relación entre dos personas del mismo sexo y aquella formada por un hombre y una mujer. Sólo esta última puede ser calificada de pareja, porque implica la diferencia sexual, la dimensión conyugal, la capacidad de ejercicio de la paternidad y la maternidad. La homosexualidad, es evidente, no puede representar este conjunto simbólico».
En el caso de las relaciones homosexuales que reivindican ser consideradas unión de hecho, las consecuencias morales y jurídicas alcanzan una especial relevancia. «Las 'uniones de hecho' entre homosexuales, además, constituyen una deplorable distorsión de lo que debería ser la comunión de amor y vida entre un hombre y una mujer, en recíproca donación abierta a la vida». Todavía es mucho más grave la pretensión de equiparar tales uniones a «matrimonio legal», como algunas iniciativas recientes promueven. Por si fuera poco, los intentos de posibilitar legalmente la adopción de niños en el contexto de las relaciones homosexuales añaden a todo lo anterior un elemento de gran peligrosidad.
«No puede constituir una verdadera familia el vínculo de dos hombres o de dos mujeres, y mucho menos se puede atribuir a esa unión el derecho de adoptar niños privados de familia». Recordar la trascendencia social de la verdad sobre el amor conyugal y, en consecuencia, el grave error que supondría el reconocimiento o incluso equiparación del matrimonio a las relaciones homosexuales no supone discriminar, en ningún modo, a estas personas. Es el mismo bien común de la sociedad el que exige que las leyes reconozcan, favorezcan y protejan la unión matrimonial como base de la familia, que se vería, de este modo, perjudicada.
Querido amigo, querida amiga:
El pasado 12 de septiembre el Senado uruguayo aprobó un proyecto de ley que otorga reconocimiento y protección legal a las uniones concubinarias con al menos cinco años de convivencia, concediendo a dichas uniones, tanto heterosexuales como homosexuales, derechos y deberes análogos a los del matrimonio. Según el proyecto de ley aprobado, una persona casada podría unirse en concubinato legal con otra persona distinta de su cónyuge, por lo cual se estaría legalizando una especie de bigamia.
El art. 40 de la Constitución Nacional establece lo siguiente: “La familia es la base de nuestra sociedad. El Estado velará por su estabilidad moral y material, para la mejor formación de los hijos dentro de la sociedad”. Es evidente que los constituyentes se refirieron a la familia basada en el matrimonio, unión estable entre un hombre y una mujer. Por consiguiente, no sería constitucional una ley que otorgue derechos propios del matrimonio a parejas que, o bien no quieren casarse o bien no pueden casarse debido a un impedimento legal.
Por la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Capitana y Guía de los Treinta y Tres Orientales, ruego a Dios todopoderoso y eterno que los ciudadanos uruguayos católicos hagamos todo lo humanamente posible para evitar la aprobación de ese proyecto de ley gravemente injusto e inconstitucional.
Dando fin al programa Nº 34 de “Verdades de Fe”, me despido de ustedes hasta la semana próxima. Que Dios los bendiga día tras día.
Daniel Iglesias Grèzes
7 de noviembre de 2006.
1 Comments:
Hola Daniel.
Desde Argentina, te escribo en busca de un posible diálogo, mucho más abierto y reflexivo que la mera estructuración dogmática. Es una invitación que te hago. Con mucho gusto de haber pasado por tu blog.
Respetuosamente. Gabriela
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