19 agosto 2007

Programa Nº 9/07: El matrimonio y la familia

Muy buenas noches. Bienvenidos al programa Nº 9 del segundo ciclo de “Verdades de Fe”. Este programa es transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo, Tacuarembó y San José y también a través de Internet. Estaré dialogando con ustedes durante media hora.
El programa de hoy estará referido al matrimonio y la familia.
En primer lugar, veremos qué nos dice la Sagrada Escritura sobre el matrimonio y la familia.
“La Sagrada Escritura se abre con el relato de la creación del hombre y de la mujer a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26-27) y se cierra con la visión de las "bodas del Cordero" (Ap 19,7.9). De un extremo a otro la Escritura habla del matrimonio y de su "misterio", de su institución y del sentido que Dios le dio, de su origen y de su fin, de sus realizaciones diversas a lo largo de la historia de la salvación, de sus dificultades nacidas del pecado y de su renovación "en el Señor", todo ello en la perspectiva de la Nueva Alianza de Cristo y de la Iglesia.” (CIC n. 1602).
“Dios es Amor” (1 Jn 4,8). El hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza de Dios, están llamados a amar. Su amor mutuo es muy bueno a los ojos del Creador. Dios bendice este amor con el don de la fecundidad y lo destina a realizarse en el cuidado de la creación: “Y Dios los bendijo y les dijo: «Creced y multiplicaos y llenad la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra»” (Gn 1,28).
El hombre y la mujer fueron creados el uno para el otro: “Dijo luego Yahveh Dios: «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada.» […] De la costilla que Yahveh Dios había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante el hombre. Entonces éste exclamó: «Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Ésta será llamada mujer, porque del varón ha sido tomada.» Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne.” (Gn 2,18.22-24).
El primer pecado, ruptura del ser humano con Dios, tiene como primera consecuencia la ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer, distorsionada por agravios recíprocos y por relaciones de dominio y concupiscencia. Dios, en su infinita misericordia, da al hombre y la mujer la ayuda de la gracia para sanar las heridas del pecado y realizar la unión de sus vidas según el designio divino original.
Dios ayuda a Israel, su pueblo, a crecer gradualmente en la conciencia de la unidad e indisolubilidad del Matrimonio, mediante la pedagogía de la Ley antigua. El Decálogo que expresa la Alianza del Sinaí entre Yahveh e Israel contiene tres mandamientos referidos directamente al matrimonio o la familia:
· “Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que Yahveh, tu Dios, te va a dar.”.
· “No cometerás adulterio”.
· "No codiciarás […] la mujer de tu prójimo”.
“Contemplando la Alianza de Dios con Israel bajo la imagen de un amor conyugal exclusivo y fiel, los profetas fueron preparando la conciencia del Pueblo elegido para una comprensión más profunda de la unidad y de la indisolubilidad del matrimonio. Los libros de Rut y de Tobías dan testimonios conmovedores del sentido hondo del matrimonio, de la fidelidad y de la ternura de los esposos. La Tradición ha visto siempre en el Cantar de los Cantares una expresión única del amor humano, en cuanto que éste es reflejo del amor de Dios, amor "fuerte como la muerte" que "las grandes aguas no pueden anegar".”
(CIC n. 1611).
La alianza nupcial entre Dios e Israel prefigura y prepara la Alianza nueva y eterna entre Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, y la Iglesia, su Esposa.
Al llegar la plenitud de los tiempos, la Palabra de Dios se hizo carne, naciendo de una Mujer, en el seno de una familia pobre. La mayor parte de la existencia terrena de Jesucristo transcurrió en la apacible intimidad de la Sagrada Familia de Nazareth. De los largos años que van desde su regreso de Egipto hasta el comienzo de su vida pública, los Evangelios narran solamente el episodio del niño Jesús perdido y hallado en el Templo de Jerusalén y luego observan lo siguiente:
“Bajó con ellos y vino a Nazareth, y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón. Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres.” (Lc 2,51-52).
Sometiéndose a su padre legal y a su madre, Jesús cumplió perfectamente el cuarto mandamiento y dio una imagen visible de su obediencia filial a su Padre celestial. Así Jesús inauguró su obra de restauración de la humanidad caída por la desobediencia de Adán y Eva.
Al comienzo de su ministerio público, en una boda en Caná de Galilea, Jesús, a pedido de su Madre, realizó su primera señal milagrosa para la manifestación de su gloria. El milagro de la conversión del agua en vino anuncia simbólicamente “la hora de Jesús”, su entrega amorosa al Padre en la Cruz para la redención de la humanidad y la constitución de la Nueva Alianza.
En su predicación, Jesús enseñó el sentido original de la unión conyugal y subrayó claramente su carácter indisoluble, según el designio divino:
“Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mt 19,6).
“Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquella; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio.” (Mc 10,11-12).
Jesucristo no sólo restableció el orden original del matrimonio querido por Dios, sino que otorga la gracia para vivirlo en su nueva dignidad de sacramento, signo de su amor esponsal hacia la Iglesia:
“Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla” (Ef 5,25-26).
Cristo es el centro de toda la vida cristiana. El vínculo con Él prevalece sobre todos los demás vínculos, incluso los familiares:
“El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí.” (Mt 10,37).
La Iglesia es la familia de Dios en Cristo:
“Y, extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: «Éstos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.»” (Mt 12,49-50).
Jesucristo llama a algunos hombres y mujeres a seguirlo por el camino de la virginidad o el celibato por el Reino de los Cielos, forma de vida de la que Él mismo es el modelo:
“Hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda.” (Mt 19,12). Estos hombres y mujeres renuncian al gran bien del matrimonio para ocuparse de las cosas del Señor tratando de agradarle y son un signo que recuerda que también el matrimonio es una realidad que manifiesta el carácter pasajero de este mundo.

En segundo lugar, presentaremos algunas enseñanzas del Magisterio de la Iglesia sobre el matrimonio.
El Matrimonio es un sacramento al servicio de la comunión y de la misión, un sacramento de la fecundidad cristiana. Confiere una gracia especial para una misión particular al servicio de la construcción de la Iglesia y contribuye especialmente a la comunión eclesial y a la santificación y salvación de los esposos y de otras personas. Es necesario para perpetuar la familia cristiana dentro de la Iglesia, al mismo tiempo que perpetúa la familia humana.
“Dios, que es amor y creó al hombre por amor, lo ha llamado a amar. Creando al hombre y a la mujer, los ha llamado en el Matrimonio a una íntima comunión de vida y amor entre ellos, «de manera que ya no son dos, sino una sola carne». Al bendecirlos, Dios les dijo: «Creced y multiplicaos».” (CICC, n. 337).
El matrimonio es una comunidad íntima y estable de vida y de amor entre un hombre y una mujer, una alianza de toda la vida entre ambos, ordenada por su propia naturaleza al bien y la comunión de los cónyuges, y a la procreación y educación de los hijos. La unión matrimonial es una institución natural: fue fundada por el Creador y fue dotada por Él de leyes propias, de bienes y fines varios. En el caso del pacto conyugal entre bautizados, el matrimonio natural ha sido elevado por Nuestro Señor Jesucristo a la dignidad de sacramento, como signo e instrumento sobrenatural del amor fecundo y la unión indisoluble entre Cristo y la Iglesia. Mediante la mutua entrega y aceptación de los novios se establece entre ellos en forma irrevocable el vínculo matrimonial y se les confiere la gracia propia de un sacramento específico, gracia destinada a la santificación por el amor mutuo y a la capacitación para desempeñar los deberes propios del matrimonio. Jesús enseña que, según el designio original divino, la unión matrimonial es indisoluble: «Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre». El matrimonio sacramental da su pleno sentido al matrimonio natural, asumiendo y perfeccionando el amor natural de los esposos y convirtiéndolo en fuente de gracias divinas.
“La comunión primera es la que se instaura y se desarrolla entre los cónyuges; en virtud del pacto de amor conyugal, el hombre y la mujer «no son ya dos, sino una sola carne» y están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total.
Esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por esto tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana. Pero, en Cristo Señor, Dios asume esta exigencia humana, la confirma, la purifica y la eleva conduciéndola a perfección con el sacramento del matrimonio: el Espíritu Santo infundido en la celebración sacramental ofrece a los esposos cristianos el don de una comunión nueva de amor, que es imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo místico del Señor Jesús.
El don del Espíritu Santo es mandamiento de vida para los esposos cristianos y al mismo tiempo impulso estimulante, a fin de que cada día progresen hacia una unión cada vez más rica entre ellos, a todos los niveles —del cuerpo, del carácter, del corazón, de la inteligencia y voluntad, del alma-, revelando así a la Iglesia y al mundo la nueva comunión de amor, donada por la gracia de Cristo.”
(FC, n. 19).
Tanto en la Edad Antigua como en la Edad Media el Magisterio de la Iglesia defendió la dignidad, la santidad y la licitud del matrimonio contra la doctrina de diversas sectas de tendencia gnóstica o maniquea, las cuales, debido a su filosofía dualista, despreciaban la materia y consideraban al matrimonio y a la procreación como algo malo. Estas tendencias pueden apreciarse ya en el propio Nuevo Testamento: San Pablo condena como enseñanzas diabólicas las de aquellos que prohíben el matrimonio (cf. 1 Tim 4,1-3).
Los reformadores protestantes negaron la sacramentalidad y el valor religioso del matrimonio. De ahí que, según ellos, la jurisdicción sobre las causas matrimoniales pertenezca al Estado y no a la Iglesia. También sostuvieron la licitud del divorcio, aunque no hubo acuerdo entre ellos acerca de las causas que permiten la disolución del matrimonio. Contra estas doctrinas protestantes, el Magisterio de la Iglesia defendió la sacramentalidad del matrimonio, la identificación del contrato matrimonial con el sacramento, la competencia de la Iglesia sobre las causas matrimoniales, la unidad e indisolubilidad del matrimonio, etc. Por ser una realidad natural y sobrenatural a la vez, el matrimonio debe ser regulado por el Estado y por la Iglesia.
“En el deber de transmitir la vida humana y de educarla, lo cual hay que considerar como su propia misión, los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios y como sus intérpretes. […] Así, los esposos cristianos, confiados en la divina Providencia y cultivando el espíritu de sacrificio, glorifican al Creador y tienden a la perfección en Cristo cuando con generosa, humana y cristiana responsabilidad cumplen su misión procreadora. […]
Pero el matrimonio no ha sido instituido solamente para la procreación, sino que la propia naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de la prole requieren que también el amor mutuo de los esposos mismos se manifieste, progrese y vaya madurando ordenadamente.” (GS, n. 50).
El matrimonio natural es una alianza o consorcio de toda la vida entre un hombre y una mujer, ordenada a los siguientes fines objetivos: el bien de los cónyuges y la generación y educación de los hijos. Ambos fines son elementos esenciales del matrimonio y tienen la misma jerarquía.
Esta misma alianza matrimonial natural, cuando es celebrada entre dos bautizados, ha sido elevada por Nuestro Señor Jesucristo a la dignidad de sacramento, incorporándola así al orden sobrenatural de la gracia. En el matrimonio entre bautizados se da una inseparabilidad entre la realidad natural (el contrato) y la realidad sobrenatural (el sacramento). Por lo tanto, todo contrato matrimonial válido entre bautizados es sacramento del matrimonio; y, recíprocamente, todo sacramento del matrimonio supone un contrato sui generis, que establece un consorcio total en las vidas de un hombre y una mujer. La consecuencia práctica principal de esta inseparabilidad entre contrato y sacramento es la obligatoriedad del matrimonio canónico para todos los bautizados, independientemente de su situación personal en cuanto a la fe.

Ahora haremos unos minutos de pausa para escuchar música.

INTERVALO MUSICAL

Continuamos el programa Nº 9 del ciclo 2007 de “Verdades de Fe”, transmitido por Radio María Uruguay. Los invito a llamar al teléfono (035) 20535 para plantear sus comentarios o consultas.
Nuestro programa de hoy está dedicado al matrimonio y la familia.
A continuación presentaremos una breve reflexión sobre la vocación al amor.
Dios ha creado al hombre por amor y para el amor. “Dios es Amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4,16). Todos los fieles cristianos están llamados por Dios a la santidad, es decir a la perfección de la caridad en su propia vida. Nuestro Señor Jesucristo es el divino Maestro y Modelo de toda perfección y santidad de vida. La vocación universal a la santidad se realiza en la Iglesia a través de diversos estados de vida y ocupaciones. Los fieles laicos pueden santificarse tanto a través del matrimonio como de la virginidad.
El Orden y el Matrimonio son los dos sacramentos al servicio de la comunión y de la misión de la Iglesia. La preparación para el matrimonio o “pastoral prematrimonial” es pues un proceso de maduración, capacitación y crecimiento vocacional del hombre y de la mujer para una entrega y una misión particular en la Iglesia. Este proceso es continuo y gradual y se lleva a cabo en el seno de la comunidad eclesial. Debido a la actual crisis del matrimonio y de la familia, esta preparación para el matrimonio es actualmente más necesaria y urgente que nunca. La finalidad propia de este proceso es ayudar a cada persona a descubrir su vocación particular y, en caso de vocación matrimonial, a disponer su vida en respuesta a esta llamada divina a un amor conyugal como un camino de santidad.

Reflexionaremos ahora sobre el valor institucional del matrimonio y la familia:
“El valor institucional del matrimonio debe ser reconocido por las autoridades públicas; la situación de las parejas no casadas no debe ponerse al mismo nivel que el matrimonio debidamente contraído.” (CDF, Art. 1, lit. c).
“La familia tiene el derecho de existir y progresar como familia.
a) Las autoridades públicas deben respetar y promover la dignidad, justa independencia, intimidad, integridad y estabilidad de cada familia.”
(CDF, Art. 6).
La familia es la expresión fundamental de la naturaleza social del ser humano. Es una comunidad de personas basada en la alianza conyugal, por la cual un hombre y una mujer se entregan y aceptan mutuamente, estableciendo entre sí una comunión íntima de vida y de amor ordenada al bien de ambos y a la procreación y la educación de los hijos. El matrimonio es una institución natural dotada por el Creador de una muy alta dignidad, que debe ser amparada por la ley civil. No corresponde equiparar el matrimonio con ninguna forma de "unión de hecho".
La Constitución Nacional establece que:
“La familia es la base de nuestra sociedad. El Estado velará por su estabilidad moral y material, para la mejor formación de los hijos dentro de la sociedad." (Art. 40). El carácter iusnaturalista de nuestra Constitución (cf. Art. 72) no deja lugar a dudas sobre qué se entiende aquí por “familia”. Está implícito que se trata de la familia basada en el matrimonio monogámico y heterosexual. Por lo tanto, todos los ciudadanos y el mismo Estado debemos colaborar en la defensa y la promoción del matrimonio y la familia, para bien de toda la sociedad.
El secularismo que impregna nuestra cultura concibe al ser humano, la sexualidad, el matrimonio y la familia como realidades totalmente independientes de Dios. Esta ideología conlleva generalmente un relativismo moral que niega o desvirtúa la moral sexual, conyugal y familiar. Con frecuencia se pretende imponer este relativismo moral a través de los medios de comunicación social y de iniciativas políticas y legislativas -tanto nacionales como internacionales- contrarias al derecho a la vida y los derechos de la familia. Se percibe en general una desvalorización del matrimonio, tanto natural como sacramental. Todo esto ha producido una disminución de los matrimonios y un aumento de las uniones de hecho y los divorcios.
La crisis de la familia ha debilitado a las familias cristianas y ha causado el aumento de las familias en situaciones contrarias a la moral cristiana. Son relativamente pocos los uruguayos cuya vida cotidiana está fuertemente influida por sus convicciones religiosas. Muchos católicos se han apartado de la doctrina moral de la Iglesia, conformándose a la mentalidad de este mundo. Esta desviación es grande en los casos del divorcio, las mal llamadas "relaciones sexuales prematrimoniales", las “uniones de hecho”, la fecundación in vitro y el aborto.
Nuestra cultura actual contiene muchos elementos que atentan gravemente contra el matrimonio y la familia. Están muy extendidas actitudes negativas tales como el individualismo, la competencia desmedida, la indiferencia hacia los demás y el consumismo. El individualismo lleva a ver a los otros como adversarios, incluso dentro de la misma familia. También se ha difundido la mentalidad hedonista, que iguala el placer con la felicidad. Usualmente se privilegian los derechos frente a los deberes. El relativismo característico de la post-modernidad ha generado una cultura superficial. En este contexto la verdad cristiana sobre el matrimonio y la familia es contracultural. El relativismo moral que impregna nuestro ambiente social conduce a negar la existencia de una crisis moral; se trataría sólo de que los valores han cambiado.
En los medios de comunicación social, particularmente la televisión y la Internet, se promueven antivalores, incluso la pornografía y el libertinaje. Esta "contaminación espiritual" ingresa con facilidad al ámbito privado de los hogares y a veces contagia a sus miembros.
Actualmente está en marcha un amplio conjunto de iniciativas políticas y legislativas contrarias al derecho a la vida y a los derechos de la familia. Dentro de ese conjunto se encuentran, por ejemplo, los proyectos de legalización del aborto, de la reproducción humana asistida y de las uniones homosexuales. Estas iniciativas están muy influenciadas por la anticristiana ideología de la “perspectiva de género” y por una filosofía relativista incompatible con la fe cristiana.

Querido amigo, querida amiga:
En el contexto de una sociedad secularizada que sufre una enconada embestida contra los derechos y deberes de las familias, los católicos uruguayos hemos de reafirmar nuestra visión de la familia como santuario de la vida, como escuela del más rico humanismo y como un bien para la sociedad, una célula básica para la construcción de una sociedad más justa y fraterna; y, sobre todo, hemos de profesar nuestra fe en el Evangelio de Jesucristo acerca de la vida y la familia, comprometiéndonos a hacer de nuestras familias cristianas, con el auxilio de la Gracia, pequeñas “iglesias domésticas”, en las que los padres ejerzan con amor y responsabilidad su misión de ser “pastores” de sus hijos, guiándolos en el camino hacia el Padre.
Por la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Madre del Redentor, ruego a Dios que, contemplando a Jesús, María y José y siguiendo sus huellas, tu familia se convierta cada día más, mediante el encuentro con Jesús, el Señor resucitado, en germen de vida, semilla del Reino y signo de esperanza para nuestro querido país.
Dando fin al programa Nº 9 del segundo ciclo de “Verdades de Fe”, me despido hasta la semana próxima. Que la paz y la alegría de Nuestro Señor Jesucristo, el Resucitado, estén contigo y con tu familia.

Daniel Iglesias Grèzes
27 de agosto de 2007

Programa Nº 8/07: La legítima defensa

Muy buenas noches. Bienvenidos al programa Nº 8 del segundo ciclo de “Verdades de Fe”. Este programa es transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo, Tacuarembó y San José y también a través de Internet. Estaré dialogando con ustedes durante media hora.
El programa de hoy estará referido a la legítima defensa.
En un mundo perfecto no existiría la violencia. Sin embargo, la moral católica admite algunas formas de violencia legítima. En este programa consideraremos únicamente las formas de violencia legítima que representan una seria amenaza a la vida o la integridad física de una o más personas humanas. Veremos que todas esas formas tienen una estructura común y deben cumplir condiciones análogas para ser moralmente válidas.
El ser humano es esencialmente un ser individual y social a la vez. Es posible agrupar las formas de violencia legítima consideradas en los siguientes cuatro casos:
1) Violencia legítima entre individuos: es el caso de la legítima defensa en sentido estricto.
2) Violencia legítima entre sociedades: es el caso que recibe tradicionalmente el nombre de “guerra justa” y que quizás sería mejor llamar “guerra defensiva”.
3) Violencia legítima de la sociedad frente al individuo: en este apartado podemos incluir las diversas formas legítimas de coacción que el Estado puede ejercer para mantener la ley y el orden, sobre todo el uso legítimo de la violencia por parte de la fuerza policial y la fuerza carcelaria. También aquí se inscribe la cuestión, que más adelante discutiremos, de la pena de muerte.
4) Violencia legítima del individuo frente a la sociedad: es el caso de la legítima insurrección contra un gobierno tiránico.
Intentaremos probar que los tres últimos casos son semejantes al primero, de tal modo que entre los cuatro conforman una estructura general que podríamos denominar “legítima defensa en sentido amplio”.
A continuación citaremos los textos del Catecismo de la Iglesia Católica referidos a esas cuatro formas de violencia legítima:

1. Sobre la legítima defensa.
“La legítima defensa de las personas y las sociedades no es una excepción a la prohibición de la muerte del inocente que constituye el homicidio voluntario. ‘La acción de defenderse puede entrañar un doble efecto: el uno es la conservación de la propia vida; el otro, la muerte del agresor... solamente es querido el uno; el otro, no’.
El amor a sí mismo constituye un principio fundamental de la moralidad. Es, por tanto, legítimo hacer respetar el propio derecho a la vida. El que defiende su vida no es culpable de homicidio, incluso cuando se ve obligado a asestar a su agresor un golpe mortal:
‘Si para defenderse se ejerce una violencia mayor que la necesaria, se trataría de una acción ilícita. Pero si se rechaza la violencia en forma mesurada, la acción sería lícita... y no es necesario para la salvación que se omita este acto de protección mesurada a fin de evitar matar al otro, pues es mayor la obligación que se tiene de velar por la propia vida que por la de otro’.
La legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro, del bien común de la familia o de la sociedad.”
(nn. 2263-2265).

2. Sobre la “guerra justa”.
“El quinto mandamiento condena la destrucción voluntaria de la vida humana. A causa de los males y de las injusticias que ocasiona toda guerra, la Iglesia insta constantemente a todos a orar y actuar para que la Bondad divina nos libre de la antigua servidumbre de la guerra.
Todo ciudadano y todo gobernante están obligados a empeñarse en evitar las guerras.
Sin embargo, ‘mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de la fuerza correspondiente, una vez agotados todos los medios de acuerdo pacífico, no se podrá negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa’.
Se han de considerar con rigor las condiciones estrictas de una legítima defensa mediante la fuerza militar. La gravedad de semejante decisión somete a ésta a condiciones rigurosas de legitimidad moral. Es preciso a la vez:
– Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto.
– Que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces.
– Que se reúnan las condiciones serias de éxito.
– Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición.
Éstos son los elementos tradicionales enumerados en la doctrina llamada de la ‘guerra justa’.
La apreciación de estas condiciones de legitimidad moral pertenece al juicio prudente de quienes están a cargo del bien común.”
(nn. 2307-2309).

3. Sobre el poder coactivo del Estado y las penas aplicadas a los delincuentes.
“La preservación del bien común de la sociedad exige colocar al agresor en estado de no poder causar perjuicio. Por este motivo la enseñanza tradicional de la Iglesia ha reconocido el justo fundamento del derecho y deber de la legítima autoridad pública para aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito, sin excluir, en casos de extrema gravedad, el recurso a la pena de muerte. Por motivos análogos quienes poseen la autoridad tienen el derecho de rechazar por medio de las armas a los agresores de la sociedad que tienen a su cargo.
Las penas tienen como primer efecto el de compensar el desorden introducido por la falta. Cuando la pena es aceptada voluntariamente por el culpable, tiene un valor de expiación. La pena tiene como efecto, además, preservar el orden público y la seguridad de las personas. Finalmente, tiene también un valor medicinal, puesto que debe, en la medida de lo posible, contribuir a la enmienda del culpable.
Si los medios incruentos bastan para defender las vidas humanas contra el agresor y para proteger de él el orden público y la seguridad de las personas, en tal caso la autoridad se limitará a emplear sólo esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana.”
(nn. 2266-2267).

4. Sobre la insurrección contra la tiranía.
“El ciudadano tiene obligación en conciencia de no seguir las prescripciones de las autoridades civiles cuando estos preceptos son contrarios a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio. El rechazo de la obediencia a las autoridades civiles, cuando sus exigencias son contrarias a las de la recta conciencia, tiene su justificación en la distinción entre el servicio de Dios y el servicio de la comunidad política. ‘Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios’. ‘Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres’.
‘Cuando la autoridad pública, excediéndose en sus competencias, oprime a los ciudadanos, éstos no deben rechazar las exigencias objetivas del bien común; pero les es lícito defender sus derechos y los de sus conciudadanos contra el abuso de esta autoridad, guardando los límites que señala la ley natural y evangélica.’.
La resistencia a la opresión de quienes gobiernan no podrá recurrir legítimamente a las armas sino cuando se reúnan las condiciones siguientes: 1) en caso de violaciones ciertas, graves y prolongadas de los derechos fundamentales; 2) después de haber agotado todos los otros recursos; 3) sin provocar desórdenes peores; 4) que haya esperanza fundada de éxito; 5) si es imposible prever razonablemente soluciones mejores.”
(nn. 2242-2243).

Es clara la existencia de una analogía entre los cuatro textos citados en lo referente a las condiciones que se deben cumplir para que pueda hablarse de un recurso legítimo a la violencia.
· La violencia que amenaza seriamente la vida o la integridad física de una o más personas humanas, para ser legítima, siempre debe ser una defensa contra una agresión injusta, grave y cierta. Además, salvo en el caso de la pena de muerte, esa agresión debe ser actual.
· La violencia legítima siempre es un último recurso; o sea, sólo es lícito recurrir a la violencia cuando todos los recursos no violentos sean ineficaces.
· La violencia legítima siempre es proporcionada a la agresión; o sea, no debe provocar daños mayores que el que se pretendía evitar.
· Además, en los dos casos de violencia legítima contra una sociedad (“guerra justa” y resistencia a la tiranía), se añaden otras dos condiciones: que la agresión a la que se pretende responder sea prolongada y que la respuesta violenta a esa agresión tenga expectativas fundadas de éxito.
Por otra parte, los textos citados indican que el cumplimiento de todas estas condiciones de moralidad debe ser evaluado en forma estricta o rigurosa, no laxista.
Se puede decir, pues, que todos los casos de violencia legítima son casos de legítima defensa en sentido amplio.

Ahora haremos unos minutos de pausa para escuchar música.

INTERVALO MUSICAL

Continuamos el programa Nº 8 del ciclo 2007 de “Verdades de Fe”, transmitido por Radio María Uruguay. Los invito a llamar al teléfono (035) 20535 para plantear sus comentarios o consultas.
Nuestro programa de hoy está dedicado a la legítima defensa.
Existe un desarrollo histórico de la doctrina cristiana. Ese desarrollo es análogo al crecimiento de un ser vivo, que crece en el tiempo manteniendo su identidad sustancial.
En la segunda parte del programa veremos que en el reciente Magisterio de la Iglesia se puede constatar la existencia de un desarrollo de la doctrina moral cristiana en lo referente a dos de los casos expuestos: el de la pena de muerte y el de la resistencia violenta a la opresión gubernamental.
Consideraremos en primer término el caso de la pena de muerte.
En el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, publicado en 2005, se lee lo siguiente:
“¿Qué pena se puede imponer?
La pena impuesta debe ser proporcionada a la gravedad del delito. Hoy, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquel que lo ha cometido, los casos de absoluta necesidad de pena de muerte «suceden muy rara vez, si es que ya en realidad se dan algunos». Cuando los medios incruentos son suficientes, la autoridad debe limitarse a estos medios, porque corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común, son más conformes a la dignidad de la persona y no privan definitivamente al culpable de la posibilidad de rehabilitarse.”
(Catecismo de la Iglesia Católica – Compendio, n. 469).
Esta novedosa precisión acerca de la pena de muerte ha sido considerada lo suficientemente importante como para formar parte del referido Compendio, a pesar de la forma muy sintética en que éste presenta toda la doctrina cristiana.
El texto citado del Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica se refiere al siguiente texto de Juan Pablo II, del año 1995:
“En este horizonte se sitúa también el problema de la pena de muerte, respecto a la cual hay, tanto en la Iglesia como en la sociedad civil, una tendencia progresiva a pedir una aplicación muy limitada e, incluso, su total abolición. El problema se enmarca en la óptica de una justicia penal que sea cada vez más conforme con la dignidad del hombre y por tanto, en último término, con el designio de Dios sobre el hombre y la sociedad. En efecto, la pena que la sociedad impone «tiene como primer efecto el de compensar el desorden introducido por la falta». La autoridad pública debe reparar la violación de los derechos personales y sociales mediante la imposición al reo de una adecuada expiación del crimen, como condición para ser readmitido al ejercicio de la propia libertad. De este modo la autoridad alcanza también el objetivo de preservar el orden público y la seguridad de las personas, no sin ofrecer al mismo reo un estímulo y una ayuda para corregirse y enmendarse.
Es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes.”
(Juan Pablo II, Carta Encíclica Evangelium vitae, n. 56).
Aquí el Papa Juan Pablo II menciona, sin criticarla, la existencia de una tendencia progresiva en la Iglesia y en el mundo a pedir la limitación e incluso la abolición de la pena de muerte, en la óptica de una justicia penal cada vez más conforme con la dignidad del hombre. Sin rechazar la doctrina tradicional sobre la pena de muerte, el Papa afirma que, debido a las condiciones reinantes en nuestros días, los casos en que la aplicación de esta pena es necesaria son hoy prácticamente inexistentes, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal. Es posible interpretar estas enseñanzas en el sentido de que, si se lograra en todos los países una organización de la justicia penal más conforme con la dignidad del hombre, la tendencia progresiva a limitar la aplicación de la pena de muerte podría desembocar lícitamente en la total abolición de dicha pena.
Estas enseñanzas papales son coherentes con los siguientes datos relevantes:
a) En 1969 el Papa Pablo VI abolió la pena de muerte en la Ciudad del Vaticano.
b) En las últimas décadas ha sido una práctica muy habitual de la Santa Sede pedir a los Gobiernos clemencia para los condenados a muerte, independientemente de su inocencia o culpabilidad.
c) El día 15/11/2005 los obispos estadounidenses aprobaron (por 237 votos a favor y 4 votos en contra) el documento «Cultura de la vida y pena de muerte», en el que aseguran que recurrir a la pena de muerte contribuye a alimentar un ciclo de violencia en la sociedad. La declaración afirma que Estados Unidos no puede «enseñar que matar está mal, matando a quienes matan» y subraya que «la pena de muerte viola el respeto a la vida y dignidad humanas». El documento describe la pena de muerte como un signo permanente de una «cultura de muerte» en la sociedad estadounidense. «Ha llegado el momento de que nuestra nación abandone la ilusión de que podemos proteger la vida quitando la vida -afirman los obispos-. Cuando el Estado, en nuestro nombre y con nuestros impuestos, acaba con una vida humana, a pesar de tener alternativas no letales, sugiere que la sociedad sólo puede superar la violencia con violencia».
d) El día 7/02/2007 se publicó una declaración de la Santa Sede que apoya las iniciativas contra la pena capital. A continuación reproducimos parte de una noticia del Servicio de Información Vaticano de fecha 7/02/2007 respecto a esa declaración:
“Se ha publicado hoy la declaración de la Santa Sede en el congreso mundial sobre la pena de muerte celebrado del 1 al 3 de febrero en París (Francia).
Al igual que en los dos últimos congresos sobre el tema, "la Santa Sede aprovecha esta ocasión para acoger y para afirmar de nuevo su apoyo a todas las iniciativas que quieren defender el valor inherente y la inviolabilidad de toda vida humana desde su concepción hasta su muerte natural. En esta perspectiva, llama la atención el hecho de que el uso de la pena de muerte es no sólo una negación del derecho a la vida sino también una afrenta a la dignidad humana".
"Mientras la Iglesia Católica sigue sosteniendo que las autoridades legítimas del Estado tienen el deber de proteger a la sociedad de los agresores, y que algunos Estados incluían tradicionalmente la pena capital entre los medios utilizados para lograrlo, hoy es difícil justificar tal opción. Los Estados cuentan con nuevos medios "para preservar el orden público y la seguridad de las personas, no sin ofrecer al mismo reo un estímulo y una ayuda para corregirse y enmendarse". Tales métodos no letales de prevención y de castigo "corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana".
"Toda decisión de pena capital incurre en numerosos peligros", como "el de castigar a personas inocentes; la tentación de fomentar formas violentas de revancha en lugar de una justicia social verdadera; una ofensa clara a la inviolabilidad de la vida humana (...) y para los cristianos, un desprecio de la enseñanza evangélica sobre el perdón".
"La Santa Sede -concluye el texto- reitera su aprecio a los organizadores del Congreso, a los gobiernos (...) y a cuantos trabajan (...) para abolir la pena capital o para imponer una moratoria universal en su aplicación".

Pasamos ahora a considerar otro desarrollo doctrinal reciente, referido en este caso a la legítima insurrección contra la tiranía.
En el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, publicado en 2004, leemos lo siguiente:
“La lucha armada debe considerarse un remedio extremo para poner fin a una “tiranía evidente y prolongada que atentase gravemente a los derechos fundamentales de la persona y dañase peligrosamente el bien común del país”. La gravedad de los peligros que el recurso a la violencia comporta hoy evidencia que es siempre preferible el camino de la resistencia pasiva, “más conforme con los principios morales y no menos prometedor del éxito”.” (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 401).
La segunda parte de este texto introduce, con respecto a la doctrina tradicional sobre la insurrección legítima, una novedad análoga a la recién comentada acerca de la pena de muerte. También en este caso se trata de un desarrollo doctrinal. La doctrina tradicional no sólo no es rechazada, sino que es planteada explícitamente mediante la cita de la carta encíclica Populorum progressio de Pablo VI. No obstante, a continuación se establece que en la actualidad siempre es preferible recurrir a la “resistencia pasiva”, o sea a la resistencia pacífica, no violenta.
El texto citado del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia se refiere a este texto de la Instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre libertad cristiana y liberación, del año 1986:
“Estos principios deben ser especialmente aplicados en el caso extremo de recurrir a la lucha armada, indicada por el Magisterio como el último recurso para poner fin a una “tiranía evidente y prolongada que atentara gravemente a los derechos fundamentales de la persona y perjudicara peligrosamente al bien común de un país”. Sin embargo, la aplicación concreta de este medio sólo puede ser tenido en cuenta después de un análisis muy riguroso de la situación. En efecto, a causa del desarrollo continuo de las técnicas empleadas y de la creciente gravedad de los peligros implicados en el recurso a la violencia, lo que se llama hoy “resistencia pasiva” abre un camino más conforme con los principios morales y no menos prometedor de éxito.” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis Conscientia sobre libertad cristiana y liberación, n. 79).
Nótese que el texto del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia incluso expresa la nueva valoración sobre la aplicación práctica de la doctrina sobre la insurrección legítima de un modo más terminante que la Instrucción Libertatis Conscientia: la resistencia pacífica “es siempre preferible” a la resistencia armada.
Es interesante notar que el último texto citado es precedido inmediatamente por el siguiente texto sobre el mito de la revolución:
“Determinadas situaciones de grave injusticia requieren el coraje de unas reformas en profundidad y la supresión de unos privilegios injustificables. Pero quienes desacreditan la vía de las reformas en provecho del mito de la revolución, no solamente alimentan la ilusión de que la abolición de una situación inicua es suficiente por sí misma para crear una sociedad más humana, sino que incluso favorecen la llegada al poder de regímenes totalitarios. La lucha contra las injusticias solamente tiene sentido si está encaminada a la instauración de un nuevo orden social y político conforme a las exigencias de la justicia. Ésta debe ya marcar las etapas de su instauración. Existe una moralidad de los medios.” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis Conscientia sobre libertad cristiana y liberación, n. 78).
De este modo la Congregación para la Doctrina de la Fe refuta la teoría, muy en boga en los años sesenta y setenta del siglo pasado en ciertos sectores católicos latinoamericanos, sobre la legitimidad moral de las guerrillas marxistas como respuesta popular adecuada a una violencia institucionalizada que los gobiernos latinoamericanos -dictatoriales o democráticos- supuestamente ejercían sobre sus respectivos pueblos para mantenerlos sojuzgados en un régimen capitalista de explotación económica del proletariado por parte de la burguesía. Esta falsa teoría, unida a la teoría igualmente falsa sobre la inevitabilidad del estallido y del triunfo de la revolución socialista por la vía armada, causó enormes daños a las naciones latinoamericanas y a la Iglesia Católica en América Latina.

Querido amigo, querida amiga:
Por la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Reina de la Paz, ruego a Dios que crezca en ti el compromiso con la paz: paz en las familias, en nuestro país, en la Iglesia y en el mundo.
Dando fin al programa Nº 8 del segundo ciclo de “Verdades de Fe”, me despido hasta la semana próxima. Que la paz y la alegría de Nuestro Señor Jesucristo, el Resucitado, estén contigo y con tu familia.

Daniel Iglesias Grèzes
20 de agosto de 2007

Programa Nº 7/07: La unidad de la Iglesia

Muy buenas noches. Bienvenidos al programa Nº 7 del segundo ciclo de “Verdades de Fe”. Este programa es transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo, Tacuarembó y San José y también a través de Internet. Estaré dialogando con ustedes durante media hora.
El programa de hoy se refiere a la unidad de la Iglesia. Escuchemos lo que nos enseña al respecto el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, números 161 al 164:
“¿Por qué la Iglesia es una?
La Iglesia es una porque tiene como origen y modelo la unidad de un solo Dios en la Trinidad de las Personas; como fundador y cabeza a Jesucristo, que restablece la unidad de todos los pueblos en un solo cuerpo; como alma al Espíritu Santo, que une a todos los fieles en la comunión en Cristo. La Iglesia tiene una sola fe, una sola vida sacramental, una única sucesión apostólica, una común esperanza y la misma caridad.
¿Dónde subsiste la única Iglesia de Cristo?
La única Iglesia de Cristo, como sociedad constituida y organizada en el mundo, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él. Sólo por medio de ella se puede obtener la plenitud de los medios de salvación, puesto que el Señor ha confiado todos los bienes de la Nueva Alianza únicamente al colegio apostólico, cuya cabeza es Pedro.
¿Cómo se debe considerar entonces a los cristianos no católicos?
En las Iglesias y comunidades eclesiales que se separaron de la plena comunión con la Iglesia católica se hallan muchos elementos de santificación y verdad. Todos estos bienes proceden de Cristo e impulsan hacia la unidad católica. Los miembros de estas Iglesias y comunidades se incorporan a Cristo en el Bautismo; por ello los reconocemos como hermanos.
¿Cómo comprometerse a favor de la unidad de los cristianos?
El deseo de restablecer la unión de todos los cristianos es un don de Cristo y un llamamiento del Espíritu; concierne a toda la Iglesia y se actúa mediante la conversión del corazón, la oración, el recíproco conocimiento fraterno y el diálogo teológico."
Por lo tanto, según la doctrina católica, el movimiento ecuménico, cuyo objetivo es restablecer la unión de todos los cristianos, es un don de Dios. En la Iglesia Católica el movimiento ecuménico tomó un fuerte impulso a partir del último Concilio ecuménico, el Vaticano II. A continuación citaremos y comentaremos algunos textos del Concilio Vaticano II referidos al ecumenismo.

El Concilio Vaticano II, en el número 8 de la constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, enseña que la Iglesia de Cristo es la Iglesia Católica.
“Ésta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos como una, santa, católica y apostólica, y que nuestro Salvador, después de su resurrección, encomendó a Pedro para que la apacentara, confiándole a él y a los demás Apóstoles su difusión y gobierno, y erigió perpetuamente como “columna y fundamento de la verdad”. Esta Iglesia, establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él, si bien fuera de su estructura se encuentran muchos elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica.”
La Iglesia de Cristo es una y única; no está ni puede estar dividida. Esta Iglesia de Cristo subsiste en (o sea, es) la Iglesia católica, porque la substancia de la Iglesia de Cristo permanece en la Iglesia católica. No se dice ni podría decirse otro tanto de ninguna otra Iglesia o Comunidad eclesial.
La Iglesia de Cristo es una realidad actual, presente en la historia, visible en el mundo, no un mero proyecto, ideal o entelequia abstracta. Se trata concretamente de la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de San Pedro (el Papa) y los Obispos en comunión con él (los Obispos católicos), de acuerdo con la voluntad de su Divino Fundador.
Los elementos de santidad y verdad presentes en las Iglesias y Comunidades eclesiales no católicas son bienes propios de la Iglesia católica e impulsan a los cristianos no católicos hacia la unidad propia de la Iglesia católica.

Veamos ahora qué enseña el Concilio Vaticano II sobre la relación entre la Iglesia católica y los cristianos no católicos, en el número 15 de la constitución dogmática sobre la Iglesia:
“La Iglesia se reconoce unida por muchas razones con quienes, estando bautizados, se honran con el nombre de cristianos, pero no profesan la fe en su totalidad o no guardan la unidad de comunión bajo el sucesor de Pedro... De esta forma, el Espíritu suscita en todos los discípulos de Cristo el deseo y la actividad para que todos estén pacíficamente unidos, del modo determinado por Cristo, en una grey y bajo un único Pastor. Para conseguir esto, la Iglesia madre no cesa de orar, esperar y trabajar, y exhorta a sus hijos a la purificación y renovación, a fin de que la señal de Cristo resplandezca con más claridad sobre la faz de la Iglesia.”
La Iglesia católica reconoce que los cristianos no católicos (en sentido sociológico o jurídico) son verdaderos cristianos, es decir católicos (en sentido teológico), siempre y cuando hayan recibido válidamente el sacramento del bautismo y profesen los dogmas principales de la fe cristiana (expresados por ejemplo en el Credo Apostólico).
Los cristianos no católicos pertenecen a la Iglesia católica de una forma imperfecta. Esa imperfección no se refiere directamente a la condición moral de esas personas, sino a una profesión de fe incompleta o a una comunión externamente incompleta con la Iglesia universal.
El Espíritu de Dios suscita en los cristianos el deseo de la unidad perfecta en el modo determinado por Cristo, es decir, en el seno de la Iglesia católica fundada por Él y guiada por el Papa, Pastor supremo a quien Él encomendó el cuidado de su grey. La unidad perfecta de todos los cristianos hará que la Iglesia sea más claramente señal de Cristo, sacramento de Cristo.

Ahora veremos qué enseña el Concilio Vaticano II sobre el objetivo del movimiento ecuménico, en el número 1 del decreto sobre el ecumenismo, Unitatis redintegratio.
“Promover la restauración de la unidad entre todos los cristianos es uno de los principales propósitos del Concilio ecuménico Vaticano II. Porque una sola es la Iglesia fundada por Cristo Señor; muchas son, sin embargo, las Comuniones cristianas que a sí mismas se presentan ante los hombres como la verdadera herencia de Jesucristo; todos se confiesan discípulos del Señor, pero sienten de modo distinto y siguen caminos diferentes, como si Cristo mismo estuviera dividido. Esta división contradice abiertamente a la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y daña a la causa santísima de la predicación del Evangelio a todos los hombres.”
El objetivo del movimiento ecuménico es la restauración de la unidad entre todos los cristianos en la única Iglesia de Cristo, no la restauración de la unidad de la Iglesia, puesto que la Iglesia nunca ha perdido la unidad, esa característica esencial suya.
Muchas Comuniones cristianas se presentan a sí mismas como la verdadera herencia de Jesucristo, pero no todas pueden serlo en lo que tienen de peculiar y específico (lo que las distingue de las demás y las contrapone a ellas), ya que la verdad es sólo una; la verdad no puede contradecir a la verdad. Todos los discípulos de Cristo deben tener un mismo sentir y un mismo obrar en lo referente a la voluntad de Dios, tal como ésta ha sido revelada por Cristo y transmitida por la Iglesia.

El Concilio Vaticano II, en el número 3 del decreto sobre el ecumenismo, enseña que es necesario que los cristianos no católicos se incorporen plenamente a la Iglesia católica.
“Sin embargo, los hermanos separados de nosotros, ya individualmente, ya sus Comunidades e Iglesias, no disfrutan de aquella unidad que Jesucristo quiso dar a todos aquellos que regeneró y convivificó para un solo cuerpo y una vida nueva, y que la Sagrada Escritura y la venerable Tradición de la Iglesia confiesan. Porque únicamente por medio de la Iglesia católica de Cristo, que es el auxilio general de salvación, puede alcanzarse la total plenitud de los medios de salvación. Creemos que el Señor encomendó todos los bienes de la Nueva Alianza a un único Colegio apostólico, al que Pedro preside, para constituir el único Cuerpo de Cristo en la tierra, al cual es necesario que se incorporen plenamente todos los que de algún modo pertenecen ya al Pueblo de Dios. Este pueblo, durante su peregrinación terrena, aunque permanezca sometido al pecado en sus miembros, crece en Cristo y es guiado suavemente por Dios, según sus secretos designios, hasta que llegue gozoso a la entera plenitud de la gloria eterna en la Jerusalén celestial.”
Los cristianos no católicos no disfrutan plenamente de la unidad de la Iglesia. Por voluntad de Dios, sólo por medio de la Iglesia católica, sacramento universal de salvación, se puede alcanzar la plenitud de los medios de salvación. Por eso es justo, conveniente y necesario que se incorporen a ella todos los cristianos no católicos.
La Iglesia católica es la verdadera Iglesia de Cristo, aunque permanezca sometida al pecado en sus miembros y no haya alcanzado aún, en su porción terrestre (la Iglesia militante), la entera plenitud de la gloria eterna, que sin embargo pertenece ya a su porción celestial (la Iglesia triunfante).

Ahora haremos unos minutos de pausa para escuchar música.
INTERVALO MUSICAL
Continuamos el programa Nº 7 del ciclo 2007 de “Verdades de Fe”, transmitido por Radio María Uruguay. Los invito a llamar al teléfono (035) 20535 para plantear sus comentarios o consultas.
Nuestro programa de hoy está dedicado a la unidad de la Iglesia y el ecumenismo. En esta segunda parte continuaremos citando y comentando un documento del Concilio Vaticano II, el decreto sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio.

Ahora veremos qué nos enseña el Concilio Vaticano II acerca del diálogo ecuménico y las conversiones individuales, en el número 4 del decreto sobre el ecumenismo:
“Todas estas cosas, cuando son realizadas prudente y pacientemente por los fieles de la Iglesia católica bajo la vigilancia de los pastores, contribuyen al bien de la justicia y de la verdad, de la concordia y de la colaboración, del espíritu fraterno y de la unión; para que por este camino, poco a poco, superados los obstáculos que impiden la perfecta comunión eclesiástica, todos los cristianos se congreguen en la única celebración de la Eucaristía, para aquella unidad de una y única Iglesia que Cristo concedió desde el principio a su Iglesia y que creemos que subsiste indefectible en la Iglesia católica y esperamos que crezca cada día hasta la consumación de los siglos.
Es evidente que la labor de preparación y reconciliación de cuantos desean la plena comunión católica se diferencia por su naturaleza de la labor ecuménica; no hay, sin embargo, oposición alguna, puesto que ambas proceden del admirable designio de Dios.”
La Iglesia de Cristo, vale decir la Iglesia católica, siempre ha sido, es y será una. La unidad y la indefectibilidad son dones que Cristo concedió desde el principio a Su Iglesia. No obstante, la unidad de la Iglesia puede “crecer” en el tiempo, en la medida en que se realice y manifieste de un modo cada vez más perfecto la unidad y la comunión de todos los cristianos en la única Iglesia y la única Eucaristía, el sacramento del amor.
Es evidente que el diálogo ecuménico no puede oponerse a la labor orientada a apoyar las conversiones individuales de cristianos no católicos hacia el catolicismo, labor que también procede del admirable designio de Dios. Lamentablemente hoy a menudo se tiende a oponer ambos aspectos de la misma tarea evangelizadora, dejándose de lado la búsqueda de conversiones individuales por temor a ofender a nuestros socios en el diálogo ecuménico y a recibir de ellos la acusación de “proselitismo”. El proselitismo es condenable cuando se busca obtener conversiones por motivos puramente mundanos (aumento de poder, de prestigio, etcétera). Pero no corresponde descartar, junto a ese falso proselitismo, también el justo empeño en ayudar a conducir a todos los cristianos hacia la perfecta comunión con la verdadera Iglesia de Cristo (la Iglesia católica), para mayor gloria de Dios y bien de las almas.

Por último veamos qué enseña el Concilio Vaticano II sobre la relación entre el ecumenismo y la verdad, en el número 11 del decreto sobre el ecumenismo:
“La manera y el sistema de exponer la fe católica no debe convertirse, en modo alguno, en obstáculo para el diálogo con los hermanos. Es de todo punto necesario que se exponga claramente toda la doctrina. Nada es tan ajeno al ecumenismo como ese falso irenismo, que daña a la pureza de la doctrina católica y oscurece su genuino y definido sentido.”
El “ecumenismo de la caridad” y el “ecumenismo de la verdad” no deben ser dos iniciativas independientes entre sí. El verdadero ecumenismo debe estar fundado tanto en la caridad como en la verdad. Promover y defender la verdad es en sí mismo un acto de caridad de fundamental importancia.
Existe hoy entre los católicos una tendencia a no discutir con nuestros hermanos separados acerca de los aspectos de la fe cristiana que siguen siendo controvertidos. Si bien es cierto que es más importante lo que nos une que lo que nos separa, sería un grave error subestimar las diferencias que subsisten entre ambas partes. La división de los cristianos no se debe a simples malentendidos, que podrían superarse con un poco de buena voluntad, diplomacia y política eclesiástica. Los cismas y herejías que están en el origen de esas divisiones proceden de graves pecados y serios errores que han tenido enormes consecuencias históricas y que no se desvanecerán por sí mismos ni por medio de decretos arbitrarios. Hace falta dialogar sobre las diferencias de fondo con humildad, caridad, fortaleza y perseverancia, sin ceder a la tentación de construir precipitadamente una falsa unidad basada en un máximo común denominador de nuestras creencias respectivas.
La apertura al diálogo sólo resulta fecunda cuando implica a la vez un respeto firme y total de la identidad de cada una de las partes. No sería conducente un diálogo en el que una de las partes ocultase aspectos esenciales de su identidad por temor a una reacción negativa de las demás partes.

Antes de terminar, leeremos la parte principal de un importante documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe, dado el Roma el 29 de junio de 2007. Este documento se titula “Respuestas a algunas preguntas acerca de ciertos aspectos de la doctrina sobre la Iglesia”. Presenta cinco preguntas y las respectivas respuestas de la doctrina católica a esas preguntas.

"Primera pregunta: ¿El Concilio Ecuménico Vaticano II ha cambiado la precedente doctrina sobre la Iglesia?
Respuesta:
El Concilio Ecuménico Vaticano II ni ha querido cambiar la doctrina sobre la Iglesia ni de hecho la ha cambiado, sino que la ha desarrollado, profundizado y expuesto más ampliamente.
Esto fue precisamente lo que afirmó con extrema claridad Juan XXIII al comienzo del Concilio. Pablo VI lo reafirmó, expresándose con estas palabras en el acto de promulgación de la Constitución
Lumen gentium: «Creemos que el mejor comentario que puede hacerse es decir que esta promulgación verdaderamente no cambia en nada la doctrina tradicional. Lo que Cristo quiere, lo queremos nosotros también. Lo que había, permanece. Lo que la Iglesia ha enseñado a lo largo de los siglos, nosotros lo seguiremos enseñando. Solamente ahora se ha expresado lo que simplemente se vivía; se ha esclarecido lo que estaba incierto; ahora consigue una serena formulación lo que se meditaba, discutía y en parte era controvertido». Los Obispos repetidamente manifestaron y quisieron actuar esta intención.

Segunda pregunta: ¿Cómo se debe entender la afirmación según la cual la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica?
Respuesta:
Cristo «ha constituido en la tierra» una sola Iglesia y la ha instituido desde su origen como «comunidad visible y espiritual». Ella continuará existiendo en el curso de la historia y solamente en ella han permanecido y permanecerán todos los elementos instituidos por Cristo mismo. «Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos una, santa, católica y apostólica […]. Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él».
En la Constitución dogmática
Lumen Gentium 8 la subsistencia es esta perenne continuidad histórica y la permanencia de todos los elementos instituidos por Cristo en la Iglesia católica, en la cual, concretamente, se encuentra la Iglesia de Cristo en esta tierra.
Aunque se puede afirmar rectamente, según la doctrina católica, que la Iglesia de Cristo está presente y operante en las Iglesias y en las Comunidades eclesiales que aún no están en plena comunión con la Iglesia católica, gracias a los elementos de santificación y verdad presentes en ellas, el término "subsiste" es atribuido exclusivamente a la Iglesia católica, ya que se refiere precisamente a la nota de la unidad profesada en los símbolos de la fe (Creo en la Iglesia "una"); y esta Iglesia "una" subsiste en la Iglesia católica.

Tercera pregunta: ¿Por qué se usa la expresión "subsiste en ella" y no sencillamente la forma verbal "es"?
Respuesta:
El uso de esta expresión, que indica la plena identidad entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia católica, no cambia la doctrina sobre la Iglesia. La verdadera razón por la cual ha sido usada es que expresa más claramente el hecho de que fuera de la Iglesia se encuentran "muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, inducen hacia la unidad católica».
«Por consiguiente, aunque creamos que las Iglesias y comunidades separadas tienen sus defectos, no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación, porque el Espíritu de Cristo no ha rehusado servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de la gracia y de la verdad que se confió a la Iglesia».

Cuarta pregunta: ¿Por qué el Concilio Ecuménico Vaticano II atribuye el nombre de "Iglesias" a las Iglesias Orientales separadas de la plena comunión con la Iglesia católica?
Respuesta:
El Concilio ha querido aceptar el uso tradicional del término. "Puesto que estas Iglesias, aunque separadas, tienen verdaderos sacramentos y, sobre todo, en virtud de la sucesión apostólica, el sacerdocio y la Eucaristía, por los que se unen a nosotros con vínculos estrechísimos", merecen el título de «Iglesias particulares o locales», y son llamadas Iglesias hermanas de las Iglesias particulares católicas.
"Consiguientemente, por la celebración de la Eucaristía del Señor en cada una de estas Iglesias, se edifica y crece la Iglesia de Dios". Sin embargo, dado que la comunión con la Iglesia universal, cuya cabeza visible es el Obispo de Roma y Sucesor de Pedro, no es un simple complemento externo de la Iglesia particular, sino uno de sus principios constitutivos internos, aquellas venerables Comunidades cristianas sufren en realidad una carencia objetiva en su misma condición de Iglesia particular.
Por otra parte, la universalidad propia de la Iglesia, gobernada por el Sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él, halla precisamente en la división entre los cristianos un obstáculo para su plena realización en la historia.

Quinta pregunta: ¿Por qué los textos del Concilio y el Magisterio sucesivo no atribuyen el título de "Iglesia" a las Comunidades cristianas nacidas de la Reforma del siglo XVI?
Respuesta:
Porque, según la doctrina católica, estas Comunidades no tienen la sucesión apostólica mediante el sacramento del Orden y, por tanto, están privadas de un elemento constitutivo esencial de la Iglesia. Estas Comunidades eclesiales que, especialmente a causa de la falta del sacerdocio sacramental, no han conservado la auténtica e íntegra sustancia del Misterio eucarístico, según la doctrina católica, no pueden ser llamadas "Iglesias" en sentido propio."

Querido amigo, querida amiga:
Si eres un cristiano no católico, ten la plena certeza de que los católicos te reconocemos y te amamos como un verdadero cristiano, un hermano en Cristo, aunque entendamos que tu comunión con la Iglesia de Cristo no es aún plena. Mientras tratamos de superar las graves diferencias teológicas que existen todavía entre los cristianos, no perdamos de vista que nos une una misma fe en la Santísima Trinidad y en la Encarnación del Hijo de Dios para nuestra salvación. Esforcémonos en trabajar juntos a favor de la defensa de todos los derechos humanos y de la promoción del desarrollo humano y social integral, según la verdad del Evangelio de Cristo. Sigamos el ejemplo de Jesucristo, quien nos enseña a orar a Dios, nuestro Padre común, para pedirle todo lo que necesitamos, especialmente que crezca la unidad de todos los cristianos en la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo.
Por la intercesión de la Virgen María, Madre de la Iglesia, ruego al Espíritu Santo que haga arder en nuestros corazones el deseo de la comunión plena de todos los cristianos en la única Iglesia de Cristo y que nos guíe día tras día hasta esa unidad completa.
Dando fin al programa Nº 7 del segundo ciclo de “Verdades de Fe”, me despido hasta la semana próxima. Que la paz y la alegría de Nuestro Señor Jesucristo, el Resucitado, estén contigo y con tu familia.

Daniel Iglesias Grèzes
13 de agosto de 2007

Programa Nº 6/07: Los principios del protestantismo

Muy buenas noches. Bienvenidos al programa Nº 6 del segundo ciclo de “Verdades de Fe”. Este programa es transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo, Tacuarembó y San José y también a través de Internet. Estaré dialogando con ustedes durante media hora.
El programa de hoy estará referido a los principios del protestantismo. Los principios fundamentales en los cuales se basó la Reforma protestante son dos: sola fe y sola Escritura:
· El principio protestante de la sola fe dice que el hombre no es justificado por la fe y las obras (como enseña la Iglesia católica), sino sólo por la fe.
· El principio protestante de la sola Escritura dice que la Divina Revelación no es transmitida por la Sagrada Escritura y la Sagrada Tradición (como enseña la Iglesia católica), sino sólo por la Sagrada Escritura.
Utilizaremos ejemplos y argumentos tomados del estupendo libro de Scott y Kimberly Hahn, Roma, dulce hogar. Nuestro camino al catolicismo, Ediciones Rialp, Madrid 2001. Así veremos que muchas doctrinas protestantes contradicen el principio protestante de la sola Escritura. Trataremos siete de estas doctrinas en el orden en que aparecen en esa narración del dramático camino de conversión al catolicismo del pastor y teólogo presbiteriano Scott Hahn y su esposa Kimberly.

En primer lugar, consideraremos el bautismo de los niños.
Dentro del protestantismo hay una fuerte corriente (cuyo origen histórico se encuentra en el movimiento anabaptista del siglo XVI) que niega la validez del bautismo de los niños.
A modo de introducción, diremos que Scott Hahn nació y fue criado en un hogar presbiteriano, pero la religión significó poco para él hasta que, durante su juventud, se convirtió gracias al testimonio de la organización protestante Young Life. Luego estudió teología en una universidad protestante, el Grove City College, donde conoció a Kimberly, con quien luego se casó. Escuchemos ahora cómo Scott Hahn llegó a descubrir que la doctrina de la invalidez del bautismo de los niños no es bíblica:
“En la residencia, algunos de mis amigos empezaron a hablar de ser “rebautizados”. Todos estábamos creciendo juntos en la fe y asistíamos a la congregación local. El ministro –un orador fantástico- estaba enseñando que aquellos que fuimos bautizados de niños nunca fuimos verdaderamente bautizados, y mis amigos parecían seguirle en todo cuanto decía. Al día siguiente nos reunimos para acordar la fecha en que nos “sumergiríamos de verdad”. Pero antes yo les di mi opinión:
-¿No creéis que deberíamos estudiar la Biblia nosotros mismos para asegurarnos de que él está en lo cierto?
Parecía que no me escuchaban.
-¿Cuál es el problema con lo que dice el ministro, Scott? Después de todo, ¿te acuerdas de tu Bautismo? ¿De qué les vale el Bautismo a los bebés si aún no pueden creer?
Yo no estaba seguro, pero sabía que la respuesta no era jugar a “seguir al líder” y basar las creencias sólo en sentimientos, como parecían hacer ellos. De modo que les dije:
-No sé lo que haréis vosotros, pero yo voy a estudiar la Biblia detenidamente antes de lanzarme a bautizarme de nuevo.
A la semana siguiente, ellos se “rebautizaron”.
[…]
Durante los meses siguientes leí todo lo que pude encontrar al respecto.
Por aquel entonces, ya había leído la Biblia tres o cuatro veces y estaba convencido de que la clave para comprenderla era el concepto de Alianza. Está en cada página y Dios establece una en cada época. Estudiar la Alianza me dejó clara una cuestión: durante dos mil años, desde el tiempo de Abraham hasta la venida de Cristo, Dios había mostrado a su pueblo que quería que los niños estuvieran en alianza con Él. El modo era sencillo: bastaba darles el signo de la alianza.
En el Antiguo Testamento el signo de entrada a la alianza con Dios era la circuncisión. En el Nuevo Testamento, Cristo había sustituido ese signo por el Bautismo. Pero en ningún sitio leí que Cristo dijera que los niños debían ser excluidos de la alianza; de hecho, le encontré diciendo prácticamente lo contrario: “Dejad que los niños se acerquen a mí y no se lo impidáis, porque de
[los que son como] ellos es el reino de los cielos” (Mt 19, 14).
También hallé a los Apóstoles imitándole. Por ejemplo, en Pentecostés, cuando Pedro acabó su primer sermón, llamó a todos a aceptar a Cristo, entrando en la Nueva Alianza: “Arrepentíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para vosotros es esta promesa y para vuestros hijos…” (Hch 2, 38-39).
En otras palabras, Dios quería que los niños estuvieran en alianza con Él y puesto que en el Nuevo Testamento sólo figura el bautismo como signo para entrar en la Nueva Alianza, ¿por qué no debían ser bautizados los niños de los creyentes? No era, pues, de extrañar –como descubrí en mi investigación- que la Iglesia practicase el bautismo de los niños desde que fue instituida.
Mostré a mis amigos los resultados de mi investigación bíblica, pero no quisieron escucharme y mucho menos discutirlo. De hecho, percibí que el solo hecho de que yo estudiara el tema no les había gustado nada.
Ese día hice dos descubrimientos: Por un lado, comprobé que muchos de los llamados “cristianos de la Biblia” prefieren basar sus creencias en sentimientos, sin
[…] leer detenidamente la Escritura. Por otro lado, descubrí también que la alianza era verdaderamente la clave para comprender toda la Biblia.” (o. c., pp. 30-32).

En segundo lugar, consideraremos la anticoncepción.
En la actualidad todas las denominaciones protestantes admiten la anticoncepción.
Escuchemos el testimonio de Kimberly Hahn al respecto:
“Como protestante, no conocía a nadie que no practicara el control de la natalidad. Había sido orientada e inducida a practicarlo como parte de un comportamiento cristiano razonable y responsable. En los cursos de orientación prematrimonial no nos preguntaban si íbamos a utilizarlo o no, sino qué método pensábamos emplear.” (Ídem, pp. 49-50).
Cuando Kimberly estudió el tema a fondo, descubrió que la doctrina moral protestante sobre la anticoncepción no tiene ningún fundamento válido en la Biblia. Veamos qué sucedió cuando Scott se interesó acerca de ese trabajo académico de su esposa:
“le pregunté qué era eso tan interesante que había descubierto sobre la anticoncepción. Me dijo que hasta 1930 la postura de todas las iglesias respecto a este tema había sido unánime; la anticoncepción era moralmente mala en cualquier circunstancia.
Mi argumento fue:
-Tal vez les llevó todo ese tiempo desprenderse de los últimos vestigios del catolicismo.
Kimberly avanzó un poco más:
-Pero ¿sabes qué razones dan ellos para oponerse al control de la natalidad? Tienen argumentos de más peso de lo que tú crees.
Tuve que admitir que no conocía sus razones. Kimberly […] me dio
[el libro] El control de la natalidad y la alianza matrimonial, de John Kippley […]
Lo vi y pensé: “¿Editorial Litúrgica? ¡Este tipo es un católico! ¡Un papista! ¿Qué hace plagiando la noción protestante de la alianza?” Sentí aún más curiosidad por saber lo que decía. Me senté a leer el libro y, al cabo de un rato, empecé a pensar: “Algo está mal aquí. No puede ser… ¡Lo que dice este hombre es muy sensato!” Estaba demostrando cómo el matrimonio no es un mero contrato que implica un intercambio de bienes y servicios. El matrimonio es una alianza que lleva consigo una interrelación de personas. La tesis principal de Kippley era que toda alianza tiene un acto por el cual se lleva a cabo y se renueva; y que el acto sexual de los cónyuges es un acto de alianza. Cuando la alianza matrimonial se renueva, Dios la utiliza para dar vida. Renovar la alianza matrimonial y usar anticonceptivos equivalía a recibir la Eucaristía para luego escupirla en el suelo.
[…]
Comencé a comprender que cada vez que Kimberley y yo realizábamos el acto conyugal, realizábamos algo sagrado; y que cada vez que frustrábamos con los anticonceptivos el poder de dar vida del amor, hacíamos una profanación […]
La Iglesia católica romana era la única iglesia cristiana en todo el mundo que tenía el valor y la integridad para enseñar esta verdad tan impopular. Yo no sabía qué pensar, así que recurrí a un viejo dicho de familia: “Hasta un cerdo ciego puede encontrar una bellota”. Es decir, después de dos mil años, hasta la Iglesia católica por fin daba en el clavo en algo.
Católica o no, era verdad; así que Kimberley y yo nos deshicimos de los anticonceptivos que estábamos usando y empezamos a confiar en el Señor de un modo nuevo en lo que concernía a nuestro proyecto familiar.”
(Ídem, pp. 42-44).

En tercer lugar, consideremos la “sola fe”.
Tiempo después, Scott Hahn realizó otro importante descubrimiento:
“descubrí que en ningún lugar enseñó San Pablo que nos salvamos sólo por la fe. El “por la sola fe” (sola fide) no estaba en la Escritura. […]
Para muchos, este hecho no parecería capaz de provocar una gran crisis, pero para alguien empapado de protestantismo y convencido de que el cristianismo dependía de la doctrina de sólo por la fe (sola fide), esto significaba que el mundo se venía abajo.
Recordaba lo que uno de mis teólogos favoritos, el Dr. Gerstner, había dicho una vez en clase: que si los protestantes estaban errados en lo de sola fide y la Iglesia católica tenía razón al sostener que nos salvamos por la fe y las obras, “yo estaría mañana mismo de rodillas delante del Vaticano para hacer penitencia”.
[…]
En efecto, toda la Reforma protestante nacía de esa diferencia. Lutero y Calvino habían afirmado frecuentemente que éste era el artículo sobre el cual la Iglesia de Roma se levantaba o se caía; para ellos, ése era el motivo por el cual la Iglesia católica había caído y el protestantismo se levantó de sus cenizas. Sola fide fue el principio esencial de la Reforma y yo estaba llegando ahora al convencimiento de que San Pablo nunca lo enseñó.
En la Carta de Santiago 2, 24, la Biblia enseña que “el hombre se justifica por las obras, y no sólo por la fe”. Además, San Pablo dice en I Corintios 13, 2: “Aunque tenga una fe capaz de mover montañas, si no tengo caridad, no soy nada”.
Para mí supuso una transformación traumática tener que reconocer que en este punto Lutero estaba fundamentalmente equivocado.”
(Ídem, pp. 46-48).
Acerca de este punto, Kimberley añade lo siguiente:
“Poco a poco llegamos a convencernos de que Martín Lutero había dejado que sus convicciones teológicas personales contradijeran la propia Biblia, a la cual supuestamente había decidido obedecer en lugar de a la Iglesia católica. Él había declarado que la persona no se justifica por la fe obrando en el amor, sino sólo por la fe. Llegó incluso a añadir la palabra “solamente” después de la palabra “justificado” en su traducción alemana de Romanos 3, 28 y llamó a la Carta de Santiago “epístola falsificada” porque Santiago dice explícitamente: “Veis que por las obras se justifica el hombre y no sólo por la fe”.
De nuevo, y por mucho que nos extrañara, la Iglesia católica tenía razón en un punto fundamental de la doctrina”
(Ídem, p. 57).

Ahora haremos unos minutos de pausa para escuchar música.
INTERVALO MUSICAL
Continuamos el programa Nº 6 del ciclo 2007 de “Verdades de Fe”, transmitido por Radio María Uruguay. Los invito a llamar al teléfono (035) 20535 para plantear sus comentarios o consultas.
Nuestro programa de hoy está dedicado a siete principios fundamentales del protestantismo.

En cuarto lugar, consideraremos la Eucaristía.
Acerca del sacramento de la Eucaristía, Martín Lutero rechazó el dogma católico de la transubstanciación y enseñó la doctrina de la consubstianciación. No obstante, la mayoría de los protestantes actuales niega la presencia real de Cristo en la Eucaristía, contradiciendo la enseñanza explícita de la Biblia.
Veamos qué sucedió cuando el pastor Scott Hahn estudió a fondo el discurso de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm sobre el pan de vida:
“me habían contratado como formador a tiempo parcial en el seminario presbiteriano local. El tema de mi primera clase era el Evangelio de San Juan, sobre el cual estaba predicando también una serie de sermones en la iglesia. […] Cuando llegué al capítulo sexto en mi preparación tuve que dedicar semanas de cuidadosa investigación a […] Jn 6, 52-68: […]
Inmediatamente empecé a cuestionar lo que mis profesores me habían enseñado, y lo que yo mismo estaba predicando a mi congregación, acerca de la Eucaristía como un mero símbolo –un profundo símbolo, es cierto, pero sólo un símbolo-. Después de mucha oración y mucho estudio, vine a darme cuenta de que Jesús no podía hablar simbólicamente cuando nos invitó a comer su carne y beber su sangre; los judíos que le escuchaban no se hubieran ofendido ni escandalizado por un mero símbolo. Además, si ellos hubieran malinterpretado a Jesús tomando sus palabras de forma literal –mientras Él sólo hablaba en sentido metafórico-, le hubiera sido fácil al Señor aclarar ese punto. De hecho, ya que muchos de sus discípulos dejaron de seguirle por causa de esta enseñanza (vers. 60), Jesús hubiera estado moralmente obligado a explicar que sólo hablaba simbólicamente.
Pero Él no lo dijo. Y ningún cristiano, a lo largo de más de mil años, negó la Presencia real de Cristo en la Eucaristía. Eso estaba bien claro.
Así que hice lo que cualquier pastor o profesor de seminario hubiera hecho si quería conservar su trabajo: terminé lo antes que pude mis sermones sobre el Evangelio de San Juan al final del capítulo cinco y prácticamente me salté el seis en mis clases.”
(Ídem, pp. 65-66).

En quinto lugar, consideremos la “sola Escritura”.
Tiempo después, un alumno hizo al profesor Scott Hahn una pregunta embarazosa que él nunca había escuchado: ¿dónde enseña la Biblia que la Escritura es nuestra única autoridad en materia de fe? Scott dio una respuesta débil que no dejó satisfecho al alumno y luego cambió de tema. Veamos lo que sucedió luego:
“Mientras volvía a casa aquella noche, miré las estrellas y murmuré: “Señor, ¿qué está pasando? ¿Dónde enseña la Escritura sola Scriptura?”
Eran dos las columnas sobre las que los protestantes basaban su revolución contra Roma. Una ya había caído y la otra se estaba tambaleando. Sentí miedo.
Estudié durante toda la semana sin llegar a ninguna conclusión. Llamé incluso a varios amigos, pero no hice ningún progreso. Finalmente hablé con dos de los mejores teólogos de América y también con algunos de mis ex profesores. Todos aquellos a los que consultaba se sorprendían de que yo les hiciera esa pregunta y se sentían aún más trastornados cuando yo no quedaba satisfecho con sus respuestas. A un profesor le dije:
-Tal vez sufro de amnesia, pero he olvidado las simples razones por las que los protestantes creemos que la Biblia es nuestra única autoridad.
-Scott, qué pregunta tan tonta.
-Pues déme una respuesta tonta.
-Scott –replicó-, en realidad tú no puedes demostrar la doctrina de sola scriptura con la Escritura. La Biblia no enseña explícitamente que ella sea la única autoridad para los cristianos. En otras palabras, Scott, sola scriptura es en esencia la creencia histórica de los reformadores, frente a la pretensión católica de que la autoridad está en la Escritura y, además, en la Iglesia y la Tradición. Para nosotros, por tanto, ésta es sólo una presuposición teológica, nuestro punto de partida, más que una conclusión demostrada.
[…]
-Scott, mira lo que enseña la Iglesia católica. Es obvio que la Tradición está equivocada.
-Obviamente está equivocada –asentí-. Pero ¿dónde se condena el concepto de Tradición? Y por otro lado, ¿qué quiso decir Pablo cuando pedía a los Tesalonicenses que se ajustaran a la Tradición tanto escrita como oral? –seguí presionando-. ¿No es irónico? Nosotros insistimos en que los cristianos sólo pueden creer lo que la Biblia enseña; pero la propia Biblia no enseña que ella sea nuestra única autoridad.”
(Ídem, pp. 69-70).

En sexto lugar, consideraremos el canon de la Biblia.
Durante su investigación acerca del principio de sola Escritura, Scott Hahn percibió otras dos gravísimas debilidades de la doctrina protestante: se trata del problema del canon de la Biblia y del problema de la interpretación auténtica de la Biblia. Los consideraremos en ese orden.
El principio protestante de sola Escritura no está en la Escritura, pero podría haberlo estado si Dios lo hubiera querido así. El problema del canon bíblico, en cambio, es absolutamente insoluble desde el punto de vista protestante.
Citaremos a continuación parte del diálogo de Scott Hahn con uno de los teólogos protestantes que consultó en su intento de resolver sus dudas:
“Un día me invitó a ir con él a un encuentro con uno de nuestros más brillantes maestros, el doctor John Gerstner, un teólogo calvinista formado en Harvard y de fuertes convicciones anti-católicas. […]
-¿cómo podemos estar seguros de que los veintisiete libros del Nuevo Testamento son en sí mismos la infalible palabra de Dios si fueron falibles Papas y falibles concilios los que nos dieron la lista?
Nunca olvidaré su respuesta:
-Scott, eso sencillamente significa que todo lo que podemos tener es una falible colección de documentos infalibles.
-¿Es eso realmente lo mejor que el cristianismo protestante histórico puede aportar?
-Sí, Scott, todo lo que podemos hacer son juicios probables basados en la evidencia histórica. No tenemos ninguna otra autoridad infalible más que la Escritura.
-Pero, doctor Gerstner, ¿cómo puedo yo saber que realmente es la palabra de Dios infalible la que estoy leyendo cuando abro a Mateo o a Romanos o a Gálatas?
-Como te he dicho, Scott, todo lo que tenemos es una colección falible de documentos infalibles.
De nuevo me sentí muy disconforme con sus respuestas, a pesar de que sabía que él estaba presentando con toda honestidad las tesis protestantes. Mi única respuesta fue:
-Entonces, si las cosas son así, doctor Gerstner, creo que debemos tener la Biblia y la Iglesia. ¡O las dos o ninguna!”
(Ídem, pp. 86 y 92).
La simple evidencia histórica es incapaz por sí misma de garantizar la verdad de una doctrina de fe sobrenatural: que determinados escritos transmiten sin error la Palabra de Dios revelada por Cristo.

En séptimo y último lugar, consideraremos el “libre examen” de la Biblia.
Según la doctrina católica, el cristiano debe interpretar la Biblia en sintonía con la Tradición de la Iglesia y bajo la guía de su Magisterio.
Según la doctrina protestante, cada cristiano debe interpretar la Biblia contando para ello con la asistencia del Espíritu Santo. Ésta es la doctrina conocida como “libre examen”.
Veamos ahora otra parte del diálogo de Scott Hahn con el Dr. John Gerstner, a quien Scott estaba consultando (como último recurso) en busca de ayuda para resolver sus serias dudas teológicas:
“-Scott, si estás de acuerdo en que ahora poseemos la inspirada e inerrante Palabra de Dios en la Escritura, ¿qué más necesitamos entonces?
Le contesté:
-
[…] Desde la época de la Reforma, han ido surgiendo más de veinticinco mil diferentes denominaciones protestantes y los expertos dicen que en la actualidad nacen cinco nuevas a la semana. Cada una de ellas asegura seguir al Espíritu Santo y el pleno sentido de la Escritura. Dios sabe que necesitamos mucho más que eso.
Lo que quiero decir, doctor Gerstner, es que cuando los fundadores de nuestra nación nos dieron la Constitución, no se contentaron sólo con eso. ¿Se imagina lo que tendríamos hoy si lo único que nos hubieran dejado fuera un documento, por muy bueno que sea, junto con la recomendación “Que el espíritu de George Washington guíe a cada ciudadano”? Tendríamos una anarquía, que es precisamente lo que los protestantes tenemos en lo que se refiere a la unidad de la Iglesia… En lugar de eso, nuestros padres fundadores nos dieron algo más que la Constitución; nos dieron un gobierno formado por un presidente, un congreso y una corte suprema, todos ellos necesarios para aplicar e interpretar la Constitución. Y si eso es necesario para gobernar un país como el nuestro, ¿qué será necesario para gobernar una Iglesia que abarca el mundo entero?
Por eso, doctor Gerstner, yo estoy empezando a creer que Cristo no nos dejó sólo con su Espíritu y un libro. Es más, en ninguna parte del Evangelio dice nada a los apóstoles acerca de escribir y apenas la mitad de ellos escribieron libros que fueran incluidos en el Nuevo Testamento. Lo que Cristo sí le dijo a Pedro fue: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”. Por eso me parece más lógico que Jesús nos haya dejado su Iglesia, constituida por el Papa, los obispos y los Concilios, todos ellos necesarios para aplicar e interpretar la Escritura.”
(Ídem, pp. 89-90).

Querido amigo, querida amiga:
Scott Hahn fue recibido en la Iglesia católica en la Vigilia Pascual de 1986.
Kimberly Hahn fue recibida en la Iglesia católica en la Vigilia Pascual de 1990.
Por la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Madre del Redentor, ruego a Dios que te conceda comprender y creer que la Iglesia Católica es la Iglesia fundada y sostenida por el mismo Jesucristo.
Dando fin al programa Nº 6 del segundo ciclo de “Verdades de Fe”, me despido hasta la semana próxima. Que la paz y la alegría de Nuestro Señor Jesucristo, el Resucitado, estén contigo y con tu familia.

Daniel Iglesias Grèzes
6 de agosto de 2007

Programa Nº 5/07: El aborto

Muy buenas noches. Bienvenidos al programa Nº 5 del segundo ciclo de “Verdades de Fe”. Este programa es transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo, Tacuarembó y San José y también a través de Internet. Estaré dialogando con ustedes durante media hora.
El programa de hoy estará referido al aborto.
A principios de este mes, la Comisión de Salud Pública del Senado uruguayo aprobó por unanimidad los primeros ocho artículos del proyecto de Ley de Defensa del Derecho a la Salud Sexual y Reproductiva, cuyo principal objetivo es la legalización del aborto voluntario. Este proyecto fue presentado con la firma de doce Senadores del partido de gobierno.

En la primera parte del programa, consideraremos el contenido de los artículos ya aprobados.
El Artículo 1º establece que: “El Estado garantizará condiciones para el ejercicio pleno de los derechos sexuales y reproductivos de toda la población. A tal efecto, promoverá políticas nacionales de salud sexual y reproductiva, diseñará programas y organizará los servicios para desarrollarlos, de conformidad con los principios rectores y éticos que se establecen en los artículos siguientes.”
Se introduce en nuestra legislación un concepto muy ambiguo y peligroso: los “derechos sexuales y reproductivos”. Según la mayoría de sus propulsores, los “derechos sexuales” incluyen el derecho a la actividad sexual fuera del matrimonio y los “derechos reproductivos” incluyen el derecho a la anticoncepción, la esterilización y el aborto.
La ley no puede reconocer otros derechos humanos que los reconocidos explícitamente por la Constitución Nacional o los “que son inherentes a la personalidad humana o se derivan de la forma republicana de gobierno” (Art. 72 de la Constitución). Pero estos supuestos “derechos sexuales y reproductivos” no son reconocidos por nuestra Constitución, ni por la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ni por la Convención Americana sobre Derechos Humanos; tampoco son inherentes a la personalidad o naturaleza humana ni se deducen de la forma republicana o democrática de gobierno. No se puede inventar nuevos derechos humanos por ley positiva. Eso sería un ejercicio de dictadura de las mayorías.

El Artículo 2º define como “principios rectores” que los derechos sexuales y reproductivos son derechos humanos universales, intransferibles e inalienables. El literal a) del mismo artículo establece que la protección de esos derechos incluye: “la promoción de la equidad en términos de género y de justicia social”. El concepto de “género” vuelve a aparecer en los Artículos 4º y 6º bajo la forma aún más peligrosa de “perspectiva de género”, asociado a una ideología feminista radical que desconoce o subestima las diferencias naturales entre los sexos, considera los géneros masculino y femenino como meras construcciones culturales -totalmente modificables- y sostiene la existencia de cinco o más géneros, todos ellos igualmente legítimos. En particular, el Art. 4º lit. b) define como objetivo general: “[garantizar] la incorporación de la perspectiva de género en todas las acciones”.
La ambigüedad terminológica permite la manipulación por medio del lenguaje. Por eso se debería exigir una definición muy precisa de lo que se entiende aquí por “género”. Así se pondría en evidencia una cuestión fundamental: ¿Por qué un Estado laico (supuestamente neutral en el terreno filosófico) debería adherirse a la “perspectiva de género”, una ideología falsa o al menos muy cuestionable?

El Artículo 3º explicita los “principios éticos” que inspiran el proyecto de ley. Fundamentalmente dicho artículo determina que: “En materia de sexualidad humana se priorizará la comunicación interpersonal placentera por sobre su función biológica vinculada a la procreación.”
Es obvio que este principio pseudo-ético contradice la ley moral natural tal como ésta es expuesta por la Iglesia Católica, la que enseña que -desde el punto de vista ético- la relación sexual tiene dos finalidades o significados inseparables: el significado unitivo (la unión de los cónyuges) y el significado procreativo (la apertura al don de los hijos). El proyecto en cuestión no sólo disocia ambos significados, subestimando el significado procreativo, sino que tampoco respeta el significado unitivo, puesto que en ningún momento enmarca el ejercicio de la sexualidad dentro de la unión matrimonial. Se manifiesta así una fuerte tendencia a una ética individualista, subjetivista y hedonista. Más allá de sus opiniones personales, los Señores Legisladores deberían reflexionar profundamente sobre las consecuencias que tendría la adhesión formal del Estado uruguayo a una ética de esta clase, tan cuestionable y controvertida. Esta adhesión representaría un grave atentado a la laicidad rectamente entendida.
Dentro del Artículo 3º, destacaremos algunos literales:
· “b) reconocer el derecho de toda persona a procurar su satisfacción sexual durante todo su ciclo vital según sus propias necesidades y preferencias, siempre que resulten respetados los derechos de terceros involucrados.”
Según este literal, los “derechos sexuales” incluyen un supuesto derecho al placer sexual, procurado sin ningún tipo de barreras éticas, salvo el caso del daño directo a otros. Este principio pseudo-ético, desarrollado con coherencia, conduciría a extremos evidentemente inhumanos, como el sado-masoquismo, la zoofilia, la necrofilia, algunas formas de pedofilia, etc. Nos enfrentamos pues a una antropología netamente individualista. En la exposición de motivos del proyecto se encuentra otra muestra notable de esta antropología individualista: “Por otro lado, una de cada cuatro mujeres nunca ha consultado al ginecólogo por motivos vinculados a su autocuidado, sin mediación de su rol materno. […] Las mujeres que completan 12 años de estudio, muestran un mayor nivel de autocuidado. Se manifiesta así el estereotipo de género de “ser para los demás”, “cuidar de los otros”, en detrimento de “ser para sí”, “cuidarse a sí misma”, que sólo parece debilitarse con el acceso a estudios superiores.” De aquí parece deducirse que, según la filosofía que se pretende oficializar, “ser para los demás” no es una virtud moral, sino un “estereotipo de género” que habría que erradicar, y “ser para sí” no es la inmoralidad por excelencia (el egoísmo), sino una actitud apropiada, que todo el aparato del Estado deberá promover.
· "c) combatir las discriminaciones de orden cultural que impidan la toma de decisiones autónomas y en igualdad de condiciones entre hombres y mujeres.”
¿Qué se entiende aquí por “decisiones autónomas”? Probablemente se trate de decisiones libres de toda referencia a un orden moral objetivo, es decir de decisiones amorales.
· “d) Combatir toda forma de violencia sexual y otras presiones de carácter físico, social, económico o cultural en el ejercicio de la sexualidad.”
Sería interesante saber si -por ejemplo- la doctrina católica sobre la inmoralidad de los actos homosexuales es una de las presiones de carácter cultural sobre el ejercicio de la sexualidad que el Estado uruguayo asumiría el deber de combatir. Se insinúa aquí un grave atentado contra la libertad religiosa, de pensamiento y de expresión de los uruguayos.
· “e) Reconocer y promover el derecho y la obligación de hombres y mujeres, cualquiera sea su edad, a controlar responsablemente su sexualidad por los medios más adecuados y compatibles con sus convicciones.”
Aquí, además del subjetivismo ético, se insinúa un grave atentado contra la patria potestad.

Los Artículos 4º y 5º definen los objetivos generales y específicos de las políticas y programas de salud sexual y reproductiva.
Uno de esos objetivos generales es el siguiente: Art. 4º lit. d): “Capacitar a las y los docentes de los ciclos primario, secundario y terciario para la promoción del ejercicio de los derechos sexuales y reproductivos como parte de una ciudadanía plena.”
Nótese que se pretende que los docentes no sólo instruyan a los niños y adolescentes, sino que promuevan el ejercicio de sus “derechos sexuales y reproductivos”, lo cual abre perspectivas realmente funestas.
Además, según la exposición de motivos, el Estado asumiría como deber fundamental el de “garantizar la educación sexual a todos los niveles del sistema educativo formal, informal y no formal como herramienta sustancial para la promoción de una sexualidad plena y saludable.”
No es aventurado suponer que se pretende utilizar todo el sistema educativo para difundir la ética individualista y hedonista que sustenta este proyecto de ley.

Se equivoca absolutamente quien piense que los ocho artículos ya aprobados por la Comisión de Salud Pública del Senado son irrelevantes porque aún no se ha tocado directamente el tema del aborto. Como lo hemos mostrado más arriba, esos artículos constituyen el núcleo ideológico del proyecto, del cual se desprenden luego sus disposiciones concretas, como por ejemplo la legalización del aborto voluntario.
Puede parecer sorprendente que un texto legal que violenta tan profundamente la mentalidad y las costumbres de amplios sectores del pueblo uruguayo haya sido aprobado por unanimidad por Senadores pertenecientes a los tres mayores partidos políticos del país. Esto es un indicio más de la gran desproporción existente entre la importancia histórica y social de la religión católica (mayoritaria en el Uruguay) y la notoria debilidad política de los católicos.
Sin embargo, no es hora de quejarse ni de lamentarse. Si hemos llegado hasta esta situación es porque -muy a menudo y durante mucho tiempo- la mayoría de los católicos han dejado de lado (prácticamente) parte de sus convicciones morales más profundas cuando les ha tocado actuar en el ámbito público o político. Tanto le hemos hecho el juego al secularismo, tanto ha calado éste dentro de nosotros mismos, que a veces sentimos que estamos haciendo algo incorrecto al profesar nuestros principios cristianos en esos ámbitos, cuando en realidad sólo estamos haciendo uso de nuestros inalienables derechos.
Resulta urgente, pues, que los católicos uruguayos despertemos de nuestro actual letargo y pasividad, que rápidamente nos organicemos y movilicemos para defender, junto con las personas no católicas que reconocen la ley moral natural, el derecho humano fundamental a la vida y la recta concepción del hombre, el matrimonio, la familia y la sociedad.
Por último, hemos de tomar nota cuidadosamente de las actuaciones de cada legislador y de cada político en estos asuntos y tenerlas muy presentes en cada ocasión en que seamos convocados a las urnas.

Ahora haremos unos minutos de pausa para escuchar música.
INTERVALO MUSICAL

Continuamos el programa Nº 5 del ciclo 2007 de “Verdades de Fe”, transmitido por Radio María Uruguay. Los invito a llamar al teléfono (035) 20535 para plantear sus comentarios o consultas.
Nuestro programa de hoy está refererido al aborto.
Estamos comentando el proyecto de Ley de Defensa del Derecho a la Salud Sexual y Reproductiva, que está siendo considerado por la Comisión de Salud Pública del Senado uruguayo.
Recordemos rápidamente algunos de los principales errores del proyecto de ley en cuestión:
• Autoriza el aborto por la sola voluntad de la mujer hasta las 12 semanas de gravidez
• Autoriza el “aborto terapéutico” y el “aborto eugenésico” en cualquier momento
• Desestima absolutamente la voluntad del padre de la criatura
• Establece el aborto como “acto médico”
• Limita y viola el derecho a la objeción de conciencia
• Obliga a todas las instituciones de asistencia médica a realizar abortos
• Obliga a los Jueces a autorizar abortos
Recordemos también que el número 470 del Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica enseña que el quinto mandamiento prohíbe, como gravemente contrario a la ley moral “el aborto directo, querido como fin o como medio, así como la cooperación al mismo, bajo pena de excomunión, porque el ser humano, desde el instante de su concepción, ha de ser respetado y protegido de modo absoluto en su integridad”.
Esta doctrina se refiere a todas las formas de aborto directo: aborto quirúrgico, aborto químico, etc. Pero cabría preguntarse cuál debe ser la actitud del Estado ante el aborto. La ley civil no puede ni debe penalizar todos los actos moralmente desordenados (por ejemplo, todas las mentiras). ¿No sería conveniente que la ley civil permita el aborto, aunque la ley moral lo condene?
La ley que prohíbe y penaliza el aborto no está fundada en los dogmas de la fe católica, sino en el orden moral objetivo, que todo ser humano (cualquiera que sea su religión) puede conocer por medio de la recta razón. El proceso racional que lleva a concluir que el aborto debe ser penalizado por el Estado consta esencialmente de cuatro pasos, que se refieren respectivamente al orden biológico, al orden antropológico, al orden moral y al orden político.

El primer paso de nuestra reflexión se sitúa en el ámbito de la ciencia, concretamente de la biología. Los enormes avances de la embriología y de la genética durante el siglo XX ya no dejan lugar a ninguna duda: desde el punto de vista científico es una verdad perfectamente demostrada que el embrión humano es un ser humano desde su concepción. La tesis proabortista de que el embrión (y luego el feto) es parte del cuerpo de la mujer embarazada carece de todo valor científico. En la concepción surge un nuevo individuo de la especie humana, un ser humano distinto del padre y de la madre, único e irrepetible, dotado de la capacidad de desarrollarse de un modo gradual, continuo y autónomo. El embrión humano no es un ser humano en potencia sino un ser humano en acto: embrionario en acto y adulto en potencia.
Quienes se empeñan en negar esta evidencia científica y proponen como comienzo de la vida humana otros momentos del desarrollo embrionario lo hacen movidos por intereses ideológicos. Así, por ejemplo, es totalmente arbitrario fijar el comienzo del embarazo en la anidación (que ocurre aproximadamente dos semanas después de la fecundación). Esta falsa definición procura eliminar las barreras éticas que deberían impedir la manipulación de embriones humanos durante ese período crucial. Así se puede negar con toda frescura que las píldoras o los dispositivos que impiden la anidación interrumpen un “embarazo”. Pero es científicamente innegable que cuando se impide la anidación se destruye una vida humana; y esto debe ser llamado propiamente “aborto”.

El segundo paso de nuestra reflexión se sitúa en el ámbito de la filosofía, concretamente de la antropología filosófica. En este punto se puede establecer que todo ser humano es también una persona humana y tiene toda la dignidad que le corresponde a cualquier persona humana. No hay razones válidas para negar la personalidad del ser humano en las primeras fases de su existencia. Todo ser humano es persona humana y viceversa.
Los defensores del derecho a la vida debemos evitar el grave error de caer en la tentación antimetafísica, que en este punto se manifiesta por la renuencia o la renuncia a afirmar que el ser humano no nacido es una persona humana. La ciencia biológica obliga sin lugar a dudas a reconocer en el ser humano no nacido a un individuo de la especie humana; pero a pesar de esto hay quienes ponen en duda o niegan que este individuo humano sea una persona humana. La recta reflexión filosófica, sin embargo, conduce a reconocer que es imposible que un ser humano no sea persona humana. Sin esta afirmación de índole metafísica no es posible fundar una correcta antropología y sin una correcta antropología no es posible descubrir el verdadero fundamento de las normas éticas.

El tercer paso de nuestra reflexión se sitúa en el ámbito de la filosofía moral o ética. La persona humana descubre su obligación moral mediante un proceso cognoscitivo que abarca las siguientes etapas:
En primer lugar, la conciencia moral reconoce como verdad evidente la norma moral fundamental: debo hacer el bien y evitar el mal.
En segundo lugar, la razón humana es capaz de conocer con certeza el bien moral o el mal moral de determinadas clases de actos humanos, reconociendo así las normas morales particulares. Por ejemplo, se puede establecer de un modo indudable que existe el deber moral de respetar la vida de toda persona humana inocente. Del mismo modo se puede deducir que el aborto es un homicidio.
En tercer lugar, la razón humana puede determinar si un acto humano concreto está de hecho comprendido o no dentro de la clase de actos humanos que una norma moral dada prescribe o proscribe. Por ejemplo, la persona puede reconocer claramente si lo que está haciendo es o no es un aborto voluntario y por tanto un homicidio.
Al cabo de este proceso intelectual, se llega a una conclusión: tengo la obligación moral de hacer esto o de no hacer aquello.
En nuestro caso, este razonamiento puede ser esquematizado así: Debo evitar el mal. El homicidio es malo. El aborto voluntario es un homicidio. Por lo tanto el aborto voluntario es malo y debo evitar cometerlo. Determinado acto concreto es un aborto voluntario. No debo cometer ese acto concreto.
En este punto se debe evitar el grave error del subjetivismo moral, que asume la existencia de una separación absoluta entre el orden del ser (u orden ontológico) y el orden del deber (u orden moral). La ley moral no es una convención arbitraria impuesta al hombre extrínsecamente por medio de un consenso social o por cualquier otro medio. Se trata de una expresión de nuestra propia naturaleza humana. Es la ley intrínseca que rige nuestro desarrollo en cuanto personas. No corresponde entonces separar radicalmente el conocimiento objetivo de las cosas de su valoración, vista como algo puramente subjetivo, sentimental o emocional. Los valores están en las cosas mismas y por eso la razón humana, que puede conocer con certeza la verdad de lo real, puede conocer con certeza también los valores. Por lo tanto puede conocer con certeza el bien moral y el mal moral.

El cuarto paso de nuestra reflexión se sitúa en el ámbito de la moral social, más concretamente de la filosofía política. Habiendo establecido en el paso anterior que el aborto es inmoral, ahora debemos determinar si también debe ser ilegal, o sea si el Estado debe prohibirlo y penalizarlo. Los derechos humanos son la contracara de los deberes humanos. Mis derechos son los deberes que los demás seres humanos tienen para conmigo. Dado que existe el deber moral de respetar la vida humana, existe también el derecho humano a la vida. El Estado existe para cuidar y promover el bien común de la sociedad y para ello debe ante todo defender los derechos humanos, en particular el derecho a la vida, necesario para poder ejercer todos los demás derechos humanos. De aquí se deduce que el Estado no puede permitir el aborto sin atentar gravemente contra su propia razón de ser. Por lo tanto el Estado debe prohibir el aborto; y, como una prohibición sin una pena correspondiente es ineficaz, también debe penalizarlo adecuadamente.
En este punto debemos evitar dos graves errores:
· El primer error consiste en concebir al Estado como una entidad moralmente neutra. El Estado es una estructura social formada en última instancia por personas humanas; y la actividad humana, considerada globalmente, nunca es ni puede ser moralmente neutra. El Estado tiene la obligación de promover el bien común y para ello debe respetar el orden moral objetivo.
· El segundo error consiste en considerar el relativismo como una condición necesaria para el ejercicio de la democracia. Así todo ciudadano con convicciones morales firmes es tachado falsamente de fundamentalista o intolerante.

Querido amigo, querida amiga:
Si has cometido uno o más abortos o has cooperado en ellos, no caigas en la tentación de la desesperación. Jesucristo murió en la cruz por tus pecados y por los míos, para nuestra salvación, reconciliando a la humanidad caída con Dios. Él nos enseña que Dios es un Padre rico en misericordia, siempre dispuesto a perdonar al pecador arrepentido.
Aunque nunca hayas tenido relación alguna con el crimen del aborto, no te quedes de brazos cruzados, en una actitud de auto-complacencia. El verdadero amor no tiene ningún límite superior. Siempre se puede hacer algo más por los demás. ¡Cuánto falta por hacer en el terreno de la educación moral de los jóvenes y del apoyo a las madres solteras o a los matrimonios que sienten la tentación de acabar con la vida del hijo que han concebido! En estas tareas los católicos pueden cooperar con muchas personas no católicas de buena voluntad.
Si eres católico, recuerda que tienes la obligación moral de que tu compromiso político sea acorde con la doctrina católica. No seas incoherente. No des o no vuelvas a dar tu voto a partidos, sectores o candidatos que apoyen la legalización del aborto. Infórmate bien acerca de las distintas propuestas políticas y ten muy en cuenta las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia a la hora de decidir tu voto en conciencia. Hay verdades que todo católico debe creer firmemente, aunque no hayan sido definidas en forma solemne como dogmas, porque el Magisterio de la Iglesia, por medio de su enseñanza ordinaria, las propone como parte de la Divina Revelación y por ende como definitivas. Éste es el caso de la condena moral del aborto. La Iglesia ha sostenido siempre esa postura y no la variará jamás. En la medida de tus posibilidades, participa activamente como ciudadano en los asuntos públicos, procurando que el derecho a la vida y todos los derechos del hombre y de la familia sean respetados en toda circunstancia.
Por la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Madre del Redentor, ruego a Dios Padre que crezca en ti el empeño por defender y promover el derecho a la vida de todos los seres humanos, desde la concepción hasta la muerte.
Dando fin al programa Nº 5 del segundo ciclo de “Verdades de Fe”, me despido hasta la semana próxima. Que la paz y la alegría de Nuestro Señor Jesucristo, el Resucitado, estén contigo y con tu familia.

Daniel Iglesias Grèzes
30 de julio de 2007

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