11 junio 2006

Programa Nº 17: El matrimonio

Buenas noches. Les habla Daniel Iglesias. Damos inicio al programa Nº 17 de “Verdades de Fe”, transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo y Tacuarembó y a través de Internet. Pueden enviarnos sus comentarios o consultas al teléfono (035) 20535 o al mail info.ury@radiomaria.org. Estaré con ustedes hasta las 22:00.
El programa de hoy estará referido al sacramento del matrimonio. Para comenzar citaremos el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, números 337 a 350, donde se presenta sintéticamente toda la doctrina católica sobre este sacramento, que está al servicio de la comunión y de la misión.

“¿Cuál es el designio de Dios sobre el hombre y la mujer?
Dios, que es amor y creó al hombre por amor, lo ha llamado a amar. Creando al hombre y a la mujer, los ha llamado en el Matrimonio a una íntima comunión de vida y amor entre ellos, «de manera que ya no son dos, sino una sola carne». Al bendecirlos, Dios les dijo: «Creced y multiplicaos».
¿Con qué fines ha instituido Dios el Matrimonio?
La alianza matrimonial del hombre y de la mujer, fundada y estructurada con leyes propias dadas por el Creador, está ordenada por su propia naturaleza a la comunión y al bien de los cónyuges, y a la procreación y educación de los hijos. Jesús enseña que, según el designio original divino, la unión matrimonial es indisoluble: «Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre».
¿De qué modo el pecado amenaza al Matrimonio?
A causa del primer pecado, que ha provocado también la ruptura de la comunión del hombre y de la mujer, donada por el Creador, la unión matrimonial está muy frecuentemente amenazada por la discordia y la infidelidad. Sin embargo, Dios, en su infinita misericordia, da al hombre y a la mujer su gracia para realizar la unión de sus vidas según el designio divino original.
¿Qué enseña el Antiguo Testamento sobre el Matrimonio?
Dios ayuda a su pueblo a madurar progresivamente en la conciencia de la unidad e indisolubilidad del Matrimonio, sobre todo mediante la pedagogía de la Ley y los Profetas. La alianza nupcial entre Dios e Israel prepara y prefigura la Alianza nueva realizada por el Hijo de Dios, Jesucristo, con su esposa, la Iglesia.
¿Qué novedad aporta Cristo al Matrimonio?
Jesucristo no sólo restablece el orden original del Matrimonio querido por Dios, sino que otorga la gracia para vivirlo en su nueva dignidad de sacramento, que es el signo de su amor esponsal hacia la Iglesia: «Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo ama a la Iglesia».
¿Es el Matrimonio una obligación para todos?
El Matrimonio no es una obligación para todos. En particular, Dios llama a algunos hombres y mujeres a seguir a Jesús por el camino de la virginidad o del celibato por el Reino de los cielos; éstos renuncian al gran bien del Matrimonio para ocuparse de las cosas del Señor tratando de agradarle y se convierten en signo de la primacía absoluta del amor de Cristo y de la ardiente esperanza de su vuelta gloriosa.
¿Cómo se celebra el sacramento del Matrimonio?
Dado que el Matrimonio constituye a los cónyuges en un estado público de vida en la Iglesia, su celebración litúrgica es pública, en presencia del sacerdote (o de un testigo cualificado de la Iglesia) y de otros testigos.
¿Qué es el consentimiento matrimonial?
El consentimiento matrimonial es la voluntad, expresada por un hombre y una mujer, de entregarse mutua y definitivamente, con el fin de vivir una alianza de amor fiel y fecundo. Puesto que el consentimiento hace el Matrimonio, resulta indispensable e insustituible. Para que el Matrimonio sea válido el consentimiento debe tener como objeto el verdadero Matrimonio y ser un acto humano, consciente y libre, no determinado por la violencia o la coacción.
¿Qué se exige cuando uno de los esposos no es católico?
Para ser lícitos, los matrimonios mixtos (entre católico y bautizado no católico) necesitan la licencia de la autoridad eclesiástica. Los matrimonios con disparidad de culto (entre un católico y un no bautizado), para ser válidos, necesitan una dispensa. En todo caso, es esencial que los cónyuges no excluyan la aceptación de los fines y las propiedades esenciales del Matrimonio y que el cónyuge católico confirme el compromiso, conocido también por el otro cónyuge, de conservar la fe y asegurar el Bautismo y la educación católica de los hijos.
¿Cuáles son los efectos del sacramento del Matrimonio?
El sacramento del Matrimonio crea entre los cónyuges un vínculo perpetuo y exclusivo. Dios mismo ratifica el consentimiento de los esposos. Por tanto, el Matrimonio rato y consumado entre bautizados no podrá ser nunca disuelto. Por otra parte, este sacramento confiere a los esposos la gracia necesaria para alcanzar la santidad en la vida conyugal y acoger y educar responsablemente a los hijos.
¿Cuáles son los pecados gravemente contrarios al sacramento del Matrimonio?
Los pecados gravemente contrarios al sacramento del Matrimonio son los siguientes: el adulterio; la poligamia, en cuanto contradice la idéntica dignidad entre el hombre y la mujer y la unidad y exclusividad del amor conyugal; el rechazo de la fecundidad, que priva a la vida conyugal del don de los hijos; y el divorcio, que contradice la indisolubilidad.
¿Cuándo admite la Iglesia la separación física de los esposos?
La Iglesia admite la separación física de los esposos cuando la cohabitación entre ellos se ha hecho, por diversas razones, prácticamente imposible, aunque procura su reconciliación. Pero éstos, mientras viva el otro cónyuge, no son libres para contraer una nueva unión, a menos que el matrimonio entre ellos sea nulo y como tal declarado por la autoridad eclesiástica.
¿Cuál es la actitud de la Iglesia hacia los divorciados vueltos a casar?
Fiel al Señor, la Iglesia no puede reconocer como matrimonio la unión de divorciados vueltos a casar civilmente. «Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquella; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio». Hacia ellos la Iglesia muestra una atenta solicitud, invitándoles a una vida de fe, a la oración, a las obras de caridad y a la educación cristiana de los hijos; pero no pueden recibir la absolución sacramental, acercarse a la comunión eucarística ni ejercer ciertas responsabilidades eclesiales mientras dure tal situación, que contrasta objetivamente con la ley de Dios.
¿Por qué la familia cristiana es llamada Iglesia doméstica?
La familia cristiana es llamada Iglesia doméstica porque manifiesta y realiza la naturaleza comunitaria y familiar de la Iglesia en cuanto familia de Dios. Cada miembro, según su propio papel, ejerce el sacerdocio bautismal, contribuyendo a hacer de la familia una comunidad de gracia y de oración, escuela de virtudes humanas y cristianas y lugar del primer anuncio de la fe a los hijos.

A continuación intentaremos explicar esta doctrina sobre el matrimonio, profundizando en algunos puntos que, sin ser quizás los de mayor importancia, parecen necesitar una clarificación.
En primer lugar haremos algunas simples reflexiones sobre el noviazgo.
Dada la importancia de la unión matrimonial, es evidente que ésta necesita una preparación previa. El noviazgo es precisamente esa preparación. Un hombre y una mujer son "novios" cuando mantienen una relación amorosa con vistas a un posible matrimonio (más o menos probable). El noviazgo es una relación seria, no un simple juego amoroso. En un verdadero noviazgo existe de parte de ambos novios una apertura al matrimonio, al menos como posibilidad. Si esa posibilidad se excluye o ni siquiera se toma en cuenta, no hay noviazgo. Dos concubinos que han decidido no casarse nunca, no son novios. Tampoco son novios dos adolescentes que salen juntos sólo para divertirse y no tienen ninguna voluntad de explorar siquiera la posibilidad de construir una relación duradera.
El noviazgo debe tener una duración adecuada, a fin de que los novios puedan conocerse mutuamente lo suficiente como para decidir responsablemente si se casarán o no y prepararse para la futura convivencia. Tanto un noviazgo demasiado corto como uno demasiado largo pueden dar lugar a graves problemas. En las parejas que llegan al matrimonio, podemos distinguir dos fases del noviazgo: antes y después de la decisión de casarse. Ambas fases deberían tener una duración adecuada.
Al igual que el matrimonio, también el noviazgo requiere una edad mínima, que varía según las circunstancias. Los padres no deben permitir a sus niños tener "novias" (ni viceversa), ni menos aún incentivarlos a ello. Para los niños esto sería sólo un juego, pero esta clase de juegos puede dar más adelante frutos amargos.
Existe una analogía y una relación entre la unidad del matrimonio y la unidad del noviazgo. En un momento dado un hombre no puede tener más de una novia, ni una mujer más de un novio. También hay analogía (es decir, semejanza y desemejanza a la vez) entre el deber de fidelidad matrimonial y el deber de fidelidad en el noviazgo.
En nuestros tiempos, caracterizados por una crisis del matrimonio y de la familia, se han oscurecido bastante estos simples conceptos. Nuestro mismo lenguaje refleja la confusión reinante. A menudo los jóvenes mantienen relaciones amorosas más o menos prolongadas sin saber siquiera si definirse y presentarse como novios. A veces un mismo joven mantiene simultáneamente varias relaciones ambiguas de este tipo. No negamos que para llegar al noviazgo se requieren encuentros y contactos humanos previos, los cuales no necesariamente deben tener lugar con una sola persona y estar deliberadamente ordenados a un posible noviazgo. Pero sí afirmamos que la prolongación excesiva de esta fase de "prenoviazgo" y sus manifestaciones ambiguas, sin avances claros hacia un verdadero noviazgo, puede llegar a ser dañina.
A diferencia del matrimonio, el noviazgo no es indisoluble. El noviazgo es sólo una preparación para el matrimonio; no es todavía matrimonio. Ésta es la razón por la cual los novios no deben tener relaciones sexuales. Éstas son un signo corporal de una donación mutua total que todavía no ha tenido lugar y que quizás no existirá jamás. De ahí que ellas sean, en el mejor de los casos, un grave error o, en el peor, una sucia mentira. Además, la relación sexual está esencialmente abierta a la procreación, por lo cual implica una probabilidad (mayor o menor) de engendrar un hijo. Dado que los hijos tienen derecho a nacer en una familia bien constituida, las mal llamadas "relaciones sexuales prematrimoniales" implican una grave falta de responsabilidad y de respeto hacia los posibles hijos.
En el centro del noviazgo y del matrimonio no se halla el placer ni la utilidad sino el amor, por lo cual los novios y los esposos deben crecer siempre en la donación mutua, según la santa y sabia voluntad de Dios.
Ahora haremos unos minutos de pausa para escuchar música.

INTERVALO MUSICAL

Continuamos el programa Nº 17 de “Verdades de Fe”, transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo y Tacuarembó. Saludamos a todos nuestros oyentes y les recordamos que pueden plantearnos sus consultas y comentarios llamando al teléfono (035) 20535 o enviando un mail a info.ury@radiomaria.org.
Nuestro programa de hoy está dedicado al sacramento del matrimonio. En la primera parte del programa presentamos una síntesis de la doctrina católica sobre el matrimonio y algunas reflexiones sobre el noviazgo.

A continuación presentaremos algunas reflexiones sobre el matrimonio natural y el matrimonio sacramental.
El matrimonio es una comunidad íntima de vida y de amor, un consorcio de toda la vida entre un hombre y una mujer, ordenado por su misma naturaleza al bien de los cónyuges y a la generación y la educación de los hijos. De esta misma definición se deducen directamente dos propiedades esenciales del matrimonio: su unidad y su indisolubilidad.
La unidad del matrimonio consiste en que no puede haber alianza matrimonial sino entre un solo hombre y una sola mujer. El matrimonio monogámico heterosexual no es meramente una forma de unión conyugal entre muchas otras posibles, sino el único régimen adecuado para obtener los fines del matrimonio.
La indisolubilidad del matrimonio natural consiste en que un matrimonio válido y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano ni por ninguna causa, fuera de la muerte de uno de los cónyuges, exceptuando el caso del "privilegio de la fe", sobre el cual no podemos extendernos hoy. Los propios fines de la institución matrimonial requieren que ésta sea estable y perpetua, por lo cual las leyes civiles que permiten el divorcio atentan contra la esencia del matrimonio y de la familia. La separación de los esposos, moralmente aceptable en casos extremos, no implica la disolución del vínculo conyugal.
El matrimonio es producido sólo por el consentimiento matrimonial. Éste es un acto de la voluntad por el cual el hombre y la mujer se entregan y se aceptan mutuamente, de un modo de por sí irrevocable, para constituir una alianza matrimonial. El matrimonio válido es consumado cuando ha tenido lugar entre los cónyuges al menos una relación sexual conforme con la naturaleza humana, lo cual implica entre otras cosas la no-utilización de métodos artificiales de anticoncepción.
El matrimonio entre dos cristianos no es sólo natural, sino también sobrenatural, o sea sacramental. Existen dos clases de matrimonios meramente naturales: el matrimonio entre dos no cristianos y el matrimonio entre un cristiano y un no cristiano. En nuestra civilización occidental la forma más común de matrimonio entre dos no cristianos es el llamado "matrimonio civil", aunque también existen matrimonios celebrados según ritos de religiones no cristianas.
El matrimonio entre un cristiano y un no cristiano no puede ser un sacramento. En principio esta "disparidad de cultos" es un impedimento que invalida el matrimonio pero, si hay una causa justa y razonable, la autoridad eclesiástica puede conceder una dispensa a un católico para que se una en matrimonio natural con un no cristiano. Sin embargo, los novios no deben considerar esta dispensa como el resultado de un mero trámite burocrático. La posibilidad de la dispensa no debería oscurecer el hecho de que en principio esta clase de matrimonios está prohibida por el derecho canónico. La Iglesia, experta en humanidad, sabe bien que, más allá de las excepciones, los matrimonios con disparidad de cultos suelen ser desaconsejables. Tomando en cuenta que el matrimonio es un consorcio de toda la vida y que la vida del cristiano está centrada en Cristo, se puede apreciar fácilmente las graves dificultades que, para la vida de fe de un cristiano, puede acarrear un matrimonio con un no cristiano. Por lo demás, en los países de nuestra América Latina, donde los cristianos superan el 80% ó el 90% de la población, el impedimento de disparidad de cultos no constituye un problema grave desde el punto de vista estadístico.

Por último consideraremos una objeción que los cristianos no católicos hacen a la doctrina católica sobre la indisolubilidad del matrimonio. Nuestros hermanos separados apelan a dos conocidos versículos del Evangelio de Mateo (5,32 y 19,9), iguales entre sí, en los cuales a primera vista Jesús parece establecer una excepción a la regla de la indisolubilidad. Para situarnos mejor, escuchemos el pasaje completo que contiene el segundo de estos versículos (Mateo 19,1-9):
“Y sucedió que, cuando acabó Jesús estos discursos, partió de Galilea y fue a la región de Judea, al otro lado del Jordán. Le siguió mucha gente, y los curó allí. Y se le acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, le dijeron: «¿Puede uno repudiar a su mujer por un motivo cualquiera?» Él respondió: «¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra, y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne? De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre.» Dícenle: «Pues ¿por qué Moisés prescribió dar acta de divorcio y repudiarla?» Díceles: «Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así. Ahora bien, os digo que quien repudie a su mujer ‑ no por fornicación ‑ y se case con otra, comete adulterio.»”
Lo primero que conviene notar es la forma absoluta en que Jesús, en este mismo texto, afirma la indisolubilidad del matrimonio: “Lo que Dios unió no lo separe el hombre”. “Moisés… os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así”.
Releamos ahora el versículo en cuestión: “Ahora bien, os digo que quien repudie a su mujer ‑ no por fornicación ‑ y se case con otra, comete adulterio”. Es muy importante notar que este texto de Mateo tiene los siguientes tres paralelos en otros libros del Nuevo Testamento:
a) Marcos 10,11-12: “Él les dijo: «Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio.»”
b) Lucas 16,18: “Todo el que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con una repudiada por su marido, comete adulterio.”
c) 1 Corintios 7,10-11: “En cuanto a los casados, les ordeno, no yo sino el Señor: que la mujer no se separe del marido, mas en el caso de separarse, que no vuelva a casarse, o que se reconcilie con su marido, y que el marido no despida a su mujer.”
Dado el carácter absoluto que todos estos textos asignan a la indisolubilidad del matrimonio, es totalmente inverosímil que en ellos se haya suprimido una cláusula restrictiva de Jesús. Por el contrario, es muy probable que en el Evangelio de Mateo, destinado a comunidades judeocristianas, se haya añadido una precisión para responder a un problema discutido entre los rabinos: la cuestión sobre los motivos que legitiman el divorcio. Se trataría entonces de una decisión eclesiástica de alcance local y temporal, similar al decreto del concilio de Jerusalén, que manda (por ejemplo) abstenerse de comer animales estrangulados (véase Hechos 15,23-29).
Pero conviene profundizar más la investigación, para comprender bien el alcance del agregado de Mateo. En el texto original griego se utilizan dos palabras diferentes (“porneia” y “moijeia”) para referirse a lo que en español traducimos como “fornicación” y “adulterio” respectivamente: “Ahora bien, os digo que quien repudie a su mujer ‑ no por porneia ‑ y se case con otra, comete moijeia”.
Es un gran error suponer que ambos términos griegos son sinónimos y traducir ambos como “adulterio”. El error de traducción conduce a un error de interpretación: la expresión "no por porneia" se interpreta falsamente como una excepción a la regla de la indisolubilidad matrimonial. Las Iglesias ortodoxas y protestantes quieren ver en esta expresión la fornicación en el matrimonio, es decir, el adulterio, y encuentran aquí la dispensa para divorciarse en tal caso. Pero en este sentido se habría esperado el término "moijeia".
La palabra griega "porneia", emparentada con la palabra castellana “porno”, es la traducción de la palabra hebrea "zenût" (es decir, “prostitución”), un término técnico de los escritos rabínicos, referido a las uniones conyugales incestuosas por un grado de parentesco prohibido por la Ley. Uniones de éstas, contraídas legalmente entre paganos o toleradas por los mismos judíos entre los prosélitos, debieron causar dificultades en medios judeocristianos como el de Mateo, cuando estas personas se convertían. De ahí la consigna de disolver semejantes uniones irregulares, que en definitiva no eran sino matrimonios nulos. Por consiguiente, según las palabras de Jesús, todo matrimonio es indisoluble, salvo el matrimonio impuro, que es un matrimonio nulo; o sea, nunca fue un verdadero matrimonio.

Querido amigo, querida amiga:
La Iglesia Católica reconoce que el matrimonio no es un contrato cualquiera, sino una realidad sagrada; más aún, uno de los siete sacramentos instituidos por Nuestro Señor Jesucristo. El hecho de que la única Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia Católica se manifiesta, entre otras muchas cosas, en que la Católica es la única Iglesia que toma radicalmente en serio la enseñanza de Jesucristo sobre el carácter indisoluble del matrimonio. El matrimonio es la base de la familia y la familia es la base de la sociedad. Por eso el divorcio, que destruye el matrimonio, va minando poco a poco las bases mismas de la sociedad. Al luchar contra el divorcio, la Iglesia lucha también contra la degradación social.
La declaración de nulidad no es una especie de “divorcio católico”. Ninguna autoridad eclesiástica puede anular un matrimonio cristiano válido y consumado. La Iglesia, después de un proceso judicial, sólo puede declarar nulo a un supuesto matrimonio que, pese a las apariencias, nunca fue verdadero matrimonio, porque faltó en él alguna propiedad esencial del matrimonio. Por ejemplo, si alguien se casa, no buscando unirse con su cónyuge para toda la vida, sino pensando hacer una prueba y divorciarse si el asunto “no funciona”, su matrimonio es nulo según la doctrina católica, porque no hay un verdadero consentimiento matrimonial de su parte.

Por la intercesión de Santa María, la Esposa Virgen de San José, ruego a Dios que te conceda tener plena conciencia de la altísima dignidad de la vocación matrimonial y, si eres casado o casada, vivir el matrimonio como un camino de santidad recorrido de a dos.
Damos fin al programa Nº 17 de “Verdades de Fe” y nos despedimos hasta el próximo martes a las 21:30. Que Dios te bendiga día tras día.

Daniel Iglesias Grèzes
11 de julio de 2006.

Programa Nº 16: Los católicos en la vida política

Buenas noches. Les habla Daniel Iglesias. Damos inicio al programa Nº 16 de “Verdades de Fe”, transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo y Tacuarembó y también a través de Internet. Los oyentes pueden enviarnos sus comentarios o consultas al teléfono (035) 20535 o al mail info.ury@radiomaria.org. Estaré con ustedes hasta las 22:00.
El programa de hoy estará referido a los católicos en la vida política. Por primera vez dedicaremos todo un programa a la lectura de un documento del Magisterio de la Iglesia. Se trata de una Nota Doctrinal de la Congregación para la Doctrina de la Fe, un organismo de la Santa Sede que asiste al Papa en el gobierno de la Iglesia. Leeremos los tres primeros capítulos de esta Nota.

La Congregación para la Doctrina de la Fe, oído el parecer del Pontificio Consejo para los Laicos, ha estimado oportuno publicar la presente Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política. La Nota se dirige a los Obispos de la Iglesia Católica y, de especial modo, a los políticos católicos y a todos los fieles laicos llamados a la participación en la vida pública y política en las sociedades democráticas.

Capítulo I. Una enseñanza constante
El compromiso del cristiano en el mundo, en dos mil años de historia, se ha expresado en diferentes modos. Uno de ellos ha sido el de la participación en la acción política: Los cristianos, afirmaba un escritor eclesiástico de los primeros siglos, «cumplen todos sus deberes de ciudadanos». La Iglesia venera entre sus Santos a numerosos hombres y mujeres que han servido a Dios a través de su generoso compromiso en las actividades políticas y de gobierno. Entre ellos, Santo Tomás Moro, proclamado Patrón de los Gobernantes y Políticos, que supo testimoniar hasta el martirio la «inalienable dignidad de la conciencia». Aunque sometido a diversas formas de presión psicológica, rechazó toda componenda y, sin abandonar «la constante fidelidad a la autoridad y a las instituciones» que lo distinguía, afirmó con su vida y su muerte que «el hombre no se puede separar de Dios, ni la política de la moral».
Las actuales sociedades democráticas, en las que loablemente todos son hechos partícipes de la gestión de la cosa pública en un clima de verdadera libertad, exigen nuevas y más amplias formas de participación en la vida pública por parte de los ciudadanos, cristianos y no cristianos. En efecto, todos pueden contribuir por medio del voto a la elección de los legisladores y gobernantes y, a través de varios modos, a la formación de las orientaciones políticas y las opciones legislativas que, según ellos, favorecen mayormente el bien común. La vida en un sistema político democrático no podría desarrollarse provechosamente sin la activa, responsable y generosa participación de todos, «si bien con diversidad y complementariedad de formas, niveles, tareas y responsabilidades».
Mediante el cumplimiento de los deberes civiles comunes, «de acuerdo con su conciencia cristiana», en conformidad con los valores que son congruentes con ella, los fieles laicos desarrollan también sus tareas propias de animar cristianamente el orden temporal, respetando su naturaleza y legítima autonomía, y cooperando con los demás ciudadanos según la competencia específica y bajo la propia responsabilidad. Consecuencia de esta fundamental enseñanza del Concilio Vaticano II es que «los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la “política”; es decir, en la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común», que comprende la promoción y defensa de bienes tales como el orden público y la paz, la libertad y la igualdad, el respeto de la vida humana y el ambiente, la justicia, la solidaridad, etc.
La presente Nota no pretende reproponer la entera enseñanza de la Iglesia en esta materia, resumida por otra parte, en sus líneas esenciales, en el Catecismo de la Iglesia Católica, sino solamente recordar algunos principios propios de la conciencia cristiana, que inspiran el compromiso social y político de los católicos en las sociedades democráticas. Y ello porque, en estos últimos tiempos, a menudo por la urgencia de los acontecimientos, han aparecido orientaciones ambiguas y posiciones discutibles, que hacen oportuna la clarificación de aspectos y dimensiones importantes de la cuestión.

Capítulo II. Algunos puntos críticos en el actual debate cultural y político
La sociedad civil se encuentra hoy dentro de un complejo proceso cultural que marca el fin de una época y la incertidumbre por la nueva que emerge al horizonte. Las grandes conquistas de las que somos espectadores nos impulsan a comprobar el camino positivo que la humanidad ha realizado en el progreso y la adquisición de condiciones de vida más humanas. La mayor responsabilidad hacia Países en vías de desarrollo es ciertamente una señal de gran relieve, que muestra la creciente sensibilidad por el bien común. Junto a ello, no es posible callar, por otra parte, sobre los graves peligros hacia los que algunas tendencias culturales tratan de orientar las legislaciones y, por consiguiente, los comportamientos de las futuras generaciones.
Se puede verificar hoy un cierto relativismo cultural, que se hace evidente en la teorización y defensa del pluralismo ético, que determina la decadencia y disolución de la razón y los principios de la ley moral natural. Desafortunadamente, como consecuencia de esta tendencia, no es extraño hallar en declaraciones públicas afirmaciones según las cuales tal pluralismo ético es la condición de posibilidad de la democracia. Ocurre así que, por una parte, los ciudadanos reivindican la más completa autonomía para sus propias preferencias morales, mientras que, por otra parte, los legisladores creen que respetan esa libertad formulando leyes que prescinden de los principios de la ética natural, limitándose a la condescendencia con ciertas orientaciones culturales o morales transitorias, como si todas las posibles concepciones de la vida tuvieran igual valor. Al mismo tiempo, invocando engañosamente la tolerancia, se pide a una buena parte de los ciudadanos – incluidos los católicos – que renuncien a contribuir a la vida social y política de sus propios Países según la concepción de la persona y del bien común que consideran humanamente verdadera y justa, a través de los medios lícitos que el orden jurídico democrático pone a disposición de todos los miembros de la comunidad política. La historia del siglo XX es prueba suficiente de que la razón está de parte de aquellos ciudadanos que consideran falsa la tesis relativista, según la cual no existe una norma moral, arraigada en la naturaleza misma del ser humano, a cuyo juicio se tiene que someter toda concepción del hombre, del bien común y del Estado.
Esta concepción relativista del pluralismo no tiene nada que ver con la legítima libertad de los ciudadanos católicos de elegir, entre las opiniones políticas compatibles con la fe y la ley moral natural, aquella que, según el propio criterio, se conforma mejor a las exigencias del bien común. La libertad política no está ni puede estar basada en la idea relativista según la cual todas las concepciones sobre el bien del hombre son igualmente verdaderas y tienen el mismo valor, sino sobre el hecho de que las actividades políticas apuntan caso por caso hacia la realización extremadamente concreta del verdadero bien humano y social en un contexto histórico, geográfico, económico, tecnológico y cultural bien determinado. La pluralidad de las orientaciones y soluciones, que deben ser en todo caso moralmente aceptables, surge precisamente de la concreción de los hechos particulares y de la diversidad de las circunstancias. No es tarea de la Iglesia formular soluciones concretas – y menos todavía soluciones únicas – para cuestiones temporales, que Dios ha dejado al juicio libre y responsable de cada uno. Sin embargo, la Iglesia tiene el derecho y el deber de pronunciar juicios morales sobre realidades temporales cuando lo exija la fe o la ley moral. Si el cristiano debe «reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales», también está llamado a disentir de una concepción del pluralismo en clave de relativismo moral, nociva para la misma vida democrática, pues ésta tiene necesidad de fundamentos verdaderos y sólidos, esto es, de principios éticos que, por su naturaleza y papel fundacional de la vida social, no son “negociables”.
En el plano de la militancia política concreta, es importante hacer notar que el carácter contingente de algunas opciones en materia social, el hecho de que a menudo sean moralmente posibles diversas estrategias para realizar o garantizar un mismo valor sustancial de fondo, la posibilidad de interpretar de manera diferente algunos principios básicos de la teoría política y la complejidad técnica de buena parte de los problemas políticos, explican el hecho de que generalmente pueda darse una pluralidad de partidos en los cuales puedan militar los católicos para ejercitar – particularmente por la representación parlamentaria – su derecho-deber de participar en la construcción de la vida civil de su País. Esta obvia constatación no puede ser confundida, sin embargo, con un indistinto pluralismo en la elección de los principios morales y los valores sustanciales a los cuales se hace referencia. La legítima pluralidad de opciones temporales mantiene íntegra la matriz de la que proviene el compromiso de los católicos en la política, que hace referencia directa a la doctrina moral y social cristiana. Sobre esta enseñanza los laicos católicos están obligados a confrontarse siempre para tener la certeza de que la propia participación en la vida política esté caracterizada por una coherente responsabilidad hacia las realidades temporales.
La Iglesia es consciente de que la vía de la democracia, aunque sin duda expresa mejor la participación directa de los ciudadanos en las opciones políticas, sólo se hace posible en la medida en que se funda sobre una recta concepción de la persona. Se trata de un principio sobre el que los católicos no pueden admitir componendas, pues de lo contrario se menoscabaría el testimonio de la fe cristiana en el mundo y la unidad y coherencia interior de los mismos fieles. La estructura democrática sobre la cual un Estado moderno pretende construirse sería sumamente frágil si no pusiera como fundamento propio la centralidad de la persona. El respeto de la persona es, por lo demás, lo que hace posible la participación democrática. Como enseña el Concilio Vaticano II, la tutela «de los derechos de la persona es condición necesaria para que los ciudadanos, como individuos o como miembros de asociaciones, puedan participar activamente en la vida y en el gobierno de la cosa pública».

Ahora haremos unos minutos de pausa para escuchar música.

INTERVALO MUSICAL

Continuamos el programa Nº 16 de “Verdades de Fe”, transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo y Tacuarembó. Saludamos a todos nuestros oyentes y les recordamos que pueden plantearnos sus consultas y comentarios llamando al teléfono (035) 20535 o enviando un mail a info.ury@radiomaria.org.
Nuestro programa de hoy está referido al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política. Continuamos leyendo la Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

A partir de aquí se extiende la compleja red de problemáticas actuales, que no pueden compararse con las temáticas tratadas en siglos pasados. La conquista científica, en efecto, ha permitido alcanzar objetivos que sacuden la conciencia e imponen la necesidad de encontrar soluciones capaces de respetar, de manera coherente y sólida, los principios éticos. Se asiste, en cambio, a intentos legislativos que, sin preocuparse de las consecuencias que se derivan para la existencia y el futuro de los pueblos en la formación de la cultura y los comportamientos sociales, se proponen destruir el principio de la intangibilidad de la vida humana. Los católicos, en esta grave circunstancia, tienen el derecho y el deber de intervenir para recordar el sentido más profundo de la vida y la responsabilidad que todos tienen ante ella. Juan Pablo II, en línea con la enseñanza constante de la Iglesia, ha reiterado muchas veces que quienes se comprometen directamente en la acción legislativa tienen la «precisa obligación de oponerse» a toda ley que atente contra la vida humana. Para ellos, como para todo católico, vale la imposibilidad de participar en campañas de opinión a favor de semejantes leyes, y a ninguno de ellos les está permitido apoyarlas con el propio voto. Esto no impide, como enseña Juan Pablo II en la Encíclica Evangelium vitae a propósito del caso en que no fuera posible evitar o abrogar completamente una ley abortista en vigor o que está por ser sometida a votación, que «un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, pueda lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública».
En tal contexto, hay que añadir que la conciencia cristiana bien formada no permite a nadie favorecer con el propio voto la realización de un programa político o la aprobación de una ley particular que contengan propuestas alternativas o contrarias a los contenidos fundamentales de la fe y la moral. Ya que las verdades de fe constituyen una unidad inseparable, no es lógico el aislamiento de uno solo de sus contenidos en detrimento de la totalidad de la doctrina católica. El compromiso político a favor de un aspecto aislado de la doctrina social de la Iglesia no basta para satisfacer la responsabilidad de la búsqueda del bien común en su totalidad. Ni tampoco el católico puede delegar en otros el compromiso cristiano que proviene del evangelio de Jesucristo, para que la verdad sobre el hombre y el mundo pueda ser anunciada y realizada.
Cuando la acción política tiene que ver con principios morales que no admiten derogaciones, excepciones o compromiso alguno, es cuando el empeño de los católicos se hace más evidente y cargado de responsabilidad. Ante estas exigencias éticas fundamentales e irrenunciables, en efecto, los creyentes deben saber que está en juego la esencia del orden moral, que concierne al bien integral de la persona. Éste es el caso de las leyes civiles en materia de aborto y eutanasia (que no hay que confundir con la renuncia al ensañamiento terapéutico, que es moralmente legítima), que deben tutelar el derecho primario a la vida desde de su concepción hasta su término natural. Del mismo modo, hay que insistir en el deber de respetar y proteger los derechos del embrión humano. Análogamente, debe ser salvaguardada la tutela y la promoción de la familia, fundada en el matrimonio monogámico entre personas de sexo opuesto y protegida en su unidad y estabilidad, frente a las leyes modernas sobre el divorcio. A la familia no pueden ser jurídicamente equiparadas otras formas de convivencia, ni éstas pueden recibir, en cuanto tales, reconocimiento legal. Así también, la libertad de los padres en la educación de sus hijos es un derecho inalienable, reconocido además en las Declaraciones internacionales de los derechos humanos. Del mismo modo, se debe pensar en la tutela social de los menores y en la liberación de las víctimas de las modernas formas de esclavitud (piénsese, por ejemplo, en la droga y la explotación de la prostitución). No puede quedar fuera de este elenco el derecho a la libertad religiosa y el desarrollo de una economía que esté al servicio de la persona y del bien común, en el respeto de la justicia social, del principio de solidaridad humana y de subsidiariedad, según el cual deben ser reconocidos, respetados y promovidos «los derechos de las personas, de las familias y de las asociaciones, así como su ejercicio». Finalmente, cómo no contemplar entre los citados ejemplos el gran tema de la paz. Una visión irenista e ideológica tiende a veces a secularizar el valor de la paz mientras, en otros casos, se cede a un juicio ético sumario, olvidando la complejidad de las razones en cuestión. La paz es siempre «obra de la justicia y efecto de la caridad»; exige el rechazo radical y absoluto de la violencia y el terrorismo y requiere un compromiso constante y vigilante por parte de los que tienen la responsabilidad política.

Capítulo III. Principios de la doctrina católica acerca del laicismo y el pluralismo
Ante estas problemáticas, si bien es lícito pensar en la utilización de una pluralidad de metodologías que reflejen sensibilidades y culturas diferentes, ningún fiel puede, sin embargo, apelar al principio del pluralismo y autonomía de los laicos en política, para favorecer soluciones que comprometan o menoscaben la salvaguardia de las exigencias éticas fundamentales para el bien común de la sociedad. No se trata en sí de “valores confesionales”, pues tales exigencias éticas están radicadas en el ser humano y pertenecen a la ley moral natural. Éstas no exigen de suyo en quien las defiende una profesión de fe cristiana, si bien la doctrina de la Iglesia las confirma y tutela siempre y en todas partes, como servicio desinteresado a la verdad sobre el hombre y el bien común de la sociedad civil. Por lo demás, no se puede negar que la política debe hacer también referencia a principios dotados de valor absoluto, precisamente porque están al servicio de la dignidad de la persona y del verdadero progreso humano.
La frecuente referencia a la “laicidad” que debería guiar el compromiso de los católicos requiere una clarificación no solamente terminológica. La promoción en conciencia del bien común de la sociedad política no tiene nada que ver con la “confesionalidad” o la intolerancia religiosa. Para la doctrina moral católica, la laicidad, entendida como autonomía de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica – nunca de la esfera moral –, es un valor adquirido y reconocido por la Iglesia y pertenece al patrimonio de civilización alcanzado. Juan Pablo II ha puesto varias veces en guardia contra los peligros derivados de cualquier tipo de confusión entre la esfera religiosa y la esfera política. «Son particularmente delicadas las situaciones en las que una norma específicamente religiosa se convierte o tiende a convertirse en ley del Estado, sin que se tenga en debida cuenta la distinción entre las competencias de la religión y las de la sociedad política. Identificar la ley religiosa con la civil puede, de hecho, sofocar la libertad religiosa e incluso limitar o negar otros derechos humanos inalienables». Todos los fieles son bien conscientes de que los actos específicamente religiosos (profesión de fe, cumplimiento de actos de culto y sacramentos, doctrinas teológicas, comunicación recíproca entre las autoridades religiosas y los fieles, etc.) quedan fuera de la competencia del Estado, el cual no debe entrometerse para exigirlos ni para impedirlos, salvo por razones de orden público. El reconocimiento de los derechos civiles y políticos y la administración de servicios públicos no pueden ser condicionados por convicciones o prestaciones de naturaleza religiosa por parte de los ciudadanos.
Una cuestión completamente diferente es el derecho-deber que tienen los ciudadanos católicos, como todos los demás, de buscar sinceramente la verdad y promover y defender, con medios lícitos, las verdades morales sobre la vida social, la justicia, la libertad, el respeto a la vida y todos los demás derechos de la persona. El hecho de que algunas de estas verdades también sean enseñadas por la Iglesia no disminuye la legitimidad civil y la “laicidad” del compromiso de quienes se identifican con ellas, independientemente del papel que la búsqueda racional y la confirmación procedente de la fe hayan desarrollado en la adquisición de tales convicciones. En efecto, la “laicidad” indica en primer lugar la actitud de quien respeta las verdades que emanan del conocimiento natural sobre el hombre que vive en sociedad, aunque tales verdades sean enseñadas al mismo tiempo por una religión específica, pues la verdad es una. Sería un error confundir la justa autonomía que los católicos deben asumir en política, con la reivindicación de un principio que prescinda de la enseñanza moral y social de la Iglesia.
Con su intervención en este ámbito, el Magisterio de la Iglesia no quiere ejercer un poder político ni eliminar la libertad de opinión de los católicos sobre cuestiones contingentes. Busca, en cambio –en cumplimiento de su deber– instruir e iluminar la conciencia de los fieles, sobre todo de los que están comprometidos en la vida política, para que su acción esté siempre al servicio de la promoción integral de la persona y del bien común. La enseñanza social de la Iglesia no es una intromisión en el gobierno de los diferentes Países. Plantea ciertamente, en la conciencia única y unitaria de los fieles laicos, un deber moral de coherencia. «En su existencia no puede haber dos vidas paralelas: por una parte, la denominada vida “espiritual”, con sus valores y exigencias; y por otra, la denominada vida “secular”, esto es, la vida de familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura. El sarmiento, arraigado en la vid que es Cristo, da fruto en cada sector de la acción y de la existencia. En efecto, todos los campos de la vida laical entran en el designio de Dios, que los quiere como el “lugar histórico” de la manifestación y realización de la caridad de Jesucristo para gloria del Padre y servicio a los hermanos. Toda actividad, situación, esfuerzo concreto –como por ejemplo la competencia profesional y la solidaridad en el trabajo, el amor y la entrega a la familia y a la educación de los hijos, el servicio social y político, la propuesta de la verdad en el ámbito de la cultura– constituye una ocasión providencial para un “continuo ejercicio de la fe, de la esperanza y de la caridad”». Vivir y actuar políticamente en conformidad con la propia conciencia no es un acomodarse en posiciones extrañas al compromiso político o en una forma de confesionalidad, sino expresión de la aportación de los cristianos para que, a través de la política, se instaure un ordenamiento social más justo y coherente con la dignidad de la persona humana.
En las sociedades democráticas todas las propuestas son discutidas y examinadas libremente. Aquellos que, en nombre del respeto de la conciencia individual, pretendieran ver en el deber moral de los cristianos de ser coherentes con la propia conciencia un motivo para descalificarlos políticamente, negándoles la legitimidad de actuar en política de acuerdo con las propias convicciones acerca del bien común, incurrirían en una forma de laicismo intolerante. En esta perspectiva, en efecto, se quiere negar no sólo la relevancia política y cultural de la fe cristiana, sino hasta la misma posibilidad de una ética natural. Si así fuera, se abriría el camino a una anarquía moral, que no podría identificarse nunca con forma alguna de legítimo pluralismo. El abuso del más fuerte sobre el débil sería la consecuencia obvia de esta actitud. La marginalización del Cristianismo, por otra parte, no favorecería ciertamente el futuro de proyecto alguno de sociedad ni la concordia entre los pueblos, sino que pondría más bien en peligro los mismos fundamentos espirituales y culturales de la civilización.

Querido amigo, querida amiga:
Te invito a meditar sobre estas importantes enseñanzas de la Iglesia sobre el compromiso político de los católicos, para comprenderlas, aceptarlas y actuar en concordancia con ellas.
Por la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Madre de Nuestro Señor Jesucristo, ruego a Dios que ilumine nuestras mentes y fortalezca nuestros corazones para que resistamos las insidias de las ideologías relativistas y secularistas y orientemos toda nuestra conducta política en la dirección del verdadero bien común de la sociedad.
Damos fin al programa Nº 16 de “Verdades de Fe” y nos despedimos hasta el próximo martes a las 21:30. Que Dios los bendiga día tras día.

Daniel Iglesias Grèzes
4 de julio de 2006.

03 junio 2006

Programa Nº 15: La Doctrina Social de la Iglesia

Muy buenas noches. Les habla Daniel Iglesias. Damos inicio al programa Nº 15 de “Verdades de Fe”, transmitido por Radio María Uruguay desde Florida, Melo y Tacuarembó y también a través de Internet. Los oyentes pueden enviarnos sus comentarios o consultas al teléfono (035) 20535 o al mail info.ury@radiomaria.org. Estaré con ustedes hasta las 22:00.
El programa de hoy estará referido a la Doctrina Social de la Iglesia. Concretamente presentaremos un resumen de la encíclica Centesimus annus del Papa Juan Pablo II.
La publicación de la encíclica Rerum novarum (es decir, “las cosas nuevas”) del Papa León XIII en 1891 marcó el inicio de un período de gran desarrollo de la Doctrina Social de la Iglesia, en respuesta a los nuevos problemas sociales. El Papa Juan Pablo II contribuyó a este desarrollo con tres encíclicas sobre temas sociales:
1) Laborem exercens, sobre el trabajo humano (en 1981).
2) Sollicitudo rei socialis, sobre los problemas actuales del desarrollo de los hombres y de los pueblos (en 1987).
3) Centesimus annus, en el centenario de la Rerum novarum (en 1991).

Consideremos el Capítulo I de la encíclica Centesimus Annus, denominado “Rasgos característicos de la Rerum novarum”.
Juan Pablo II presenta el contexto histórico de la encíclica de León XIII. En el campo político, había surgido una nueva concepción de la sociedad, del Estado y de la autoridad (la democracia liberal). En el campo económico, había aparecido una nueva forma de propiedad (el capital) y una nueva forma de trabajo (el trabajo asalariado), caracterizado por gravosos ritmos de producción. El trabajo se convertía de este modo en mercancía, que podía comprarse y venderse libremente en el mercado y cuyo precio era regulado por la ley de la oferta y la demanda. La falta de previsión social agravaba la amenaza del desempleo. La sociedad estaba dividida en dos clases separadas por un abismo profundo. Se había generado un conflicto entre el capital y el trabajo (la “cuestión obrera”).
Los males frente a los cuales reacciona la Rerum novarum derivan de una libertad que, en la esfera de la actividad económica y social, se separa de la verdad del hombre.
La Rerum novarum estableció un paradigma permanente para la Iglesia. León XIII pronunció una severa condena de la lucha de clases, pero era consciente de que la paz se edifica sobre el fundamento de la justicia. El contenido esencial de la Encíclica fue proclamar las condiciones fundamentales de la justicia en la coyuntura económica y social de entonces.
La fe no debe permanecer extraña a este mundo, sino que debe iluminar y orientar la presencia cristiana en la tierra. Para la Iglesia enseñar y difundir la doctrina social pertenece a su misión evangelizadora y forma parte esencial del mensaje cristiano. León XIII subrayó que no existe verdadera solución para la “cuestión social” fuera del Evangelio.
A continuación Juan Pablo II sintetiza las principales enseñanzas de la Rerum novarum. León XIII defendía los derechos fundamentales de los trabajadores. La clave de la Rerum novarum está en la dignidad del trabajador y del trabajo. El hombre se expresa y se realiza mediante su actividad laboral. El trabajo tiene una dimensión social, por su íntima relación con la familia y el bien común. La propiedad privada es un derecho natural, pero no un valor absoluto. Este principio es complementado por el del destino universal de los bienes de la tierra. León XIII defiende explícitamente los siguientes derechos:
• El derecho a crear asociaciones profesionales de empresarios o de obreros;
• El derecho a la limitación de las horas de trabajo, al legítimo descanso y a un trato diverso a los niños y a las mujeres en lo relativo al tipo de trabajo y a la duración del mismo;
• El derecho al salario justo, que no puede dejarse al libre acuerdo entre las partes, y que debe ser suficiente para el sustento del obrero y de su familia.
• el derecho a cumplir libremente los propios deberes religiosos, incluido el descanso festivo.
La Rerum novarum critica dos sistemas sociales y económicos: el socialismo y el liberalismo.
León XIII se refiere con el nombre de “amistad” al principio que hoy llamamos de “solidaridad”: todos somos responsables de todos. Pío XI lo llamó “caridad social” y Pablo VI, ampliando el concepto, se refirió a la “civilización del amor”. Este principio vale tanto en el orden nacional como en el internacional. La Rerum novarum es un testimonio de lo que hoy se llama “opción preferencial por los pobres”.
El Estado debe velar por el bien común y tiene un deber estricto de prestar la debida atención al bienestar de los trabajadores. Pero la encíclica insiste también sobre los necesarios límites de la intervención del Estado y sobre su carácter instrumental. El principio de subsidiariedad implica que el Estado existe para tutelar los derechos del individuo, la familia y la sociedad, y no para sofocarlos.
La guía de la encíclica es la correcta concepción de la persona humana y de su valor único: el ser humano ha sido creado por Dios a su imagen y semejanza, confiriéndole así una dignidad incomparable. Sus derechos naturales no proceden de ninguna obra suya, sino de su dignidad esencial de persona.

Veamos ahora el Capítulo II de la encíclica Centesimus annus, denominado “Hacia las “cosas nuevas” de hoy”.
En primer lugar Juan Pablo II presenta una crítica del socialismo. Dice que León XIII previó de un modo sorprendentemente justo las consecuencias negativas del ordenamiento social propuesto por el socialismo. La estatización de los medios de producción reduciría al ciudadano a una “pieza” en el engranaje de la máquina estatal. El remedio vendría a ser peor que el mal, perjudicando a quienes se proponía ayudar.
El error fundamental del socialismo es de carácter antropológico. Considerando al hombre como un simple elemento del organismo social, subordinado a éste, se lo reduce a un mero conjunto de relaciones sociales, desapareciendo el concepto de persona como sujeto autónomo de decisión moral. La socialidad del hombre no se agota en el Estado, sino que se realiza en diversos grupos intermedios, comenzando por la familia.
La causa principal del error antropológico del socialismo es el ateísmo: la negación de Dios priva a la persona de su fundamento. Esta forma de ateísmo tiene estrecha relación con el racionalismo iluminista, que concibe la realidad humana y social de manera mecanicista. De la raíz atea del socialismo brota la elección de la lucha de clases como medio de acción. Se debe reconocer el papel positivo del conflicto cuando se configura como lucha por la justicia social. Lo condenable en la doctrina de la lucha de clases es su carácter de “guerra total”, de conflicto no limitado por consideraciones éticas ni jurídicas. La lucha de clases en sentido marxista y el militarismo tienen las mismas raíces: el desprecio de la persona humana, que hace prevalecer la fuerza sobre la razón y el derecho.
En segundo lugar Juan Pablo II presenta una crítica del liberalismo. Recuerda que León XIII criticó muy decididamente una concepción del Estado que deja la esfera de la economía totalmente fuera del propio campo de interés y de acción. Existe una legítima esfera de autonomía de la actividad económica, pero al Estado le corresponde salvaguardar las condiciones fundamentales de una economía libre, que presupone una cierta igualdad entre las partes.
La Rerum novarum señala las vías de las justas reformas que devuelven al trabajo su dignidad de libre actividad del hombre. Históricamente esto se ha logrado de dos modos convergentes: con políticas económicas dirigidas hacia el crecimiento equilibrado y el pleno empleo y con seguros contra el desempleo y políticas de capacitación profesional. Por otra parte, la sociedad y el Estado deben asegurar unos salarios mínimos adecuados y buenas condiciones de trabajo. Para conseguir estos fines el Estado debe participar indirectamente (según el principio de subsidiariedad) y directamente (según el principio de solidaridad).
En el fondo el error del liberalismo consiste en una concepción de la libertad humana que la aparta de la obediencia de la verdad y, por tanto, también del deber de respetar los derechos de los demás hombres. Así la libertad se transforma en afianzamiento ilimitado del propio interés.
Luego Juan Pablo II comenta las reformas posteriores a la época de la Rerum novarum. Dice que la Doctrina Social de la Iglesia tuvo una notable influencia en numerosas reformas introducidas en los sectores de la previsión social, las pensiones, los seguros de enfermedad y de accidentes, todo ello en el marco de un mayor respeto de los derechos de los trabajadores. Las reformas fueron realizadas en parte por los Estados, pero también tuvieron un papel muy importante la acción del movimiento obrero y un libre proceso de auto-organización de la sociedad.
A continuación el Papa presenta la situación posterior a la Segunda Guerra Mundial. Una carrera desenfrenada de armamentos absorbe los recursos necesarios para el desarrollo de las economías internas y para la ayuda a las naciones menos favorecidas.
El totalitarismo comunista se extiende a más de la mitad de Europa y a gran parte del mundo. En algunos países y bajo ciertos aspectos se asiste a un esfuerzo positivo por reconstruir una sociedad democrática inspirada en la justicia social, que priva al comunismo de su potencial revolucionario. Otras fuerzas sociales se oponen al marxismo mediante la construcción de sistemas de “seguridad nacional”. Otra forma de respuesta práctica está representada por la sociedad del bienestar o sociedad de consumo, que tiende a derrotar al marxismo en el terreno del puro materialismo. En el mismo período se desarrolla un gran proceso de “descolonización”, en virtud del cual muchos países consiguen o recuperan la independencia. Unos cuantos de ellos optan por diversas variantes del socialismo, mezcladas con otras ideologías.
Se difunde un sentimiento más vivo de los derechos humanos, reconocidos en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre (de 1948) y en la elaboración de un nuevo “derecho de gentes”, al que la Santa Sede ha dado una constante aportación. La pieza clave de esta evolución es la Organización de las Naciones Unidas. El centro de la cuestión social se ha desplazado del ámbito nacional al internacional.
Ahora haremos unos minutos de pausa para escuchar música.

INTERVALO MUSICAL

Continuamos el programa Nº 15 de “Verdades de Fe”, transmitido por Radio María Uruguay. Saludamos cordialmente a todos nuestros oyentes de Florida, Cerro Largo, Tacuarembó y otros departamentos y les recordamos que pueden plantearnos sus consultas y comentarios llamando al teléfono (035) 20535 o enviando un mail a info.ury@radiomaria.org.
Nuestro programa de hoy está dedicado a la Doctrina Social de la Iglesia. Estamos presentando un resumen de la encíclica Centesimus annus del Papa Juan Pablo II, publicada en 1991. En la primera parte del programa consideramos los primeros dos capítulos de esta encíclica.

Veamos ahora el Capítulo III de la Centesimus annus, denominado “El año 1989”, es decir el año cuyo símbolo es la caída del muro de Berlín.
Juan Pablo II describe los acontecimientos inesperados y prometedores de los últimos años. A lo largo de los años ochenta van cayendo ciertos regímenes dictatoriales y opresores en países de América Latina, África y Asia. En 1989 comienzan a desaparecer todos los regímenes totalitarios de Europa central y oriental. Una ayuda importante e incluso decisiva la ha dado la Iglesia, con su compromiso a favor de la defensa y promoción de los derechos del hombre.
El Papa analiza los factores principales de la caída de los regímenes opresores. El factor decisivo, que ha puesto en marcha los cambios, es la violación de los derechos del trabajador. Son las muchedumbres de los trabajadores las que desautorizan la ideología que pretende ser su voz. El segundo factor de crisis es la ineficiencia del sistema económico. Además, se ha manifestado que no es posible comprender al hombre considerándolo unilateralmente a partir del sector de la economía. La verdadera causa de las “novedades”, sin embargo, es el vacío espiritual provocado por el ateísmo. El marxismo había prometido desenraizar del corazón humano la necesidad de Dios; pero los resultados han mostrado que no es posible lograrlo sin trastrocar ese mismo corazón.
A continuación Juan Pablo II hace algunas reflexiones y deduce algunas consecuencias de esos acontecimientos históricos. Se debe buscar un modo de coordinación fructuosa entre el interés del individuo y el de la sociedad en su conjunto. Donde el interés individual es suprimido violentamente, queda sustituido por un oneroso y opresivo sistema de control burocrático que esteriliza toda iniciativa y creatividad. Cuando los hombres se creen en posesión del secreto de una organización social perfecta, que haga imposible el mal, la política se convierte en una “religión secular”, que cree ilusoriamente que puede construir el paraíso en este mundo.
En algunos países se ha producido un encuentro entre la Iglesia y el Movimiento obrero, nacido como una reacción de orden ético contra una vasta situación de injusticia. En el pasado reciente, el deseo sincero de ponerse de parte de los oprimidos indujo a muchos creyentes a buscar por diversos caminos un compromiso imposible entre marxismo y cristianismo. El tiempo presente, a la vez que ha superado lo que había de caduco en estos intentos, lleva a reafirmar la positividad de una auténtica teología de la liberación humana integral.
Para algunos países de Europa comienza ahora, en cierto sentido, la verdadera postguerra. Es justo que en las presentes dificultades los países ex comunistas sean ayudados por el esfuerzo solidario de otras naciones. Esta exigencia, sin embargo, no debe inducir a frenar los esfuerzos para prestar ayuda a los países del Tercer Mundo, que sufren a veces condiciones de pobreza bastante más graves. Pueden hacerse disponibles ingentes recursos con el desarme de los enormes aparatos militares creados para el conflicto entre Este y Oeste.
El desarrollo no debe ser entendido de manera exclusivamente económica, sino bajo una dimensión humana integral. Es importante reafirmar el principio de los derechos de la conciencia humana, por varios motivos:
1) Las antiguas formas de totalitarismo y de autoritarismo todavía no han sido superadas totalmente.
2) En los países desarrollados se hace a veces excesiva propaganda de los valores puramente utilitarios.
3) En algunos países surgen nuevas formas de fundamentalismo religioso.

Por último presentaremos el Capítulo IV de la Centesimus annus, titulado “La propiedad privada y el destino universal de los bienes”.
El ser humano tiene un derecho natural a la propiedad privada, pero este derecho no es absoluto. La propiedad privada, por su misma naturaleza, tiene también una índole social, cuyo fundamento reside en el destino universal de los bienes. Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes. Ahora bien, la tierra no da sus frutos sin una peculiar respuesta del hombre al don de Dios, es decir, sin el trabajo. Mediante el trabajo el hombre se apropia de una parte de la tierra: he ahí el origen de la propiedad individual. Además al hombre le incumbe la responsabilidad de cooperar con otros hombres para que todos obtengan su parte del don de Dios. Hoy, más que nunca, trabajar es trabajar con otros y para otros: es hacer algo para alguien. Este “trabajo social” abarca círculos progresivamente más amplios.
La moderna economía de empresa comporta aspectos positivos, cuya raíz es la libertad de la persona, que se expresa en el campo económico y en otros campos. Sin embargo, es necesario descubrir los problemas relacionados con el actual proceso económico. Muchos hombres, aunque no son propiamente explotados, son ampliamente marginados del desarrollo económico. Otros muchos hombres viven en ambientes donde están vigentes todavía las reglas del capitalismo primitivo. Otros se ven reducidos a condiciones de semi-esclavitud.
Da la impresión de que el libre mercado sea el instrumento más eficaz para colocar los recursos y responder a las necesidades. Sin embargo existen numerosas necesidades humanas que no tienen solución en el mercado. Por encima de la lógica del mercado, existe algo que es debido al hombre porque es hombre, en virtud de su eminente dignidad. El trabajo del hombre y el hombre mismo no deben reducirse a simples mercancías.
Es inaceptable la afirmación de que la derrota del socialismo deje al capitalismo como único modelo de organización económica. La Iglesia reconoce la justa función de los beneficios como índice de la buena marcha de la empresa. Sin embargo este índice no es el único. Persiste el grave problema de la deuda externa de los países más pobres.
Se puede hablar justamente de lucha contra un sistema económico que asegura el predominio absoluto del capital respecto al trabajo del hombre. En la lucha contra ese sistema no se pone como modelo alternativo al socialismo (que es un capitalismo de Estado), sino una sociedad basada en el trabajo libre, la empresa y la participación. Esta sociedad tampoco se opone al mercado, sino que exige que éste sea controlado oportunamente para garantizar la satisfacción de las necesidades fundamentales de todos.
En las economías más avanzadas ha nacido el fenómeno del consumismo. No es malo el deseo de vivir mejor, pero es equivocado el estilo de vida orientado a tener y no a ser, y que quiere tener más no para ser más, sino para consumir la existencia en un goce que se propone como fin en sí mismo.
Vinculada con el consumismo, también es preocupante la cuestión ecológica. El hombre, impulsado por el deseo de tener y gozar, más que de ser y de crecer, consume de manera excesiva y desordenada los recursos de la tierra y su misma vida. La humanidad de hoy debe ser consciente de sus deberes para con las generaciones futuras.
Aún más grave que la destrucción irracional del ambiente natural es la del ambiente humano. Nos esforzamos muy poco por salvaguardar las condiciones morales de una auténtica “ecología humana”. La primera estructura fundamental de la “ecología humana” es la familia. Hay que volver a considerar a la familia como el santuario de la vida. Todo esto se puede resumir afirmando que la libertad económica es sólo un elemento de la libertad humana. Es deber del Estado defender los derechos fundamentales del trabajo y los bienes colectivos, como el ambiente natural y el ambiente humano, cuya salvaguardia no puede ser asegurada por los simples mecanismos del mercado.
La experiencia histórica de Occidente demuestra que, si bien el análisis marxista de la alienación es falso, sin embargo la alienación y la pérdida del sentido auténtico de la existencia es una realidad. Por ejemplo, la alienación se verifica en el consumo cuando el hombre se ve implicado en una red de satisfacciones falsas y superficiales. El hombre que se preocupa sólo o prevalentemente de tener y gozar, incapaz de dominar sus instintos y pasiones y de subordinarlos mediante la obediencia a la verdad, no puede ser libre.
Si por capitalismo se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, el mercado y la propiedad privada, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, tal capitalismo es ciertamente positivo. Pero si por capitalismo se entiende un sistema en el cual la libertad económica no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral, cuyo centro es ético y religioso, entonces tal capitalismo es absolutamente negativo.
La Iglesia no tiene modelos para proponer. Ofrece como orientación ideal e indispensable su doctrina social. La empresa no debe considerarse sólo como una sociedad de capitales. Es también una sociedad de personas (capitalistas y trabajadores). La obligación de ganar el pan con el sudor de la propia frente supone también un derecho. Una sociedad en la que este derecho se niegue sistemáticamente no puede conseguir su legitimación ética ni la justa paz social.

Querido amigo, querida amiga:
Recientemente la Santa Sede publicó un excelente Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, que presenta esta doctrina de un modo sistemático, desarrollando cada uno de sus aspectos con mucha mayor extensión que en el Catecismo de la Iglesia Católica. Podría decirse que es algo así como el “Catecismo Social” de la Iglesia Católica. Te invito a estudiar con mayor profundidad la Doctrina Social de la Iglesia en este magnífico Compendio.
El liberalismo y el socialismo, sistemas rechazados explícitamente por la Iglesia Católica en la encíclica Rerum novarum y en todos los documentos posteriores del Magisterio de la Iglesia sobre la doctrina social, siguen influyendo fuertemente en las mentes y en las realidades de los hombres de hoy, también en nuestro país. Te invito entonces a meditar a fondo acerca de las críticas católicas a ambos sistemas y a comprometerte en la búsqueda, iluminada por el Evangelio de Jesucristo, de caminos hacia un ordenamiento de la sociedad que aúne libertad y solidaridad, seguridad y justicia.
Por la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Madre de Jesucristo, el único Libertador del hombre y de la sociedad, ruego a Dios que te ayude a comprender la verdad de la Doctrina Social de la Iglesia y a ponerla en práctica con fidelidad y coherencia en toda tu vida, como miembro de la comunidad política.
Damos fin al programa Nº 15 de “Verdades de Fe” y nos despedimos hasta el próximo martes a las 21:30. Que Dios los bendiga día tras día.

Daniel Iglesias Grèzes
27 de junio de 2006.

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