17 julio 2007

Programa Nº 3/07: El hombre

Buenas noches. Les habla Daniel Iglesias. Les doy la bienvenida al programa Nº 3 del segundo ciclo de “Verdades de Fe”, transmitido por Radio María Uruguay. Los invito a enviarme sus comentarios o consultas al teléfono (035) 20535. Estaré dialogando con ustedes durante media hora.
El programa de hoy estará referido al ser humano.

Hay quienes dicen que la Tierra no pertenece al hombre, sino que el hombre pertenece a la Tierra. Intentaré poner de manifiesto que esa concepción, que lamentablemente se difunde cada día más, choca frontalmente contra la cosmovisión cristiana; porque la doctrina cristiana enseña exactamente lo contrario: El hombre no pertenece a la Tierra; la Tierra (con todos los seres animados e inanimados que la conforman) pertenece al hombre.
Ya en el siglo IV AC Aristóteles descubrió que cada cosa tiene una causa eficiente (que la origina) y una causa final (a la cual tiende). Todo lo que es, es por algo y para algo. Este principio, que vale para cada cosa, vale también para el conjunto de todas las cosas. También el universo tiene una causa y un fin. Trataremos de hallar la finalidad o razón de ser del universo.

En primer término veremos que el Universo es para la vida.
Hace unos 15.000 millones de años ocurrió el Big Bang, la Gran Explosión que inició el devenir del universo material, el cual, desde entonces, se ha expandido continuamente. Ése fue el comienzo absoluto de la historia del mundo. La ciencia es incapaz de explicar el origen de la pequeñísima esfera, inmensamente densa y caliente, que contenía toda la materia y la energía del universo y que explotó a la hora cero del mundo. El creyente, en cambio, conoce una explicación clara y sencilla: "En el principio creó Dios el cielo y la tierra." (Génesis 1,1). El instante de la Gran Explosión es, muy probablemente, el momento en que Dios creó de la nada todo lo visible y lo invisible.
A lo largo de miles de millones de años, la materia del universo en expansión se fue enfriando; lentamente fueron surgiendo las galaxias y luego las estrellas y los planetas. Nuestra galaxia (la Vía Láctea) nació unos mil millones de años después del Big Bang; nuestra estrella (el Sol) y nuestro planeta (la Tierra) nacieron juntos hace unos 4.500 millones de años.
El universo en expansión fue generando los distintos elementos químicos: primero los más livianos (hidrógeno y helio) y luego otros más pesados. Los elementos, al combinarse entre sí, fueron generando sustancias cada vez más complejas, hasta llegar a producir aminoácidos, compuestos esenciales para la vida. Por fin, en un oscuro rincón del universo (nuestra Tierra), que reunía las condiciones adecuadas, aparecieron las primeras formas de vida.
Los creyentes pensamos que ha sido necesaria una intervención especial de Dios para crear la vida, porque ésta no pudo surgir de la materia inerte (nadie puede dar lo que no tiene). Los materialistas, en cambio, sostienen que la vida fue generada espontáneamente, por medio de reacciones químicas que sólo fueron posibles en unas circunstancias determinadas, muy excepcionales. Nadie ha demostrado jamás que eso haya sucedido, por lo cual esa teoría no pasa de ser una especulación. Nunca se ha producido artificialmente ningún ser vivo, ni siquiera un virus, el más sencillo de los seres vivos. Todos los seres vivos que conocemos proceden de otros seres vivos, a través de una larguísima cadena cuyo primer origen desconoce la ciencia experimental.
Los seres vivos, aun siendo tan escasos, pequeños y frágiles, son las cosas más evolucionadas, complejas y valiosas del universo. Son en sí mismos superiores a la materia inerte. Al contemplar el vastísimo movimiento que comenzó con el Big Bang y culminó con la aparición de la vida sobre la Tierra, la razón humana llega casi inmediatamente a esta conclusión: la vida es la razón de ser del Universo. Ella explica todo lo anterior a ella y le da sentido.
La vida no es un producto casual y sin importancia de un juego cósmico caótico, incesante y absurdo. No es el resultado del choque de fuerzas ciegas, regidas meramente por las leyes del azar. Es el término, deliberadamente querido por el Creador, de un larguísimo proceso que respondió a las leyes naturales que Él, en su infinita sabiduría, dio a su creación. Todo el dilatado proceso que hizo posible la aparición de la vida fue guiado por la amorosa Providencia de Dios: "La tierra produjo vegetación: hierbas que dan semilla, por sus especies, y árboles que dan fruto con la semilla dentro, por sus especies; y vio Dios que estaban bien." (Génesis 1,12).

En segundo término veremos que, así como el Universo es para la vida, la vida es para el hombre.
Hace unos 3.800 millones de años apareció la vida en los océanos de la Tierra. Los primeros seres vivientes eran muy simples; probablemente eran semejantes a los virus. Pero desde su aparición sobre la Tierra la vida evolucionó constantemente en un sentido de complejidad creciente. A través de una evolución ascendente que insumió miles de millones de años se formaron sucesivamente las bacterias, los protozoarios, los organismos multicelulares, los vertebrados, etc. En torno a los 400 millones de años AC la vida llegó a la tierra firme. Primero las plantas, luego los artrópodos y finalmente los anfibios se adaptaron a la vida terrestre; y dejando el mar, invadieron la tierra. Luego aparecieron los primeros reptiles, que dominaron la tierra hasta que se produjo la extinción de los dinosaurios y comenzó la era del predominio de los mamíferos, que fueron aumentando de tamaño.
Hace unos 60 millones de años surgieron los primeros primates. Los primeros homínidos aparecieron hace unos 4 millones de años. Finalmente surgió en África Oriental el Homo Habilis, capaz de utilizar y fabricar herramientas. La evolución del Homo Habilis generó sucesivamente el Homo Erectus, el Homo sapiens (hace al menos 100.000 años) y el hombre moderno (hace unos 40.000 años).
Al surgir el hombre, apareció con él el pensamiento. El hombre es el único ser vivo que es consciente de sí mismo y por lo tanto es el único que puede disponer de sí mismo libremente.
Al contemplar el larguísimo proceso de evolución que terminó con la aparición del hombre y el pensamiento sobre la tierra, una conclusión se impone casi espontáneamente: el hombre es la razón de ser de la vida y del universo material. Explica todo lo anterior a él y le da sentido.

A continuación veremos que el hombre es imagen de Dios y centro del cosmos.
La ciencia experimental ha demostrado que el origen del hombre ha tenido lugar por evolución biológica a partir de primates, pero es incapaz de explicar el origen de la inteligencia y del libre albedrío del hombre, porque ambas facultades son espirituales.
El cristiano sabe cuál es el origen del hombre: Dios lo ha creado, infundiéndole un alma espiritual e inmortal. La creación del hombre por parte de Dios es compatible con la teoría de la evolución biológica, si ésta se mantiene dentro de sus justos límites, como explicación del origen material del cuerpo humano. Dios, en su admirable sabiduría, ha dado al mundo unas leyes naturales que incluyen la evolución biológica. De este modo Dios es el creador de todos los seres vivos, aunque no haya intervenido de un modo milagroso en la formación directa de cada especie vegetal y animal.
Por su cuerpo, el hombre se asemeja a los animales; pero por su espíritu, el hombre se eleva infinitamente por encima de todos los demás seres del universo material. Es el rey de la creación, intrínsecamente superior al resto de ella. El espíritu hace al hombre semejante a Dios, quien es puro espíritu, infinitamente inteligente y libre.
La Biblia nos enseña que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza y que lo puso a cargo de la creación entera: "Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó. Y Dios los bendijo y les dijo: ``Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra.´´" (Génesis 1,27-28).
El mundo está al servicio de los hombres. Tenemos el derecho y el deber de usarlo, si bien con prudencia y sabiduría, para nuestra autorrealización como personas y como comunidad humana.
Sin embargo es necesario subrayar que el hombre no es el fin último del universo, puesto que Dios creó al hombre por amor, para que viviera eternamente en comunión con Él. Dios es el fin último del hombre y del universo. La cosmovisión cristiana está magníficamente resumida en esta fórmula de San Pablo: "Todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios." (1 Corintios 3,22).

Ahora haremos unos minutos de pausa para escuchar música.
INTERVALO MUSICAL
Continuamos el programa Nº 3 del ciclo 2007 de “Verdades de Fe”, transmitido por Radio María Uruguay.
Nuestro programa de hoy está dedicado al ser humano.
A continuación leeremos parte del Capítulo 1 de la constitución pastoral Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II. Este capítulo se titula “La dignidad de la persona humana”.
El hombre, imagen de Dios
Creyentes y no creyentes están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos.
Pero, ¿qué es el hombre? Muchas son las opiniones que el hombre se ha dado y se da sobre sí mismo. Diversas e incluso contradictorias. Exaltándose a sí mismo como regla absoluta o hundiéndose hasta la desesperación. La duda y la ansiedad se siguen en consecuencia. La Iglesia siente profundamente estas dificultades y, aleccionada por la Revelación divina, puede darles la respuesta que perfile la verdadera situación del hombre, dé explicación a sus enfermedades y permita conocer simultáneamente y con acierto la dignidad y la vocación propias del hombre.
La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado "a imagen de Dios", con capacidad para conocer y amar a su Creador, y que por Dios ha sido constituido señor de la entera creación visible para gobernarla y usarla glorificando a Dios. “¿Qué es el hombre para que tú te acuerdes de él? ¿O el hijo del hombre para que te cuides de él? Apenas lo has hecho inferior a los ángeles al coronarlo de gloria y esplendor. Tú lo pusiste sobre la obra de tus manos. Todo fue puesto por ti debajo de sus pies” (Salmos 8, 5-7).
Pero Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio los hizo hombre y mujer. Esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión de personas humanas. El hombre es, en efecto, por su íntima naturaleza, un ser social y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás.
Dios, pues, nos dice también la Biblia, “miró cuanto había hecho y lo juzgó muy bueno” (Génesis 1,31).

El pecado
Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios. Conocieron a Dios, pero no le glorificaron como a Dios. Obscurecieron su estúpido corazón y prefirieron servir a la criatura, no al Creador. Lo que la Revelación divina nos dice coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener origen en su santo Creador. Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último y también toda su ordenación, tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación.
Es esto lo que explica la división íntima del hombre. Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas. Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente y expulsando al príncipe de este mundo, que le retenía en la esclavitud del pecado. El pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud.
A la luz de esta Revelación, la sublime vocación y la miseria profunda que el hombre experimenta hallan simultáneamente su última explicación.

Constitución del hombre
En la unidad de cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, es una síntesis del universo material, el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima y alza la voz para la libre alabanza del Creador. No debe, por tanto, despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día. Herido por el pecado, experimenta, sin embargo, la rebelión del cuerpo. La propia dignidad humana pide, pues, que glorifique a Dios en su cuerpo y no permita que lo esclavicen las inclinaciones depravadas de su corazón.
No se equivoca el hombre al afirmar su superioridad sobre el universo material y al considerarse no ya como partícula de la naturaleza o como elemento anónimo de la ciudad humana. Por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino. Al afirmar, por tanto, en sí mismo la espiritualidad y la inmortalidad de su alma, no es el hombre juguete de un espejismo ilusorio provocado solamente por las condiciones físicas y sociales exteriores, sino que toca, por el contrario, la verdad más profunda de la realidad.

Dignidad de la conciencia moral
En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo. La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es el predominio de la recta conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad. No rara vez, sin embargo, ocurre que yerra la conciencia por ignorancia invencible, sin que ello suponga la pérdida de su dignidad. Cosa que no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado.

El misterio de la muerte
El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreducible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sean, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón humano.
Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado. Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a El con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina. Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte. Para todo hombre que reflexione, la fe, apoyada en sólidos argumentos, responde satisfactoriamente al interrogante angustioso sobre el destino futuro del hombre y al mismo tiempo ofrece la posibilidad de una comunión con nuestros mismos queridos hermanos arrebatados por la muerte, dándonos la esperanza de que poseen ya en Dios la vida verdadera.

Cristo, el Hombre nuevo
En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona.
El que es “imagen de Dios invisible” (Colosenses 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado.
Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida. En Él Dios nos reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud del diablo y del pecado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios “me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2,20). Padeciendo por nosotros, nos dio ejemplo para seguir sus pasos y, además abrió el camino, con cuyo seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido.
El hombre cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el Primogénito entre muchos hermanos, recibe las primicias del Espíritu, las cuales le capacitan para cumplir la ley nueva del amor. Por medio de este Espíritu, que es prenda de la herencia, se restaura internamente todo el hombre hasta que llegue la redención del cuerpo. “Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu que habita en vosotros” (Romanos 8,11). Urgen al cristiano la necesidad y el deber de luchar, con muchas tribulaciones, contra el demonio e incluso de padecer la muerte. Pero, asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la resurrección.
Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual.
Éste es el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta obscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: ¡Abba!,¡Padre!

Querido amigo, querida amiga:
El ser humano ha sido creado por Dios a su imagen y semejanza y para vivir en eterna comunión de amor y felicidad con Él en la gloria. El hombre herido por el pecado es un enigma para sí mismo, pero el misterio del hombre se esclarece en Cristo, el hombre perfecto. Mirando a Cristo podemos comprender lo que el hombre es y está llamado a ser según el designio de Dios.
La filosofía cristiana nos enseña que el ser humano ocupa un lugar central en el cosmos. La Divina Revelación lo confirma:
o Antes de crear a Adán y Eva, dijo Dios:
“Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra.” (Génesis 1,26).
o Jesús enseña a sus discípulos que el ser humano es superior a los animales:
“¡Cuánto más valéis vosotros que las aves!” (Lucas 12,24).
o Y el mismo Jesús, para salvar a un hombre endemoniado, no tiene ningún escrúpulo en sacrificar toda una piara de cerdos (véase Mateo 8,28-34).
La filosofía cristiana nos enseña que el ser humano es una unidad de cuerpo material y alma espiritual y sostiene la primacía del espíritu. La palabra de Nuestro Señor Jesucristo lo confirma:
No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma.” (Mateo 10,28).
La filosofía cristiana nos enseña que el ser humano tiene una finalidad trascendente. La Revelación lo confirma con testimonio divino:
“Jesús le respondió: “Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás.”” (Juan 11,25-26).
Por la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Reina de los Apóstoles y de los Ángeles, ruego a Dios todopoderoso y eterno que te ayude a reconocer la sublime dignidad del ser humano y del admirable destino al que es llamado por Dios.
Dando fin al programa Nº 3 del segundo ciclo de “Verdades de Fe”, me despido hasta la semana próxima. Que la paz y la alegría de Nuestro Señor Jesucristo, el Resucitado, estén con todos ustedes y sus familias.

Daniel Iglesias Grèzes
16 de julio de 2007

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